La
gente rutinaria que piensa por patrón, medida y compás, suele imaginarse a los
Papas como a unos hombres abstraídos, formalotes, serios, encorvados y
agobiados, a manera de cariátides bajo el peso de la Cristiandad entera que
gravita sobre sus espaldas; hombres, en fin, que se pasan la vida en la actitud
hierática de sus retratos, juntando las palmas para orar o extendiendo la
diestra para bendecir. Y la verdad es que los Papas, cuya virtud, de puro
grande, presenta caracteres infantiles, son personas de festivo humor, de
angelical alegría, de ingenio salado, que gustan de ejercitar en la intimidad,
y no por acercarse a santos se creen obligados a mantenerse rígidos y tiesos,
lo mismo que si se hubiesen tragado un molinillo, ni a estarse con la boca
abierta para que se les cuelen dentro las moscas.
Los
Papas ven, ¡y desde una legua!; sienten crecer la hierba, ¡y con qué finura!;
lo observan todo, ¡con cuánta penetración!, y se ríen, ¡con qué humana y discreta
risa!
¿Y
por qué no se habían de reír?, pregunto yo. En verdad os digo, hermanos, que la
seriedad y la formalidad sistemáticas son condiciones distintivas del borrico.
Se dan casos de que asomen lágrimas a los ojos de los irracionales; nunca se ha
visto que la luz de la risa alumbre su faz cerrada e inmóvil. La risa es la
razón, la risa es el alma.
No
creáis, sin embargo, que el reír papal se parece a esa carcajada descompuesta,
bárbara y convulsiva, que se manifiesta en grotescas gesticulaciones, obligando
a apretarse con las manos el hipocondrio, a descuadernarse las costillas y a
desencajarse las mandíbulas. La risa de los Papas apenas rebasa algún tanto los
límites de la sonrisa; pero notad que la sonrisa propiamente dicha suele ser
melancólica; y desde que se convierte en risa, o manifiesta únicamente el
contento o la fina sal de la malicia observadora.
La
melancolía tiene un dejo de amargura, misantropía, aburrimiento y pesimismo. Y
como los Papas, rodeados de tanto amor, asistidos por el espíritu de caridad,
no son nunca amargos ni misántropos, y los cercan demasiadas ocupaciones para
que les sobre tiempo de aburrirse, de ahí que no conozcan la melancolía, ese
infecundo amargor psíquico, destilado en nosotros por la doble hiel de nuestro
hígado y de nuestras decepciones. Como, por otra parte los Papas son gente de
talento, de altísima posición, conocedores de la sociedad, depósito y arca de
experiencia, su templada risa encierra la suma filosofía de la vida mundanal.
Estas
observaciones referentes a los Papas me las sugiere la anécdota que voy a
referir, y que cuenta ya bastantes años de fecha, pues no ocurrió en el actual
Pontificado, sino en otro, cuando la soberanía pontificia se encontraba en todo
su auge y esplendor.
El
excelentísimo señor don Inocencio Pavón, nacido en Asturias y recriado en
Madrid, a la sombra de las alas de un conspicuo personaje moderado, había
obtenido, después de varios tumbos por el mundo oficinesco y oficial español y
mediante influencias y gestiones que no nos importan un bledo, asumir en la Corte pontificia la
representación de tres o cuatro repúblicas hispanoamericanas de las más chicas
y pobres, y de las más nacientes e informes en aquel período.
Con
esto, el señor Pavón se tenía por tan embajador como el más pintado. Y no le
hablasen a él de que ningún hombre nacido le ganase la palma en embajadear. A
los individuos del cuerpo consular los miraba desdeñoso y compadecido, y
aspiraba a no tratarse, a no alternar ni cruzar palabra sino con los
plenipotenciarios de las grandes potencias. Desgraciadamente, estos señores
gastaban unos hombros tan altos, una cara tan seria y acartonada, unas patillas
tan dignas y simétricas, unos bigotes tan peinados y correctos y una mirada tan
distraída, que era cosa de jurar que ni veían al resto de la Humanidad que no
desempeña Embajadas.
La
tiesura del embajador británico; la aristocrática impertinencia del austríaco;
las formas confianzudas pero protectoras y humillantes del español; la
desembozada grosería del francés, teníalas nuestro Pavón sentadas en la boca
del estómago, y no había cataplasma que se las quitase. Al mismo tiempo las
estudiaba como se estudia un arte para aplicar a los inferiores, cuando le
tocaba su vez, tantos modos de desdeñar y de darse tono diplomáticamente.
Había
que ver a Pavón cuando, revestido de un uniforme de capricho, elegido entre
varios modelos, a cual más bordado y recamado, asistía a las recepciones en la
logia vaticana, o acudía a las privadas audiencias que a cada triquitraque
acostumbraba demandar al Pontífice. No le faltaban nunca pretextos para dar
jaqueca al Papa. Como las republiquitas que representaba Pavón estaban en vías
de constituirse, y siempre andaban engarfiadas por asunto de límites, fronteras
y territorios, sucedía que hoy, verbigracia, acudiese Pavón a exponer las
quejas de una república, y mañana a esforzar argumentos contrarios en favor de
su rival. Todo ejecutado con la imparcialidad más estricta y la solemnidad más
profunda, sin que el Papa se diese nunca por entendido de que Pavón le estaba
diciendo y rogando lo contrario de lo que la víspera le dijera y rogara.
También
solía Pavón llevar a la Cámara
pontificia cuestiones de fuero y organización eclesiástica, distribución de
parroquias, provisión de sedes episcopales y otras del mismo jaez.
Para
semejantes casos tenía Pavón estudiadas y aprendidas al dedillo ciertas
fórmulas oratorias y muy sonoras e imponentes, como si de legua arriba o legua
abajo de un obispado in pártibus, o de una parroquia más o menos en el valle de
Pachacamac, dependiese la solución de algún conflicto internacional muy
peliagudo, o la salvación del orbe cristiano.
-Reclamo
toda la atención de Su Santidad y la del señor cardenal secretario de Estado
acerca de este punto arduo y delicadísimo... El problema que me trae a vuestros
pies, Padre Santísimo, es de aquéllos que sólo una prudencia exquisita resuelve
de un modo satisfactorio... Hoy nos toca dilucidar materias altamente
importantes...
A
cada uno de estos delicadísimos asuntos que arreglaba diciendo por fin amén, y
accediendo completamente a las indicaciones del Vicario de Cristo, Pavón que ya
poseía todas las cruces españolas, era agraciado con alguna orden o
condecoración pontificia. Sin embargo, como el número de éstas no es infinito,
fueron agotándose, y finalmente, se concluyeron. Al presentarse una ocasión
nueva de recompensar los servicios, el celo y la diplomacia de Pavón, el
cardenal secretario de Estado hubo de preguntar al Papa:
-Santidad,
yo no sé qué vamos a ofrecer a este benedetto Pavón, porque él se
eterniza en su puesto. Lleva en Roma cinco años, y no le falta ninguna
distinción, cruz o cinta. Padre Santo, ¿qué le daríamos?
-Queda
de mi cuenta. Yo discurriré lo que se le ha de dar -contestó tranquilamente el
Sumo Pontífice.
En
efecto: la primera vez que se apareció Pavón por el Vaticano a presentar sus
respetos al Papa, éste, llamándole con afectuosa familiaridad al hueco de una
inmensa ventana que domina los Jardines deliciosos donde hoy León XIII tiende
redes a los pájaros, sacó del bolsillo una cajita, y de la cajita preciosa
tabaquera de oro. Ligero círculo de brillantes rodeaba la tapa, haciendo
resaltar el primoroso esmalte de la miniatura en que sonreía la cara bondadosa
y plácida del Pontífice.
El
Papa estaba lo que se dice hablando. Las perfectas facciones de su rostro,
pintiparadas para una medalla; su frente nítida, que destellaba inteligencia;
los mechones argentados del cabello, escapándose de la suave presión del
solideo blanco, los ojos reidores, benévolos, con su toquecillo malicioso allá
en el fondo de las niñas; hasta los armiños y el terciopelo rojo de la muceta,
todo resaltaba en la obra de arte. La cual, aparte de valer un tesoro por su
mérito intrínseco, suponía como regalo la más cortés y exquisita atención,
porque nada agradaba tanto a Su Santidad como absorber una pulgarada de tabaco
fino, y se refería que en cierta ocasión, habiendo ofrecido un polvo de rapé a
un cardenal, y contestándole éste que «no tenía semejante vicio», el Papa hubo
de replicar:
¿Qué
mayor obsequio de parte del Papa que una tabaquera? Pavón se confundió y
deshizo en expresiones de gratitud, y en protestas de su indignidad para
merecer favor semejante.
-¡Descontento!
¡Ah, «Santità»! ¿Cómo descontento? ¡Pues si está loco, trastornado; si
no sabe lo que le pasa! De tal manera le ha sorbido el seso y aturrullado la
nueva distinción, que ha llegado al extremo...
Más
luminosa y jovial que nunca retozó la sonrisa del Papa sobre sus correctas
facciones, prestando brillo singular a sus claros y áureos ojos.
-¡La
cinta para colgarla! -repitió-. Dio! E molto semplice! No había más que
responderle...: «color de tabaco».
El
secretario de Estado, sin poderse reprimir, lanzó una carcajada suave y
melodiosa, que brotó de entre sus blancos dientes como el agua de una fontana
de mármol antiguo.
Tampoco
el cardenal secretario era capaz de reírse con espasmos brutales ni más ni
menos que un gañán, y su fina risa armonizaba bien con su tipo prelacial,
pulcro y elegante, su sotana divinamente cortada y airosamente ceñida por la
faja de seda roja, su pie largo y calzado al primor, su fisionomía sagaz y
melosa de diplomático italiano.
Pasado
aquel minuto de broma, el Papa y el secretario se consagraron al despacho de
graves asuntos, y no se habló más de Pavón ni de su tabaquera.
Pero
el primer día de recepción solemne en el Vaticano, el cardenal y el Pontífice
cruzaron una ojeada rápida, vivísima, viendo entrar al señor don Inocencio todo
resplandeciente de cruces, estrellas y placas. Su pecho era un calvario, y
deslumbraba por su magnificencia. Y entre tanto colgajo y brillete, uno sobre
todo atraía la atención, la curiosidad y acaso la envidia de los circunstantes
sorprendidos e ignorando qué significaba aquella condecoración novísima.
Era
-pendiente de ancha cinta de seda color tabaco maduro- la caja de rapé del
Papa, cegando la vista con su círculo de brillantes, y ostentando en su centro
la hermosa cabeza pontificia.
Mal
conocería el Vaticano quien tal pensase. El Vaticano es la discreción y la
sobriedad misma. Si se perdiesen las buenas tradiciones y los selectos moldes
de la diplomacia y la cortesanía, volverían a encontrarse en el Vaticano. Allí
no se conciben guasas pesadas, indicio evidente de pésimo gusto y de rústica
educación, ni se concede a las humanas flaquezas, previstas, adivinadas y
absueltas de antemano, mayor atención que la de un discreto cuchicheo. El que
quiera aprender tacto y mundología, al Vaticano debe acudir para que lo
descortecen con el ejemplo. Si los clérigos zafios y los fanáticos radicales de
nuestros partidos extremos fuesen capaces de suavizarse, en el Vaticano se
cumpliría milagro tan asombroso.
A
los pocos meses de haberse presentado Pavón con su tabaquera colgada, se
ofreció nuevamente el caso de tener que recompensar de algún modo sus servicios.
De esta vez, el cardenal secretario manifestó al Papa que él, por su parte,
renunciaba a discurrir lo que podría Su Santidad ofrecer a Pavón. El Papa, con
su habitual serenidad, anunció que se disponía a enviar sin tardanza alguna a
casa de don Inocencio una pequeña muestra de su gratitud y del aprecio en que
tenía su celo y actividad en pro de la Santa Sede.
Muerto
de curiosidad andaba el secretario de Estado por averiguar en qué consistía la
pontificia dádiva; pero el Papa, con picardía de chiquillo y reserva de
soberano, cerraba su boca o desviaba la conversación al traerla el cardenal
hacia ese punto. Sólo pudieron sacarle unas palabras:
Por
fin, el cardenal, intrigadísimo, se resolvió a hacer a Pavón una visita en toda
regla a ver si lograba esclarecer el misterio. Y apenas entró en la sala,
cuando distinguió un objeto, que indudablemente era el regalo pontificio.
Aquella
inmensa consola, con acanaladas y doradas patas al estilo del Imperio de
Bonaparte; con su inmenso tablero de mosaico, donde se desplegaban en
semicírculo el Panteón, el Coliseo, la columnata de Berinio, el Acqua Paola, la Mole Adriana y demás
monumentos universalmente célebres de Roma, era, claro está, la fineza ideada
por el Vicario de Cristo para que a Pavón no se le ocurriese colgársela del
pescuezo.
-Padre
Santo, he tenido el gusto de admirar el presente que Vuestra Santidad ha
ofrecido al signor Pavone. Bella cosa. Sólo que esta vez no me ha
preguntado el color de la cinta.
-Pues
si pregunta, no hay que asombrarse ni aturdirse, sino responder que es color de
cable -advirtió benignamente el augusto anciano, que con su níveo traje, y el
sonrosado color de sus mejillas, y la irradiación casi lumínica de su rostro,
parecía un arcángel volando por encima de las miserias terrenales y las
pequeñeces de la vanidad.
«La España Moderna »,
tomo IX, 1890. Recogido en Cuentos escogidos. Arco Iris.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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