En el pueblo de Montonera, por espacio de dos meses,
no se habló sino del ejemplar castigo de Petronila, la hija del tío Crispín
Terrones. Al saber
el desliz de
la muchacha, su padre había empezado por aplicarle una
tre-menda paliza con la vara de taray -la de apalear la capa por miedo a la
polilla, hecho lo cual, la maldijo
solemnemente, como quien exorcisa a un energúmeno y, al fin,
después de entregarle un
mezquino hatillo y
treinta reales, la sacó
fuera de la
casa, fulminando en alta voz esta
sentencia:
-Vete a donde
quieras, que mi
puerta no has de atravesarla más
en tu vida.
Petronila,
silenciosamente, bajó la
cabeza y se dirigió al mesón, donde pasó aquella primera noche; al día
siguiente, de madrugada, trepó a la imperial de la diligencia y alejóse de su
lugar resuelta a
no volver nunca.
La mesonera, mujer de blandas entrañas, quedó muy enternecida;
a nadie había
visto llorar así, con
tanta amargura; los
sollozos de la maldita
resonaban en todo
el mesón. Tanto pudo la lástima con la tía Hilaria -la
piadosa mesonera tenía este nombre, que al despedirse Petronila preguntando
cuánto debía por el hospedaje, en vez de cobrar nada, deslizó en la mano
ardorosa de la muchacha un duro, no sin secarse con el pico del pañuelo los húmedos ojos.
¡Ver aflicciones, y no aliviarlas pudiendo! Para eso no había nacido
Hilaria, la de la venta del Cojitranco.
Cinco años transcurrieron sin que se supiese nada
del paradero de
la maldita. Ya en
Montonera rarísima vez se pronunciaba
su nombre; la familia daba ejemplo de indiferencia; el padre, metido en
sus eras y en sus trigales; las hijas -que habían ido casándose, a pesar de la
mala nota que por culpa de Petronila recaía en ellas-, atareadas en su hogar y
criando a sus retoños. Sin embargo, Zoila -la más joven, la única soltera-
solía detenerse a la puerta del mesón a conversar, mejor dicho, a chismorrear
con la tía
Hilaria, movida del deseo de averiguar algo referente a
Petronila, de la cual no se olvidaba. Y acaeció que cierta tarde, fijándose
casualmente en las orejas de la mesonera, Zoila -que era todo lo aficionada
a componerse y
emperifollarse que permitía su humilde estado- soltó un chillido
y exclamó:
-¡Anda,
y qué pendientes
tan majos, tía Hilaria! ¡Pues si son de oro! ¡Y con
chispas, digo! ¡Ni la Virgen
del Pardal! ¿De ónde los ha sacao usté?
-Me los han regalao, ¡tú! -contestó evasivamente la
mesonera.
-¡Regalao! ¡Diez! ¿Y quién ha tenío la ocurrencia de
regalarle esa preciosidá a una..., a una persona mayor!
-Di a una vieja, que es lo que quieres decir, mocosa
-rezongó algo picada la tía Hilaria, pues no hay hembra, así cuente los años de
Matusalén, a quien no mortifique el que se los echen en rostro. Ahí verás;
quien me los regaló..., quien me los regaló es persona muy conocía tuya.
No fue posible
sacarle otra palabra;
pero Zoila no era lerda ni roma del entendimiento, y concibió una
sospecha fundada. Desde entonces volvió por el mesón del Cojitranco siempre que
pudo, y observó. Hilaria, que tam-poco
pecaba de simple,
notó el espionaje
y pareció complacerse en desafiarlo y en irritar las curiosidades
envidiosas. Cada día estrenaba galas nuevas, brincos y joyas que hacían
reconcomerse a la
mozuela y la
volvían tarumba. Ya era el
rosario de oro y nácar lucido en
misa mayor, ya el rico
mantón de ocho puntas en que se agasajaba, ya la
sortija de un brillante gordo, ya el buen vestido de merino negro con adornos
de agremán. No pasan inadvertidos detalles de esta magnitud en ninguna parte, y
mucho menos en Montonera; pero antes
de que el
pueblo atónito se convenciese del insolente boato que
gastaba la tía Hilaria; antes de que en la rebotica se comentasen
acaloradamente las obras de reparación y ensanche emprendidas a todo coste en
el ruinoso mesón,
y la adquisición
de varios terrenos de labradío
de los más
productivos, pegados a las heredades de Hilaria, y que las redondeaban
como una bola, ya Zoila había gritado a su padre con ronca y furiosa voz y con
iracundo temblor de labios:
-Tos los lujos
asiáticos de la
tía Hilaria, ¿sabe usté de ónde
salen? ¿A que no? ¡De la
Petronila , ni más ni menos! Y ahora, ¿qué ice usté deso, amos
a ver?
-Y, ¿qué quiés que yo te diga? -respondió el paleto,
hosco y cabizbajo, con una arruga profunda en la frente y dejando arrastrar la
mirada por el suelo.
-¿Qué quiero? ¡Anda, anda! ¡Qué es un pecao contra
Dios que se lo lleven tó los extraños y los parientes por la sangre no sepamos
siquiá que tenemos
una hermana más
rica que el Banco España! Sí, señor; no haga usté señal que no con las
cejas... Ya corre por tó el lugar, y ayer en la botica lo explicó el médico don
Tiodoro... Paice que está la
Petronila en Madrí, y que vive en una casa grande a mo de
palacio, y por no faltarle cosa alguna, hasta coche lleva, con dos yeguas
rollizas, que ni las mulas del señor obispo. Y na menos que le manda a la tía
Hilaria munchas pesetas por ca correo... ¿Es eso rigular?
-¡Allá ellas! -refunfuñó el tío Terrones ásperamente,
sombrío y ceñudo-; ¡Lo mal ganao, que le
aproveche a quien lo come!
-¿Y usté qué
sabe si es
mal ganao? Dios manda pensar lo mejor.
Callaron
padre e hija,
pero sus miradas ávidas, sus
plegadas frentes, sus
ojillos, en que relucía
involuntariamente la codicia,
se expresaron con sobrada elocuencia. Zoila fue la primera que se
resolvió a formular el oscuro anhelo de su voluntad.
Retorciendo un pico del pañuelo y adelantando los
labios dos o tres veces
en mohín antes de
romper a hablar,
susurró bajito, dengosa y seria:
-Yo que usté..., pues le escribía dos letras...
¡Na más que dos letras! ¡Medio pliego!
-¿Y estaría eso bonito, Zoila?... Amos, mujer...
Como si ahora te fueses a morir, ¿estaría bonito? ¡Después de lo pasao, hija!
-Bonito,
bonito... ¿De qué
sirve bonitear?
¡Más feo está que se lleve la tía Hilaria lo que en
ley debía ser de usté... o mío por lo menos, ea!
Terrones alzó la
callosa mano y
se rascó despacio, con movimiento
maquinal, la atezada sien, sombreada por una ráfaga de cabello ceniciento, corto
y duro. Por
primera vez, desde la expulsión
de Petronila, meditaba el problema de aquel destino de mujer, en que él había
influido de tan
decisiva manera al condenarla, rechazarla
y maldecirla cuando cayó. Entonces le parecía al bueno del
paleto que cumplía un deber moral, y hasta que procedía como caballero, allá a
su manera rústica, pero impregnada de un sabor romántico a la antigua
española; y lanzada
la maldición, barrida y limpia la
casa con la marcha de la hija culpable, el pardillo se había creído grande,
fuerte, una especie de monarca doméstico, de absoluto poder y patriarcales
atribuciones. El que juzga, el que sentencia, el que ejecuta, crece, domina,
vuela por encima del resto de la humanidad... Bien recordaba Terrones que -en
más o menos rudimentaria forma- así se sentía cuando hizo de justiciero; y
ahora, por el contrario, advertía una humillación grande al reprenderle su otra
hija, al persuadirse de que la de allá, la maldita, la echada, la barrida, la
culpable, tenía en sus manos la felicidad según la comprendía Terrones: poseía
los bienes de la tierra. Recordad lo que es para el paleto el dinero... Pero ¿y
la honra? ¡Bah! ¿A quién le importa la honra de un pobre?... ¡Cuántas veces
el pícaro dinero
toma figura de honor!
No obstante estas reflexiones disolventes, el viejo,
frunciendo las cejas
con repentina energía, levantándose
como para cortar
la discusión, exclamó del modo más
rotundo y seco, lleno de dignidad e intransigencia:
-La tinta con que yo le escriba a esa pindonga, no
sá fabricao ni sá de fabricar, mujer.
Antes de que Zoila, aturdida, opusiese impetuosa
réplica, sin dar tiempo a que abriese la boca, a que respirase, Terrones se
detuvo un momento y masculló sin transición de tono:
-Ahora, si tú quiés escribir... Hija, no digo...
Tú, es otra cosa. Pa eso has ío a la escuela y haces
ese letruz tan reondo, que ¡no paice sino que estudiabas el oficio de
mimorialista!
"Blanco y Negro", núm. 356, 1898.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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