Por las
campiñas llanas, cultivadas como jardines, salpicadas de quintas blancas con
tejados rojos, bajo un sol tibio y claro, el tren de lujo corría, corría hacia
París. Los labriegos, las hortelanas que guiaban el carricoche atestado de
hortalizas, al ver cruzar el raudo convoy, experimentaban esa impre-sión peculiar,
de envidia respetuosa, que infunde el espectáculo de lo inaccesible social.
Al través
de los altos y claros vidrios se divisaban un momento las mesas del restaurante
ocupadas por gente que comía y bebía a placer. Era una visión de
cinematógrafo, desvanecida al punto mismo entre el penacho de humo y perdido en
la distancia; y el hecho vulgar, sencillo, de almorzar así, servidos por
camareros correctos, adquiría ante los espectadores, gracias a la velocidad del
tren, a lo instantáneo de la imagen, una grandiosidad de alta vida, un realce
novelesco y aristocrático.
Desde que
cruzamos la frontera, yo me había acurrucado en un ángulo del coche-salón, dejando
sobre la mesa fija el libro de amarilla cubierta y el saquito, y observando
tras el velo de gása gris,, con la picante curiosidad de quien se encuentra en
terreno desconocido y fértil, a mis compañeros de algunas horas de viaje.
Eran familias sudamericanas, con racimos de niños atezados, elegantemente
ataviados a la última moda británica; eran señoras solas, perfumadísimas,
provocativas en su vestir; eran señores mayores, atildados, de adinerado
aspecto; eran inglesas formales y reservadas, que- se tenían derechas y
rechazaban no sé cómo la invasión de la carbonilla, mostrando limpia la tez, de
esmalte rosa, y el pelo, de oro cardado, alisadito. Y eran, por último, parejas
todas miel, que sin importárseles un bledo de la galería, se aislaban en dúos
confidenciales y babosos.
Una de
éstas se situó tan cerca de mí, que su cuchicheo, impidiéndome fijarme en lo
que leía, fué causa de que cerrase la novela de Danilewsky y prefiriese ojear
la realidad próxima -sin sospechar que en ella encontraría, en vezz de idilio,
los elementos de un drama oscuro-. Al pronto, sin embargo, era el idilio lo
que saltaba a los ojos y hasta se metía por ellos, con insolencias de
felicidad legítima y ron niñerías propias de la eterna casa de locos de amor.
Mis dos recién
casados -por tales los tuve- no quisieron almorzar en el restaurante. Yo
tampoco: el traqueteo del tren me molestaba. Las razones que a ellos les
imponía el retraimiento eran sin duda de muy distinto género: buscaban la
soledad para su refacción íntima. Lo comprendí al verles trocar una exclamación
de alegría cuando el departamento se vació casi del todo, y un movimiento de
impaciencia en la mujer -acentuado hasta el despecho- al notar que yo no me
movía de mi sitio. Como no era posible echarme de allí, acabaron por resignarse
y aparentaron olvidar mi presencia. Bajaron de la red el ligero cestito
fiambrera y se dispusieron a almorzar.
Ella,
rubia, esbelta -con esa ondulosa y mórbida esbeltez de las parisienses-,
vestida de paño flexible, cenizoso, tocada con un sombrerón del cual se
escapaban inquietas dos alas blancas de ave, extendió la servilleta sobre las
rodillas de él -joven, moreno, de una palidez biliosa, algo cejijunto-, en
aquel momento sonriente y bien dispuesto ante la perspectiva de la comidita
de colegiales. Y fueron saliendo de la fiambrera envoltorios pulcros -emparedados
de hígado gordo, rosadas lonchas de jamón de York, tersas pechugas de gallina,
pasteles menudos de esos que contienen un «bocado», una ostra envuelta en blanda
bechamela-. A cada manjar que aparecía, exclamaciones de lisonjera sorpresa
del marido, risitas orgullosas de la mujer.
-En todo
piensas... Qué previsión... Es un banquete...
Y ella se
hacía la misteriosa. -Verás, aguárdate...
Una media
botella de burdeos, otra de agua mineral, vasos de plata relucientes, el
descorchador. Nada faltaba allí. Juntando las rodillas para aprovechar la
servilleta -y, era de suponer, para sentirse en contacto cariñoso-, la pareja
empezó a despachar su almuerzo. Digo despachar, y digo mal: a saborear,
lentamente, con delicadeza, con golosina y preocupándose cada cual, no del
propio apetito, sino del ajeno.
-Otro
«bocado»... ¿No te gusta el jamón? Te voy a poner vino...
Y risas y
comentarios a cada incidente, al temblar del líquido en el vaso, al oscilar de
los reducidos platos de porcelana cuando el tren aceleraba su marcha
rapidísima...
Sin cesar
de observarlos- al soslayo, mi atención, involuntaria-mente excitada, se
concentró en una circunstancia que me parecía singular. «Ella», con diferentes
pretextos, se levantaba dos o tres veces, y aproximándose a la puerta de comunicación,
echaba una ojeada al departamento próximo, donde quedaba un solo viajero, que,
arrinconado, dormía o fingía dormir. La gorra a cuadros, echada sobre la cara,
la cubría a medias; pero se veía la barba castaña, bien recortada, y la boca
juvenil, de labios salientes y gruesos. Siempre que «ella» realizaba esta
maniobra, el «otro» -llamémosle así- abría los ojos y una fulguración viva
lucía bajo la visera de la gorra. ¿Efecto de mi vista miope? ¿Efecto de la
imaginación? Hubiese jurado que era verdad...
Y si lo
era, ¿qué significaba el idilio del almuerzo? Porque ahora, en el momento de
los postres, se acentuaba el carácter idílico, y justamente cuando, ya en
guardia, miraba yo alternativamente al solitario del departa-mento próximo y a
la pareja, ésta picaba un dorado gajo de chasselas
que «ella» tenía suspenso en el aire. Picaban con los dedos, y no sé si con
los labios, entre sofocadas exclamaciones de júbilo y chanzas a media voz. La
cajita de cartón atestada de marrones encorazados como guerreros de la Edad Media , de punta en
blanco con su armadura de plata, fué saqueada entre monadas, ofrecimientos
mimosos, partijas a la mitad de un marrón y otras tonterías que no dejaban
lugar a la duda... Aunque yo hubiese pensado un instante si se trataría de dos
hermanos, los postres me desengañaron plenamente. No, aquello no era
fraternidad...
En lo
mejor de los postres estaban; todavía un envoltorio, de dulces o de fruta, no
había sido desenvuelto, cuando «ella» dió señales de inquietud.
-Mi
saco... Mi saco de cuero de Rusia... ¿Dónde podré haberlo dejado?
-¿Quieres
que mire? -indicó él, solícito.
-Te lo
agradecería... Debe de estar hacia allá, en la rejilla del sleeping...
Levantóse
«él», y yo sentí una impresión casi de terror ante tanta osadía, pues aquel
saco de cuero de Rusia, con remates de níquel, se lo había visto deslizar a
«ella», antes de abrir la cestita de los víveres, bajo el asiento, disimuladamente...
No tuve tiempo, por otra parte, de discurrir acerca de contradicción tan
extraña, porque «ella», hasta sin aguardar a que el engañado transpusiese el
pasillo que une a los coches salón, se lanzó en sentido opuesto, hacia el departamento
inmediato; y como el de la gorra acababa de incorporarse, encontráronse a
medio camino, y cayeron el uno en brazos del otro con ímpetu y abandono tales,
que se diría que en lugar de abrazarse se fundían e incrustaban, y para
separarlos habría que emplear el hacha y el cuchillo.
¿Duró
mucho el terrible y peligroso abrazo? Tal vez un segundo, tal vez cinco minutos
o más... No respiraban, no daban la menor señal de inquietud, y yo, en cambio,
sentía un miedo ridículo; mi corazón saltaba, mis ojos no se apartaban del
lugar por donde podía presentarse el traicionado, después de buscar
infructuosamente el saco de cuero...
Al fin se
desenlazaron. Respiré... Ella pasó a mi lado, bajando los ojos, y desde su
asiento me echó una mirada indescriptible, de súplica, de angustia, de
desesperación. El se arrinconó, se cubrió con la visera la cara, aparentó el
sueño malhumorado de antes. Era hora; el otro volvía, hablando de llamar al
camarero, de reclamar el saco.
-Perdona -suplicó
«ella»-; soy una aturdida; acabo de verlo aquí.
El no
manifestó extrañezaa ni descontento. Abrieron pacíficamente el intacto
paquetito, y se repartieron los albérchigos de Montreuil, una delicia de maduros....
Y en todo
el camino no volvió a suceder nada de particular, nada absolutamente. La
pareja no se separó; leyeron periódicos, dormitaron, charlaron con afecto boca
a boca; por la tarde comieron juntos en el restaurante.
Cuando
nos bajamos en la estación y nos dispersamos y los vi desaparecer cogidos del
brazo -tras el mozo que cargaba el saquito de cuero de Rusia, las mantas y la
fiambrera, discurrí si había soñado...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario