En aquella rebotica, donde, según
los autorizados informes de Jacoba de Alberte, no entraba nunca persona humana,
solía hacer tertulia a don Custodio las más noches un canónigo de la Santa Metropolitana
Iglesia , compañero de estudios del farmacéutico, hombre ya
maduro, sequito como un pedazo de yesca, risueño, gran tomador de tabaco. Este
tal era constante amigo e íntimo confidente de don Custodio, y, a ser verdad
los horrendos crímenes que al boticario atribuía el vulgo, ninguna persona más
a propósito para guardar el secreto de tales abominaciones que el canónigo don
Lucas Llorente, el cual era la quinta esencia del misterio y de la
incomunicación con el público profano. El silencio, la reserva más absoluta
tomaba en Llorente proporciones y carácter de manía. Nada dejaba transparentar
de su vida, y acciones, aun las más leves e inocentes. El lema del canónigo
era: «Que nadie sepa cosa alguna de ti.» Y aun añadía (en la intimidad de la
trasbotica): «Todo lo que averigua la gente acerca de lo que hacemos o
pensamos, lo convierte en arma nociva y mortífera. Vale más que invente que no
edifique sobre el terreno que le ofrezcamos nosotros mismos.»
Por este modo
de ser y por la inveterada amistad, don Custodio le tenía por confidente
absoluto, y sólo con él hablaba de ciertos asuntos graves, y sólo de él se
aconsejaba en los casos peligrosos o difíciles. Una noche en que, por señas,
llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba a trechos, encontró Llorente al
boticario agitado, nervioso, semiconvulso. Al entrar el canónigo se arrojó
hacia él, y tomándole las manos y arrastrándole hacia el fondo de la rebotica,
donde, en vez de la pavorosa «trapela» y el pozo sin fondo, había armarios,
estantes, un canapé y otros trastos igualmente inofensivos, le dijo con voz
angustiosa:
-¡Ay, amigo
Llorente! ¡De qué modo me pesa haber seguido en todo tiempo sus consejos de
usted, dando pábulo a las hablillas de los necios! A la verdad, yo debí desde
el primer día desmentir cuentos absurdos y disipar estúpidos rumores... Usted
me aconsejó que no hiciese nada, absolutamente nada, para modificar la idea que
concibió el vulgo de mí, gracias a mi vida retraída, a los viajes que realicé
al extranjero para aprender los adelantos de mi profesión, a mi soltería y a la
maldita casualidad (aquí el boticario titubeó un poco) de que dos criadas...
jóvenes..., hayan tenido que marcharse secretamente de casa, sin dar cuenta al
público de los motivos de su viaje...; porque..., ¿qué calabazas le importaba
al público los tales motivos. Me hace usted el favor de decir? Usted me repetía
siempre: «Amigo Custodio, deje correr la bola; no se empeñe nunca en desengañar
a los bobos, que al fin no se desengañan, e interpretan mal los esfuerzos que se
hacen para combatir sus preocupaciones. Que crean que usted fabrica sus
ungüentos con grasa de difunto y que se los paguen más caros por eso, bien;
dejadles, dejadles que rebuznen. Usted véndales remedios buenos, y nuevos de la
farmacopea moderna, que asegura usted está muy adelantada allá en esos países
estranjeros que usted visitó. Cúrense las enfermedades, y crean los imbéciles
que es por arte de birlibirloque. La borricada mayor de cuantas hoy inventan y
propalan los malditos liberales es esa de «ilustrar a las multitudes». ¡Buena
ilustración te dé Dios! Al pueblo no puede ilustrársele. Es y será eternamente
un hatajo de babiecas, una recua de jumentos. Si le presenta usted las cosas
naturales y racionales, no las cree. Se pirra por lo raro, estrambótico,
maravilloso e imposible. Cuanto más gorda es una rueda de molino, tanto más
aprisa la comulga. Con que, amigo Custodio, usted deje de andar la procesión, y
si puede, apande el estandarte... Este mundo es una danza...»
-Cierto
-interrumpió el canónigo, sacando su cajita de rapé y torturando entre las
yemas el polvito-; eso le debí decir; y qué, ¿tan mal le ha ido a usted con mis
consejos? Yo creí que el cajón de la botica estaba de duros a reventar, y que
recientemente había usted comprado unos lugares muy hermosos en Valeiro.
-¡Los compré,
los compré; pero también los amargo! -exclamó el farmacéutico-. ¡Si le cuento a
usted lo que me ha pasado hoy! Vaya, discurra. ¿Qué creerá usted que me ha
sucedido? Por mucho que prense el entendimiento para idear la mayor
barbaridad... lo que es con esta no acierta usted, ni tres como usted.
-¡Verá, verá!
Esto es lo gordo. Entra hoy en mi botica, a la hora en que estaba completamente
solo, una mujer de la aldea, que ya había venido días atrás con otra a pedirme
un remedio para el asma: una mujer alta, de rostro duro, cejijunta, con la
mandíbula saliente, la frente chata y los ojos como dos carbones. Un tipo
imponente, créalo usted. Me dice que quiere hablarme en secreto y después de
verse a solas conmigo en sitio seguro, resulta... ¡Aquí entra lo mejor! Resulta
que viene a ofrecerme el unto de una muchacha, sobrina suya, casadera ya,
virgen, roja, con todas las condiciones requeridas, en fin, para que el unto
convenga a los remedios que yo acostumbro hacer... ¿Qué dice usted de esto,
canónigo? A tal punto hemos llegado. Es por ahí cosa corriente y moliente que
yo destripo a las mozas, y que con las mantecas que les saco compongo esos
remedios maravillosos, ¡puf!, capaces hasta de resucitar a los difuntos. La
mujer me lo aseguró. ¿Lo está usted viendo? ¿Comprende la mancha que sobre mí
ha caído? Soy el terror de las aldeas, el espanto de las muchachas y el ser más
aborrecible y más cochino que puede concebir la imaginación.
Un trueno
lejano y profundo acompañó las últimas palabras del boticario. El canónigo se
reía, frotando sus manos sequitas y meneando alegremente la cabeza. Parecía que
hubiere logrado un grande y apetecido triunfo.
-Yo sí que
digo: ¿lo ve usted, hombre? ¿Ve cómo son todavía más bestias, animales,
cinocéfalos y mamelucos de lo que yo mismo pienso? ¿Ve cómo se les ocurre
siempre la mayor barbaridad, el desatino de más grueso calibre y la burrada más
supina? Basta que usted sea el hombre más sencillo, bonachón y pacífico del
orbe; basta que tenga usted ese corazón blandufo, que se interese usted por las
calamidades ajenas, aunque le importen un rábano; que sea usted incapaz de
matar a una mosca y sólo piense en sus librotes, en sus estudios, y en sus
químicas, para que los grandísimos salvajes le tengan por monstruo horrible,
asesino, reo de todos los crímenes y abominaciones.
-¿Quién? La
estupidez universal..., forrada en la malicia universal también. La bestia del
Apocalipsis..., que es el vulgo, créame, aunque San Juan no lo haya dejado muy
claramente dicho.
-¡Bueno! Así
será; pero yo, en lo sucesivo, no me dejo calumniar más. No quiero; no, señor.
¡Mire usted qué conflicto! ¡A poco que me descuide, una chica muerta por mi
culpa! Aquella fiera, tan dispuesta a acogotarla. Figúrese usted que repetía:
«La despacho y la dejo en el monte, y digo que la comieron los lobos. Andan
muchos por este tiempo del año, y verá cómo es cierto, que al día siguiente
aparece comida.» ¡Ay canónigo! ¡Si usted viese el trabajo que me costó
convencer a aquella caballería mayor de que ni yo saco el unto a nadie ni he
soñado en tal! Por más que la repetía: «Eso es una animalada que corre por ahí,
una infamia, una atrocidad, un desatino, una picardía; y como yo averigüe quién
es el que lo propala, a ese sí que le destripo», la mujer firme como un poste,
y erre que erre, «señor, dos onzas nada más... Todo calladito, todo
calladito..., en dos onzas, tiene los untos. Otra proporción tan buena no la
encuentra nunca.» ¡Qué vívora malvada! Las furias del infierno deben de tener
una cara así... Le digo a usted que me costó un triunfo persuadirla. No quería
irse. A poco la echo con un garrote.
-¡Y ojalá que
la haya usted persuadido! -articuló el canónigo, repentina-mente preocupado y
agitado, dando vueltas a la tabaquera entre los dedos-. Me temo que ha hecho
usted un pan como unas hostias. ¡Ay Custodio! La ha errado usted. Ahora sí que
juro yo que la ha errado.
-¿Qué dice
usted, hombre, o canónigo, o demonio? -exclamó el boticario, saltando en su
asiento alarmadísimo.
-Que la ha
errado usted. Nada, que ha hecho una tontería de marca mayor por figurarse,
como siempre, que en esos brutos cabe una chispa de razón natural, y que es
lícito o conducente para algo el decirles la verdad y argüirles con ella y
alumbrarlos con las luces del intelecto. A tales horas, probablemente la chica
está en la gloria, tan difunta como mi abuela... mañana por la mañana, o pasado
le traen el unto envuelto en un trapo... ¡Ya lo verá!
-Calle,
calle... No puedo oír eso. Eso no cabe en cabeza humana... ¿Yo qué debí hacer?
¡Por Dios, no me vuelva loco!
-¿Que qué debió
hacer? Pues lo contrario de lo razonable, lo contrario de lo verdadero, lo
contrario de lo que haría usted conmigo o con cualquiera otra persona capaz de
sacramentos, y aunque quizá tan mala como el populacho, algo menos bestia...
Decirles que sí, que usted compraba el unto en dos onzas, o en tres, o en
ciento...
-Aguarde,
déjeme acabar... Pero que el unto sacado por ellos de nada servía. Que usted en
persona tenía que hacer la operación y por consiguiente, que le trajesen a la
muchachita sanita y fresca... Y cuando la tuviese segura en su poder, ya
echaríamos mano de la
Justicia para prender y castigar a los malvados... ¿Pues no
ve usted claramente que esa es una criatura de la cual se quieren deshacer, que
les estorba, o porque es una boca más o porque tiene algo y ansían heredarla?
¿No se le ha ocurrido que una atrocidad así se decide en un día, pero se prepara
y fermenta en la conciencia a veces largos años? La chica está sentenciada a
muerte. Nada; crea usted que a estar horas...
-¡Canónigo,
usted acabará conmigo! ¿Quién duerme ya esta noche? Ahora mismo ensillo la
yegua y me largo a Tornelos...
Un trueno más
cercano y espantoso contestó al boticario que su resolución era impracticable.
El viento mugió y la lluvia se desencadenó furiosa, aporreando los vidrios.
-De todas. Y de
inventar muchísimas que aún no se conocen. ¡La ignorancia es invencible, y es
hermana del crimen!
-¡Ay amigo mío!
-respondió el oscurantista. ¡La ignorancia es un mal. Pero el mal es necesario
y eterno, de tejas abajo, en este pícaro mundo! Ni del mal ni de la muerte
conseguiremos jamás vernos libres.
¡Qué noche pasó
el honrado boticario tenido, en concepto del pueblo, por el monstruo más
espantable y a quien tal vez dos siglos antes hubiesen procesado acusándole de
brujería!
Al amanecer
echó la silla a la yegua blanca que montaba en sus excursiones al campo y tomó
el camino de Tornelos. El molino debía de servirle de seña para encontrar
presto lo que buscaba.
El sol empezaba
a subir por el cielo, que después de la tormenta se mostraba despejado y sin
nubes, de una limpidez radiante. La lluvia que cubría las hierbas se empapaban
ya, y secábase el llanto derramado sobre los zarzales por la noche. El aire
diáfano y transparente, no excesivamente frío, empezaba a impregnarse de olores
ligeros que exhalaban los mojados pinos. Una pega, manchada de negro y blanco,
saltó casi a los pies del caballo de don Custodio. Una liebre salió de entre
los matorrales, y loca de miedo, graciosa y brincadora, pasó por delante del
boticario.
Todo anunciaba
uno de esos días espléndidos de invierno que en Galicia suelen seguir a las
noches tempestuosas y que tienen incomparable placidez, y el boticario,
penetrado por aquella alegría del ambiente, comenzaba a creer que todo lo de la
víspera era un delirio, una pesadilla trágica o una extravagancia de su amigo.
¿Cómo podía nadie asesinar a nadie, y así, de un modo tan bárbaro e inhumano?
Locuras, insensateces, figuraciones del canónigo. ¡Bah! En el molino, a tales
horas, de fijo que estarían pre-parándose a moler el grano. Del santuario de
Santa Minia venía, conducido por la brisa, el argentino toque de la campana,
que convocaba a la misa primera. Todo era paz, amor y serena dulzura en el
campo...
Don Custodio se
sintió feliz y alborozado como un chiquillo, y sus pensamientos cambiaron de
rumbo. Si la rapaza de los untos era bonita y humilde... se la llevaría consigo
a su casa, redimiéndola de la triste esclavitud y del peligro y abandono en que
vivía. Y si resultaba buena, leal, sencilla, modesta, no como aquellas dos
locas, que la una se había escapado a Zamora con un sargento, y la otra andado
en malos pasos con un estudiante, para que al fin resultara lo que resultó y la
obligó a esconderse... Si la molinerita no era así, y al contrario, realizaba
un suave tipo soñado alguna vez por el empedernido solterón..., entonces,
¿quién sabe, Custodio? Aún no eres tan viejo que...
Embelesado con
estos pensamientos, dejó la rienda a la yegua..., y no reparó que iba
metiéndose monte adentro, monte adentro, por lo más intrincado y áspero de él.
Notólo cuando ya llevaba andado buen trecho del camino. Volvió grupas y lo
desanduvo; pero con poca fortuna, pues hubo de extraviarse más, encontrándose
en un sitio riscoso y salvaje. Oprimía su corazón, sin saber por qué, extraña
angustia.
De repente,
allí mismo, bajo los rayos del sol, del alegre, hermoso, que reconcilia a los
humanos consigo mismos y con la existencia, divisó un bulto, un cuerpo muerto,
el de una muchacha... Su doblada cabeza descubría la tremenda herida del
cuello. Un «mantelo» tosco cubría la mutilación de las despedazadas y puras
entrañas; sangre alrededor, desleída ya por la lluvia, las hierbas y malezas
pisoteadas, y en torno, el gran silencio de los altos montes y de los
solitarios pinares...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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