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martes, 16 de septiembre de 2014

Sud-expres

Por las campiñas llanas, cultivadas como jardines, salpicadas de quintas blancas con tejados rojos, bajo un sol tibio y claro, el tren de lujo corría, co­rría hacia París. Los labriegos, las hor­telanas que guiaban el carricoche ates­tado de hortalizas, al ver cruzar el rau­do convoy, experimentaban esa impre-sión peculiar, de envidia respetuosa, que infunde el espectáculo de lo inac­cesible social.
Al través de los altos y claros vidrios se divisaban un momento las mesas del restaurante ocupadas por gente que co­mía y bebía a placer. Era una visión de cinematógrafo, desvanecida al punto mismo entre el penacho de humo y perdido en la distancia; y el hecho vul­gar, sencillo, de almorzar así, servidos por camareros correctos, adquiría ante los espectadores, gracias a la velocidad del tren, a lo instantáneo de la ima­gen, una grandiosidad de alta vida, un realce novelesco y aristocrático.
Desde que cruzamos la frontera, yo me había acurrucado en un ángulo del coche-salón, dejando sobre la mesa fi­ja el libro de amarilla cubierta y el sa­quito, y observando tras el velo de gá­sa gris,, con la picante curiosidad de quien se encuentra en terreno descono­cido y fértil, a mis compañeros de al­gunas horas de viaje. Eran familias sudamericanas, con racimos de niños atezados, elegantemente ataviados a la última moda británica; eran señoras solas, perfumadísimas, provocativas en su vestir; eran señores mayores, atilda­dos, de adinerado aspecto; eran ingle­sas formales y reservadas, que- se te­nían derechas y rechazaban no sé cómo la invasión de la carbonilla, mostrando limpia la tez, de esmalte rosa, y el pelo, de oro cardado, alisadito. Y eran, por último, parejas todas miel, que sin im­portárseles un bledo de la galería, se aislaban en dúos confidenciales y ba­bosos.
Una de éstas se situó tan cerca de mí, que su cuchicheo, impidiéndome fijarme en lo que leía, fué causa de que cerrase la novela de Danilewsky y pre­firiese ojear la realidad próxima -sin sospechar que en ella encontraría, en vezz de idilio, los elementos de un dra­ma oscuro-. Al pronto, sin embargo, era el idilio lo que saltaba a los ojos y hasta se metía por ellos, con insolen­cias de felicidad legítima y ron niñerías propias de la eterna casa de locos de amor.
Mis dos recién casados -por tales los tuve- no quisieron almorzar en el res­taurante. Yo tampoco: el traqueteo del tren me molestaba. Las razones que a ellos les imponía el retraimiento eran sin duda de muy distinto género: bus­caban la soledad para su refacción íntima. Lo comprendí al verles trocar una exclamación de alegría cuando el departamento se vació casi del todo, y un movimiento de impaciencia en la mujer -acentuado hasta el despecho­- al notar que yo no me movía de mi sitio. Como no era posible echarme de allí, acabaron por resignarse y aparen­taron olvidar mi presencia. Bajaron de la red el ligero cestito fiambrera y se dispusieron a almorzar.
Ella, rubia, esbelta -con esa ondu­losa y mórbida esbeltez de las parisien­ses-, vestida de paño flexible, cenizo­so, tocada con un sombrerón del cual se escapaban inquietas dos alas blancas de ave, extendió la servilleta sobre las rodillas de él -joven, moreno, de una palidez biliosa, algo cejijunto-, en aquel momento sonriente y bien dis­puesto ante la perspectiva de la comi­dita de colegiales. Y fueron saliendo de la fiambrera envoltorios pulcros -em­paredados de hígado gordo, rosadas lonchas de jamón de York, tersas pe­chugas de gallina, pasteles menudos de esos que contienen un «bocado», una ostra envuelta en blanda bechamela-. A cada manjar que aparecía, exclama­ciones de lisonjera sorpresa del marido, risitas orgullosas de la mujer.
-En todo piensas... Qué previsión... Es un banquete...
Y ella se hacía la misteriosa. -Verás, aguárdate...
Una media botella de burdeos, otra de agua mineral, vasos de plata relu­cientes, el descorchador. Nada faltaba allí. Juntando las rodillas para aprove­char la servilleta -y, era de suponer, para sentirse en contacto cariñoso-, la pareja empezó a despachar su almuer­zo. Digo despachar, y digo mal: a sa­borear, lentamente, con delicadeza, con golosina y preocupándose cada cual, no del propio apetito, sino del ajeno.
-Otro «bocado»... ¿No te gusta el ja­món? Te voy a poner vino...
Y risas y comentarios a cada inciden­te, al temblar del líquido en el vaso, al oscilar de los reducidos platos de porcelana cuando el tren aceleraba su mar­cha rapidísima...
Sin cesar de observarlos- al soslayo, mi atención, involuntaria-mente excita­da, se concentró en una circunstancia que me parecía singular. «Ella», con di­ferentes pretextos, se levantaba dos o tres veces, y aproximándose a la puer­ta de comunicación, echaba una ojeada al departamento próximo, donde que­daba un solo viajero, que, arrinconado, dormía o fingía dormir. La gorra a cua­dros, echada sobre la cara, la cubría a medias; pero se veía la barba castaña, bien recortada, y la boca juvenil, de la­bios salientes y gruesos. Siempre que «ella» realizaba esta maniobra, el «otro» -llamémosle así- abría los ojos y una fulguración viva lucía bajo la visera de la gorra. ¿Efecto de mi vista miope? ¿Efecto de la imaginación? Hubiese ju­rado que era verdad...
Y si lo era, ¿qué significaba el idilio del almuerzo? Porque ahora, en el mo­mento de los postres, se acentuaba el carácter idílico, y justamente cuando, ya en guardia, miraba yo alternativa­mente al solitario del departa-mento próximo y a la pareja, ésta picaba un dorado gajo de chasselas que «ella» te­nía suspenso en el aire. Picaban con los dedos, y no sé si con los labios, entre sofocadas exclamaciones de júbilo y chanzas a media voz. La cajita de car­tón atestada de marrones encorazados como guerreros de la Edad Media, de punta en blanco con su armadura de plata, fué saqueada entre monadas, ofrecimientos mimosos, partijas a la mitad de un marrón y otras tonterías que no dejaban lugar a la duda... Aun­que yo hubiese pensado un instante si se trataría de dos hermanos, los pos­tres me desengañaron plenamente. No, aquello no era fraternidad...
En lo mejor de los postres estaban; todavía un envoltorio, de dulces o de fruta, no había sido desenvuelto, cuan­do «ella» dió señales de inquietud.
-Mi saco... Mi saco de cuero de Ru­sia... ¿Dónde podré haberlo dejado?
-¿Quieres que mire? -indicó él, so­lícito.
-Te lo agradecería... Debe de estar hacia allá, en la rejilla del sleeping...
Levantóse «él», y yo sentí una impre­sión casi de terror ante tanta osadía, pues aquel saco de cuero de Rusia, con remates de níquel, se lo había visto deslizar a «ella», antes de abrir la ces­tita de los víveres, bajo el asiento, di­simuladamente... No tuve tiempo, por otra parte, de discurrir acerca de con­tradicción tan extraña, porque «ella», hasta sin aguardar a que el engañado transpusiese el pasillo que une a los co­ches salón, se lanzó en sentido opuesto, hacia el departamento inmediato; y co­mo el de la gorra acababa de incorpo­rarse, encontráronse a medio camino, y cayeron el uno en brazos del otro con ímpetu y abandono tales, que se diría que en lugar de abrazarse se fundían e incrustaban, y para separarlos habría que emplear el hacha y el cuchillo.
¿Duró mucho el terrible y peligroso abrazo? Tal vez un segundo, tal vez cinco minutos o más... No respiraban, no daban la menor señal de inquietud, y yo, en cambio, sentía un miedo ri­dículo; mi corazón saltaba, mis ojos no se apartaban del lugar por donde podía presentarse el traicionado, después de buscar infructuosamente el saco de cuero...
Al fin se desenlazaron. Respiré... Ella pasó a mi lado, bajando los ojos, y des­de su asiento me echó una mirada in­descriptible, de súplica, de angustia, de desesperación. El se arrinconó, se cu­brió con la visera la cara, aparentó el sueño malhumorado de antes. Era ho­ra; el otro volvía, hablando de llamar al camarero, de reclamar el saco.
-Perdona -suplicó «ella»-; soy una aturdida; acabo de verlo aquí.
El no manifestó extrañezaa ni descon­tento. Abrieron pacíficamente el intacto paquetito, y se repartieron los albér­chigos de Montreuil, una delicia de ma­duros....
Y en todo el camino no volvió a su­ceder nada de particular, nada absolu­tamente. La pareja no se separó; leye­ron periódicos, dormitaron, charlaron con afecto boca a boca; por la tarde comieron juntos en el restaurante.
Cuando nos bajamos en la estación y nos dispersamos y los vi desaparecer cogidos del brazo -tras el mozo que cargaba el saquito de cuero de Rusia, las mantas y la fiambrera, discurrí si había soñado...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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