Hacía tiempo -muchos
meses- que no le veía yo por ninguna parte: ni en la calle, ni en el Casino de la Amistad , ni en la Pecera , ni siquiera en la
barriada nueva que se está construyendo. Porque Santos Bueno es de los que
tienen afición a ver edificar y gustan de plantarse delante de los andamios con
las manos a la espalda, diciendo sentenciosamente: «Estas sí que son vigas de
recibo; no pandarán».
Extrañando
tan largo eclipse, temiendo que Santos Bueno estuviese enfermo de cuidado,
resolví buscarle en su casa, donde le encontré entregado a sus habituales
tareas, apacible y afable como de costumbre.
-No,
señor...; ¡no, señor! -respondió sonriendo Santos-. Si yo salgo y me paseo. No
parece sino que vivo encerrado.
Adiviné
que bajo la teoría de las ventajas del escondite se ocultaba alguna crisis
dolorosa de la vida de Santos Bueno.
Yo
creía conocerle, y además sabía su historia y sus aspiraciones, como se saben
en un pueblo pequeño las de cada hijo de vecino. Santos Bueno era un burgués
modesto, sin grandes aspiraciones; ni pobre ni rico, poseía un capitalito,
producto de la afortunada venta de unos bienes patrimoniales, lindantes con el
prado de un indianete, que por tal circunstancia los había pagado a peso de
oro.
Con
estos caudales, Santos proyectaba realizar un sueño ya muy antiguo: construirse
en las afueras de la ciudad una casita que tuviese jardín y vivir en ella sin
emociones, pero sin desazones, cultivando legumbres y rosas. Es de advertir que
la casita con jardín es la bella ilusión de los marinedinos.
No
sé por qué se me vino a la imaginación que con aquellos dineros podrían
relacionarse la actitud y el retraimiento de Santos, y movido de una curiosidad
compasiva, le interrogué:
-¿Y
esa casita, ese chalet, cuándo lo empezamos? ¿Me convida usted a café en el
jardín para el día de su santo del año que viene?
Demudóse
el rostro de Santos, y hasta se me figuró que en sus ojos temblaba el reflejo
cristalino que indica que se humedecen...
-No,
le advierto a usted que es persona que goza de excelente fama... Para ser
franco: mi ánimo no era prestar, ni a ese ni a nadie. Me cogió desprevenido: no
pude negarme; a él le constaba que tenía yo fondos. Vi un padre de familia en
aprieto, en compromiso, en vergüenza..., me prometió amortizar cada mes... ¡En
fin, que no tengo el corazón de bronce!
-Y
usted, después de haber hecho esa obra benéfica y desinteresada, ¿por que se
esconde? Eso si que quisiera saberlo.
-Le
diré... Son tonterías de mi carácter... ¡Rarezas...! Es que, hace algún tiempo,
me encontré en la calle a mi deudor y le pedí..., vamos, con muy buenos
modos..., que empezase a amortizar... lo que pudiese..., nada más que lo que
pudiese... Y me contestó de una manera...; en fin, que me negó lo prometido, y
casi, casi, me negó la deuda misma... Y desde entonces no salgo a la calle...,
porque si me lo encuentro, me dará vergüenza y tendré que hacer como si no le
viese. Sí, vergüenza... Porque es fea su acción, ¿verdad?
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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