No se sabía nada de aquel atrevido hidalgo
aventurero que, con propósito de mejorar de fortuna, emprendió viaje a las
Indias, dejándose en el dormido poblachón castellano a su mujer, doña Claudia,
hermosa y moza, y a dos hijos, muy pequeños entonces, pero que irían creciendo
y sería preciso establecer. Y la esposa, desamparada, se marchitaba en la
soledad tétrica del caserón solariego, labrando e hilando, en compañía no más
de una dueña caduca, que daba vueltas al huso entre sus dedos secos como
sarmientos negruzcos, y gemía bajito, porque la acuciaba el reuma, metido en
los huesos y mal cuidado.
Los niños pudieran ser la única alegría de la
abandonada; pero como nunca un mal viene solo, los niños antes daban pena que
gusto, por ser el mayor corcovado, y la segunda una especie de pájaro
antojadizo, que no guardaba el recato indispensable desde la niñez a las damas,
y escapándose de casa todo el día, por la noche volvía rota y cubierta de polvo
y briznas de paja, pues se pasaba las horas jugando al toro y a la rayuela con
la chiquillería en las eras del trigo. Era inútil que su madre la reprendiese y
aun la castigase; era tiempo perdido el intentar encerrarla. El mismo afán de
libertad vagabunda y de horizontes anchos que realmente había arrebatado al
padre del hogar, sacaba a la hija de su morada grave y llena de nostalgias,
empujándola al correteo, a la actividad, a la travesura. Tenía ya diez años y
no acataba a su madre.
Y no venían noticias. Doña Claudia, poco a
poco, desmerecía; su cara de rosa mañanera se había vuelto del color de los
ciriales. Sentimientos extraños, indefinibles, la obligaban a suspirar por la
tarde, a la misma hora en que don Juan de Meneses, su dueño y señor, había
partido. ¡Siete años sin escribir, sin dar razón de sí! Probablemente ya no
estaba en este mundo... Y ante la hipótesis, no sabía la esposa si era pena, si
era un incomprensible alivio lo que experimentaba allá dentro... ¡Y no existía
manera de cerciorarse! Aquellos países tan lejanos, todavía semifantásticos, se
tragaban a la gente; la huella se perdía; podía ser el mar, podía ser la macana
del salvaje... Ninguno de los que regresaban había oído hablar de don Juan de
Meneses. La señora, cada día más descolorida, cada día más cansada, hilaba
lentamente, lentamente, cual si la lana merina que iba retorciendo fuese su
propia vida, gris, dolorosa, sombría, como los aposentos de desconchadas
paredes y carcomido mobiliario.
Cuando salía a misa temprano, muy rebozada en
su manto de tafetancillo, raído y gastado en los dobleces, notó doña Claudia
que un hombre la seguía, la miraba, buscaba sus ojos, la ofrecía el agua
bendita. Y era garrido; era el hermano del cura, muchacho galán, bachiller de
Salamanca... El corazón de la dama se sobresaltó de inquietud, de miedo a
querer, a esperar felicidades.
Por efecto de este mismo terror, desde el
anochecer atrancaba la puerta y cerraba las maderas de las ventanas, defendidas
por rejas de curiosa labor, como si las tales rejas la atrajesen, y evitase la
tentación de asomarse a ellas a la hora en que la luna arranca esencias a las
flores y desasosiega las almas solitarias y melancólicas...
Algunas noches creía oír que una pedrezuela
rebotaba contra los hierros. Entonces se arrebujaba en las sábanas. Mas fue lo
peor que por las tardes una canción enamorada, entonada por una voz juvenil,
empezó a venir de las verdes eras, a espaldas del caserón; y no sería gañán el
cantor, porque nada se diferencia como las voces de los gañanes y las de los
caballeros... Caballero y enamorado debía de ser quien así cantaba, y doña
Claudia, temblorosa, escuchaba aquellas finezas, quejas y conceptos... Escuchar
no es pecado; y, por otra parte, ¡si su señor no viviese ya! Si allá, en las
malsanas regiones, una cuartana, un mal pernicioso, una herida...
Fue la vieja quien acabó de quitar escrúpulos.
No se sabe por qué, tal vez por guisar lo que ya no pueden comer, las viejas
adoban untos de amor, del amor que es para ellas paraíso perdido...
-Salí a la reja, mi señora, que está el galán,
que habrá que valerle con la
Santa Unción si vos no le valéis...
Y como doña Claudia alegase una vez más sus
deberes, afirmó la dueña:
-Muerto es mi señor, tan muerto como mi
abuelo, que Dios haya... A fe que su alma se me ha aparecido ya dos o tres
veces pidiendo misas... Sí, para misas estamos; así tuviésemos que yantar en
abundancia...
Quedó la bruja en concertar la entrevista en
la reja. La tarde de aquel día doña Claudia pareció animarse, como si tuviese
fiebre de gozo. Se rizó el pelo y se colgó una patena de oro, puliéndose las
manos y esparciéndose esencia de clavo en las ropas. Su hijo, el corcovadito,
que tenía muy despejado entendimiento y comenzaba a estudiar latín, la miró con
admiración y recelo. Las ánimas soñaron en la iglesia mayor. Y, al mismo tiempo
que el toque solemne, se oyeron las rebotadas de un caballo, el choque de sus
herraduras sobre los desiguales guijarros de la calle, y en el portón, que la
dueña acababa de cerrar, sonó un aldabonazo grave, violento, enérgico, de amo de
casa...
Doña Claudia palideció y juntó las manos... No
se sorprendió, sin embargo, poco ni mucho. Lo encontraba natural: algo allá, en
lo recóndito de su conciencia, no cesaba de repetir que don Juan vivía. Bajó
las escaleras con piernas trémulas y ordenó a la dueña que alumbrase, que
abriese. Despavorida, la vieja obedeció. El candelero de azófar oscilaba en sus
rugosas manos.
-¡Válgame Nuestra Señora! ¿Y quién es que así
aporrea? -preguntó malignamente.
Porque don Juan venía desfigurado, era otro.
Moreno como un puchero de barro, grises las barbas y asimismo el cabello,
cubierto un ojo con una viserilla a lo Éboli -se lo había vaciado una flecha,
apenas le reconocía su esposa, sublevada de pronto, ansiosa de negar que aquel
pudiese ser su dueño... Pero don Juan habló..., y la voz... ¡la voz!, ¡lo que
perturba, lo que cautiva, lo que engendra odio o ternura, confirmó la identidad
del marido!...
-Seáis bien hallada, doña Claudia... Marché
sin dineros y vuelvo rico. Nuestra casa va a recobrar su esplendor. ¡Hermosa os
encuentro! ¿Y mis hijos?
-Viven, señor, están sanos; subid -murmuró la
dama, dejándose estrechar por el recién llegado.
Subieron. Detrás del hidalgo venía un escudero
sobre una mula, y en pos otra mula de bagaje, abrumada de cajas y cofres
atestados de riquezas, oro, plata y pedrería.
-Si me avisaseis, hubiese ido a Sevilla a
recibiros.
-¿Avisar? No es de cuerdos. ¡Conviene a todo
varón prudente llegar sin que le aguarden!
Y sonrió un poco, porque veía satisfecho que
todo estaba bien en orden, y su casa al anochecer cerrada y muda, como conviene
al decoro y al recogimiento. La virtud se mostraba en todo, hasta en la humilde
y escasa cena que poco después le sirvieron, excusándose... Carnero, una
ensalada...
-Ahora tendréis más rica mesa, doña Claudia, y
vestiréis terciopelos, y os colgaré arracadas y patenas mejores que esa mísera.
Y habrá servidumbre, y plata en que comer y tapices para las paredes, y mi hijo
será un gran señor, como cumple a su linaje. A mocedad trabajosa, honrada vejez.
A descansar vengo, y a disfrutar de lo ganado...
Al otro día no se hablaba en todo el pueblo
sino de la gran suerte de doña Claudia. ¡Tales magnificencias traía el indiano!
Y la envidia sustituyó a la lástima.
¡Bien se podía aguardar y sufrir, a trueque...!
Sólo ella misma sabía por qué su espíritu
andaba más acongojado todavía que antes... Era que echaba de menos una voz y
una canción.
«La ilustración española y americana», núm. 21, 1909
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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