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martes, 16 de septiembre de 2014

Tio terrones

En el pueblo de Montonera, por espacio de dos meses, no se habló sino del ejemplar castigo de Petronila, la hija del tío Crispín Terrones.  Al  saber  el  desliz  de  la  muchacha,  su padre había empezado por aplicarle una tre-menda paliza con la vara de taray -la de apalear la capa por miedo a la polilla, hecho lo cual,  la  maldijo  solemnemente,  como  quien exorcisa a un energúmeno y, al fin, después de  entregarle  un  mezquino  hatillo  y  treinta reales,  la  sacó  fuera  de  la  casa,  fulminando en alta voz esta sentencia:
-Vete  a  donde  quieras,  que  mi  puerta  no has de atravesarla más en tu vida.
Petronila,  silenciosamente,  bajó  la  cabeza y se dirigió al mesón, donde pasó aquella primera noche; al día siguiente, de madrugada, trepó a la imperial de la diligencia y alejóse de  su  lugar  resuelta  a  no  volver  nunca.  La mesonera, mujer de blandas entrañas, quedó muy  enternecida;  a  nadie  había  visto  llorar así,  con  tanta  amargura;  los  sollozos  de  la maldita  resonaban  en  todo  el  mesón.  Tanto pudo la lástima con la tía Hilaria -la piadosa mesonera tenía este nombre, que al despedirse Petronila preguntando cuánto debía por el hospedaje, en vez de cobrar nada, deslizó en la mano ardorosa de la muchacha un duro, no sin secarse con el pico del pañuelo los húmedos  ojos.  ¡Ver  aflicciones,  y  no  aliviarlas pudiendo! Para eso no había nacido Hilaria, la de la venta del Cojitranco.
Cinco años transcurrieron sin que se supiese  nada  del  paradero  de  la  maldita.  Ya  en Montonera  rarísima  vez  se  pronunciaba  su nombre; la familia daba ejemplo de indiferencia; el padre, metido en sus eras y en sus trigales; las hijas -que habían ido casándose, a pesar de la mala nota que por culpa de Petronila recaía en ellas-, atareadas en su hogar y criando a sus retoños. Sin embargo, Zoila -la más joven, la única soltera- solía detenerse a la puerta del mesón a conversar, mejor dicho, a  chismorrear  con  la  tía  Hilaria,  movida  del deseo de averiguar algo referente a Petronila, de la cual no se olvidaba. Y acaeció que cierta tarde, fijándose casualmente en las orejas de la mesonera, Zoila -que era todo lo aficionada a  componerse  y  emperifollarse  que  permitía su humilde estado- soltó un chillido y exclamó:
-¡Anda,  y  qué  pendientes  tan  majos,  tía Hilaria! ¡Pues si son de oro! ¡Y con chispas, digo! ¡Ni la Virgen del Pardal! ¿De ónde los ha sacao usté?
-Me los han regalao, ¡tú! -contestó evasivamente la mesonera.
-¡Regalao! ¡Diez! ¿Y quién ha tenío la ocurrencia de regalarle esa preciosidá a una..., a una persona mayor!
-Di a una vieja, que es lo que quieres decir, mocosa -rezongó algo picada la tía Hilaria, pues no hay hembra, así cuente los años de Matusalén, a quien no mortifique el que se los echen en rostro. Ahí verás; quien me los regaló..., quien me los regaló es persona muy conocía tuya.
No  fue  posible  sacarle  otra  palabra;  pero Zoila no era lerda ni roma del entendimiento, y concibió una sospecha fundada. Desde entonces volvió por el mesón del Cojitranco siempre que pudo, y observó. Hilaria, que tam-poco  pecaba  de  simple,  notó  el  espionaje  y pareció complacerse en desafiarlo y en irritar las curiosidades envidiosas. Cada día estrenaba galas nuevas, brincos y joyas que hacían reconcomerse  a  la  mozuela  y  la  volvían  tarumba. Ya era el rosario de oro y nácar lucido en  misa  mayor,  ya  el  rico  mantón  de  ocho puntas en que se agasajaba, ya la sortija de un brillante gordo, ya el buen vestido de merino negro con adornos de agremán. No pasan inadvertidos detalles de esta magnitud en ninguna parte, y mucho menos en Montonera;  pero  antes  de  que  el  pueblo  atónito  se convenciese del insolente boato que gastaba la tía Hilaria; antes de que en la rebotica se comentasen acaloradamente las obras de reparación y ensanche emprendidas a todo coste  en  el  ruinoso  mesón,  y  la  adquisición  de varios  terrenos  de  labradío  de  los  más  productivos, pegados a las heredades de Hilaria, y que las redondeaban como una bola, ya Zoila había gritado a su padre con ronca y furiosa voz y con iracundo temblor de labios:
-Tos  los  lujos  asiáticos  de  la  tía  Hilaria, ¿sabe usté de ónde salen? ¿A que no? ¡De la Petronila, ni más ni menos! Y ahora, ¿qué ice usté deso, amos a ver?
-Y, ¿qué quiés que yo te diga? -respondió el paleto, hosco y cabizbajo, con una arruga profunda en la frente y dejando arrastrar la mirada por el suelo.
-¿Qué quiero? ¡Anda, anda! ¡Qué es un pecao contra Dios que se lo lleven tó los extraños y los parientes por la sangre no sepamos siquiá  que  tenemos  una  hermana  más  rica que el Banco España! Sí, señor; no haga usté señal que no con las cejas... Ya corre por tó el lugar, y ayer en la botica lo explicó el médico don Tiodoro... Paice que está la Petronila en Madrí, y que vive en una casa grande a mo de palacio, y por no faltarle cosa alguna, hasta coche lleva, con dos yeguas rollizas, que ni las mulas del señor obispo. Y na menos que le manda a la tía Hilaria munchas pesetas por ca correo... ¿Es eso rigular?
-¡Allá ellas! -refunfuñó el tío Terrones ásperamente, sombrío y  ceñudo-; ¡Lo mal ganao, que le aproveche a quien lo come!
-¿Y  usté  qué  sabe  si  es  mal  ganao?  Dios manda pensar lo mejor.
Callaron  padre  e  hija,  pero  sus  miradas ávidas,  sus  plegadas  frentes,  sus  ojillos,  en que  relucía  involuntariamente  la  codicia,  se expresaron con sobrada elocuencia. Zoila fue la primera que se resolvió a formular el oscuro anhelo de su voluntad.
Retorciendo un pico del pañuelo y adelantando  los  labios  dos  o  tres  veces  en  mohín antes  de  romper  a  hablar,  susurró  bajito, dengosa y seria:
-Yo que usté..., pues le escribía dos letras...
¡Na más que dos letras! ¡Medio pliego!
-¿Y estaría eso bonito, Zoila?... Amos, mujer... Como si ahora te fueses a morir, ¿estaría bonito? ¡Después de lo pasao, hija!
-Bonito,  bonito...  ¿De  qué  sirve  bonitear?
¡Más feo está que se lleve la tía Hilaria lo que en ley debía ser de usté... o mío por lo menos, ea!
Terrones  alzó  la  callosa  mano  y  se  rascó despacio, con movimiento maquinal, la atezada sien, sombreada por una ráfaga de cabello ceniciento,  corto  y  duro.  Por  primera  vez, desde la expulsión de Petronila, meditaba el problema de aquel destino de mujer, en que él  había  influido  de  tan  decisiva  manera  al condenarla,  rechazarla  y  maldecirla  cuando cayó. Entonces le parecía al bueno del paleto que cumplía un deber moral, y hasta que procedía como caballero, allá a su manera rústica, pero impregnada de un sabor romántico a la  antigua  española;  y  lanzada  la  maldición, barrida y limpia la casa con la marcha de la hija culpable, el pardillo se había creído grande, fuerte, una especie de monarca doméstico, de absoluto poder y patriarcales atribuciones. El que juzga, el que sentencia, el que ejecuta, crece, domina, vuela por encima del resto de la humanidad... Bien recordaba Terrones que -en más o menos rudimentaria forma- así se sentía cuando hizo de justiciero; y ahora, por el contrario, advertía una humillación grande al reprenderle su otra hija, al persuadirse de que la de allá, la maldita, la echada, la barrida, la culpable, tenía en sus manos la felicidad según la comprendía Terrones: poseía los bienes de la tierra. Recordad lo que es para el paleto el dinero... Pero ¿y la honra? ¡Bah! ¿A quién le importa la honra de un pobre?... ¡Cuántas  veces  el  pícaro  dinero  toma  figura  de honor!
No obstante estas reflexiones disolventes, el  viejo,  frunciendo  las  cejas  con  repentina energía,  levantándose  como  para  cortar  la discusión, exclamó del modo más  rotundo y seco, lleno de dignidad e intransigencia:
-La tinta con que yo le escriba a esa pindonga, no sá fabricao ni sá de fabricar, mujer.
Antes de que Zoila, aturdida, opusiese impetuosa réplica, sin dar tiempo a que abriese la boca, a que respirase, Terrones se detuvo un momento y masculló sin transición de tono:
-Ahora, si tú quiés escribir... Hija, no digo...
Tú, es otra cosa. Pa eso has ío a la escuela y haces ese letruz tan reondo, que ¡no paice sino que estudiabas el oficio de mimorialista!

"Blanco y Negro", núm. 356, 1898.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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