El
café, servido en las tacillas de plata, exhalaba tónicos efluvios; los criados,
después de servirlo, se habían retirado discretamente; el marqués encendió un
habano, se puso chartreuse y preguntó a boca de jarro al catedrático de
Economía política, ocupado en aumentar la dosis de azúcar de su taza:
Alzó
el catedrático la cabeza, y en tono reposado y majestuoso, moviendo con la
sobredorada cucharilla los terrones impregnados ya, dijo con expresivo
fruncimiento de labios y pronunciando medianamente la frase inglesa:
-Moral
restraint... ¡Desastroso, funesto para la vida de las naciones! Error
viejo, ya desacreditado... Pregúntele usted al señor Samaniego de Quirós, que
tan dignamente representa a la república de Nueva Sevilla, si está conforme con
Malthus y su escuela.
-Distingo
-contestó el ministro americano, deteniendo la taza de café a la altura de la
boca, por cortesía de responder sin tardanza. Soy partidario en Europa y
enemigo en América. Nosotros poseemos una extensión enorme de tierra
fertilísima, y hemos cubierto el territorio de ferrocarriles y salpicado el
litoral de magníficos puertos; ahora sólo nos faltan brazos que beneficien esa
riqueza, y nos convendría que el tecolote, o lechuza sagrada, que en
nuestra mitología indiana estaba encargada de derramar los gérmenes humanos
sobre el planeta, nos sembrase un hombre detrás de cada mata, para convertir en
Paraíso terrenal cultivado lo que ya es paraíso, pero inculto.
-No
les hacía a ustedes la pregunta sin intríngulis -advirtió el marqués-. Quería
saber su opinión para formar la mía respecto a una mujer que fue condenada a
cadena perpetua y que yo no he llegado a convencerme de si era la mayor
criminal o la más desdichada criatura del mundo.
-Pues
¿qué hizo esa mujer? -preguntaron a la vez y con el interés que siempre
despierta el anuncio de un drama todos los convidados del marqués, apiñándose
alrededor de la mesilla cargada con el cincelado servicio de café y las
botellas de licores color topacio.
-Lo
habrán ustedes leído quizá en los periódicos; pero esas noticias telegráficas,
en estilo cortado, se olvidan al día siguiente, a no ser que, como a mí,
produzcan impresión tan profunda que luego se quiera averiguar detalles y que,
averiguados, quede fija en el alma la terrible historia en forma de problema,
de remordimiento y de duda. La van ustedes a oír..., y si la sabían ya, me lo
dicen, y también lo que piensan de ella, a ver si me ilumina su ilustrado parecer.
En
uno de los barrios más destartalados y miserables de este Madrid, donde se
cobija tanta miseria, ocupó un mal zaquizamí una pareja de pobretes; él, obrero
gasista; ella, hija del arroyo. El marido trabajó algún tiempo... regular; en
fin, que comían casi siempre o poco menos. Vinieron los chiquillos, más espesos
que las hogazas; hizo falta trabajar firme, pero el hombre flojeó, mientras la
mujer se agotaba lactando. La historia eterna, reproducida a cientos de miles
de ejemplares: un poco de fatiga y desaliento trae la holganza; la holganza
llama por la bebida; la bebida, por el hambre; el hambre, por las quimeras; de
las quimeras se engendran la riña y la separación. El obrero, una noche
abandonó el tugurio, soltando blasfemias y maldiciendo de su estrella
condenada, porque, según él, quien se casa es un bruto; quien tiene hijos, dos
brutos, y quien los mantiene, tres brutos y medio, y jurando que cuando él
volviese a aportar por semejante leonera habría criado pelos la rana.
Allí
se quedó sola la mujer, con los cinco vástagos, la mayor de diez años, de once
meses el menor. Buscó labor, pero no la encontró, porque no podía apartarse de
los niños y, en especial, del que criaba, ni se improvisan de la noche a la
mañana casas donde admitan a una asistenta o una lavandera desconocida,
famélica, hecha un andrajo, con un marido borrachín y de malas pulgas. El único
trabajo que le salió, como ella decía, fue recoger huesos, trapos y
estiércol en las carreteras; gracias a este arbitrio se ganaba un día con otro
sus tres o cuatro perros grandes.
Vino
un invierno lluvioso y muy crudo, y el recurso faltó, porque la lluvia es la
enemiga del trapero; le hace papilla la mercancía. Transcurrió una
semana, y en ella empezaron a debilitarse de necesidad los niños. La madre
andaba escasa de leche; el crío lloraba la noche entera, tirando del pecho
flojo. El panadero, a quien se le debían ya dieciséis pesetas, se cerró a la
banda, negándose a fiar. La
Sociedad de San Vicente dio unos bonos, y comidos los bonos,
el hambre y el desabrigo volvieron. La mujer salió de su casa una tarde
-víspera, por cierto, de Reyes- y vendió su única joya, una chivita blanca, muy
hermosa, por la cual sacó algunos reales. Fuese a la plaza Mayor, compró unos
Reyes Magos, preciosos, a caballo, con su estrella y su portalillo; además
atestó los bolsillos de piñonate y se echó una botella de vino bajo el brazo.
Llevó pan, garbanzos, tocino; llegó a su casa; puso el puchero, y los niños,
locos de alegría, después de jugar mucho con los Santos Reyes, comieron olla y
golosinas, y se acostaron atiborrados, y se durmieron al punto. La madre
también comió y bebió vino a placer. Con el alimento y el arganda sintió que
subía la leche a su seno: se desabrochó y dio un solemne hartazgo al
pequeñillo. Así que le vio tan lleno que cerraba los ojos, le metió de firme el
pulgar por el cuello, asfixiándole.
Se
llegó luego al mal jergón donde juntos dormían la niña de tres años, el niño de
seis y el de nueve. A la de tres le apretó el graznate hasta dejarla en el
sitio. Al de seis, igual. Pero el mayorcito se despertó, y sintiendo las manos
de su madre en el pescuezo, se defendió como un fierecilla. Mordía, saltaba,
pateaba, no quería morir; la madre consiguió batirle la cabeza contra la pared
y así aturdido, ahogarle.
Volvióse
entonces y vio a la niña mayor, de diez años, incorporada en su jergón, con los
ojos dilatados de horror y las manos cruzadas, chillando, pidiendo
misericordia. Tenía aún sobre la almohada las figuritas de los Santos Reyes.
«Paloma -dijo la madre, acercándose, tu padre se ha largado, a tus hermanitos
los he despachado, y yo llevaré el mismo camino en seguida, porque no puedo más
con la carga. ¿Te quieres tú quedar sola en este amargo mundo?»
Y
la chiquilla, convencida, alargó el pescuezo y se dejó estrangular sin
defenderse; como que, muerta, tenía una expresión dulce y casi feliz.
Cubrió
la madre a las cinco criaturas con unos trapos y las mantas, encendió el
anafre, cerró las ventanas, se tendió en la cama y esperó.
Los
vecinos habían oído gritar al chico y a la niña. Percibieron tufo de carbón,
recelaron y rompieron la puerta. La madre se salvó de morir; la llevaron a la
cárcel entre una multitud que la amenazaba y maldecía; la juzgaron, y en la
duda de si era fingido o no era fingido el suicidio, ni se atrevieron a
enviarla al palo ni a absolverla. Lo que hicieron fue sentenciarla a cadena
perpetua.
Al
pronto, nadie comentó la historia del marqués, tan impropia de un amo de casa
que obsequia a sus amigos. Por fin, el catedrático de Economía murmuró
sentenciosamente:
-No
veo clara la conducta de esa mujer. ¿Por qué no ahorró los dineros producto de
la venta de la cabra, en vez de malgastarlos en figuritas de Reyes y estrellas
de talco? Con esos cuartos vivían una semana lo menos. El pobre es imprevisor.
¡Ah, si pudiésemos infundirle la virtud del ahorro! ¡Qué elemento de
prosperidad para las naciones latinas!
-¡Qué
remedio! -exclamó el interrogado, presentando las suelas de las botas al
calorcillo de la chimenea.
«El Liberal», 16 de enero de 1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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