He aquí la relación que hizo el viudo -uno de los
poquísimos inconsolables que se encuentran:
De Águeda Salas corría un rumor: que no se casaría
jamás, y que si por caso improbable
llegase a encontrar
marido, sería infinitamente des-graciada,
abandonada al día siguiente.
Quien la viese en la calle o en el teatro no se
explicaría estas voces. ¿Por qué había de ser incasable Guedita? Mire usted
este retrato: conmigo lo llevo siempre. Me parece que es toda una hermosa
mujer, y que no me ciega la pasión. Ahí no ve usted sino las facciones: falta
el color, lo más notable que tenía.
Los ojos eran
verdes y claros como el agua del mar en
los huecos de las peñas, el pelo castaño y con resplandores rubios y la tez tan
fina y tan blanca, que no he visto otra como ella. Lo
más particular era
la oposición que hacían en aquella blanca piel los labios
acarminados, de un color de sangre viva, que, según las malas lenguas, se debía
a la pintura.
Y no se debía: ¡me consta!
En la calle, por las aceras de Recoletos y el pinar
de Alcalá, seguía a Guedita infinidad de moscones. Eso
también es positivo:
como que lo presencié. Y me extrañó, porque recordaba lo que decían de
ella. Entonces empecé a fijarme, a seguirla yo, sin darle importancia a la
cosa, por todos
los sitios públicos,
y a enterarme de
sus condiciones. Los
informes redoblaron mi curiosidad:
se desprendía de ellos que Guedita, lejos de ser
incansable, reunía todas las condiciones que facilitan la colocación de una
muchacha. Sin que descendiese de la pata del Cid, era de familia estimadísima;
sin contarse entre las millonarias, tenía
suficiente hacienda, heredada
ya de su madre, y para más ventaja, sólo un
hermano, que seguía la carrera de Marina, y que sería cuñado poco
molesto. A mí,
personal-mente esto no me hubiese decidido: si algo me arrastró, fue el
contraste entre tales noticias y las profecías contra Águeda.
Nadie las razonaba: todo se volvía meneos de cabeza,
gestos, cuchicheos de amigas entre sí... Y me entró una indignación, que todavía
no se me ha quitado, y murmuré para mis adentros: "Me parece, me parece
que se casa Guedita."
Yo no la trataba aún; no me habían presentado a
ella. Me advirtieron, y en esto acertaban,
que sería difícil
la presentación, porque Águeda evitaba concurrir a reuniones,
lo cual acabó de
ganar mis simpatías;
yo soy también peña y retraído,
tengo contados amigos y solo me complazco en la intimidad. Pero, en el teatro,
mis miradas no se apartaban del palco de Águeda y después de una campaña de
gemelos se me figuró que correspon-día con mirar dulce, furtivo y triste.
Ya
decidido, y más
interesado de lo que
creía, quise, sin
embargo, antes de
dar un paso que me comprometiese,
adoptar precauciones que aconsejaba la prudencia. Llamé a capítulo a un
pariente mío, persona seria, le confesé mi inclinación y le pedí consejo.
-Te
ruego -le dije-
que no me
ocultes la verdad, si es que la
conoces; y si no, que la averigües, porque a mí no me la han de describir;
todos me embroman con Águeda ya. Si hay en
su breve pasado, en su familia, una de esas manchas de honor...
-No -me respondió
el interrogado. Nada de
manchas ni de
deshon-ras. La causa
de esas profecías sobre el casamiento de Águeda es dife-rente,
muy prosaica y
muy vulgar.
¿Cómo te lo explicaré, que no hiera tu entusiasmo?
¿No has oído tú comparar a las mujeres con las flores? ¿No has oído repetir que
es una inferioridad en el pensamiento y en la camelia carecer de aroma? ¿Qué te
parecería una flor que en vez de despedir gratas emanaciones o ser buenamente
inodora, exhalase...?
-¡Basta!-exclamé
con repugnancia, sublevado, a punto de pegarle. ¡Eso es una
invención ridícula, una patraña burda! Sin haberme acercado a ella jamás,
sostengo que quien tal dice miente por la gola, y poco he de tardar en
desmentirlos autorizadamente.
-Ya sabía yo -repuso él- que es tonto contarle
verdades a un enamorado. Y sardónico añadió:
-Acércate...
Me acerqué; conseguí
ser presentado a Guedita en casa de unas señoras que
recibían por la tarde, en confianza, a dos o tres personas. El temor de perder
mi ilusión me hacía latir el pecho.
Temblaba al aproximarme.
Temblaba
con tanto mayor
motivo, cuanto que una de las
dueñas de la casa me había dicho por lo bajo:
-Aunque note usted la desgracia de la pobrecita, no
lo deje ver. ¡Le da tanta pena!
Momentos
después... me había
cerciorado de lo embustero, de lo pérfido que es el mundo. Momentos después...
una furiosa rabia retostaba mi sangre, y hubiese dado algo bueno por coger del
pescuezo a los calumniadores, juntos en haz, y retorcerlos, como quien retuerce
un puñado de paja antes de pegarle fuego.
¡Si yo estaba
seguro! ¡Si lo
juraba, que la boca bermeja, tan pequeña y bonita, con sus dientes de
piñón mondado, no exhalaba, no podría exhalar más que un hálito fragante como
la brisa que pasa sobre jardines... y
que no es
más pura el
agua reposada en cristal!
Lo
demás... se adivina.
Nuestros amores fueron breves y
muy intensos. Ella no cesaba de
preguntarme: "Pero ¿de
veras me quieres?", porque sin duda la calumnia
le había quitado toda esperanza de inspirar amor. Como ningún
obstáculo se oponía
a nuestros deseos, nos casamos en
un relámpago, y por voluntad expresa de la novia se hizo la boda sin ruido, y
nos fuimos a disfrutar la luna de miel a mi hacienda de Córdoba, resueltos, si
nos encontrábamos bien,
a prolongar la estancia. Y
tan bien, tan
divina-mente nos encontramos, que allí pasamos los tres años
felices de mi vida; los tres años tejidos de ventura, en
los cuales, si
los ángeles envidian, pudieron envidiarnos. Siempre que
yo le proponía a Guedita volver a Madrid o emprender algún viaje
que la distrajese,
infaliblemente me respondía:
-No se debe nunca variar cuando se está a
gusto. Es tentar
a la mala
suerte. Déjame que viva y
respire...
¡Razón tenía! A los tres años corridos, su salud
decayó. No podía comer: un fuego interior
la consumía. Llamamos
a un médico ilustre, que la conocía y la atendía
desde niña. Cuando le pedí que me sacase de dudas, me encargó valor y me
sentenció así:
-Durará más o menos, pero esperanza no hay.
Y como yo no quisiese conformarme y me entregase a
conjeturas -lo de siempre, lo natural cuando queremos de veras, agregó el
doctor:
-El mal lo
lleva desde hace
tiempo en la masa de la sangre... El síntoma es la
fetidez.
-¿Dónde está ese síntoma? -exclamé. Su boca respira
esencia de claveles y azahares.
-¿Habla usted en serio? -balbuceó, asombrado, el
doctor. Pues si yo iba a darle a usted algún preservativo, para que pudiese soportar...
Porque ahora, con el padecimiento...
-¿Que si hablo en serio? Águeda tiene y ha tenido
siempre un ramillete en los labios.
El médico, después de mirarme un instante fijamente,
me pidió permiso, me examinó los oídos, la cara, el paladar, y habló no sé qué
de obstrucción, de
oclusión, para sacar
en limpio que, por efecto de algunos catarros tenaces, que
en efecto, yo
había sufrido, uno de los sentidos corporales no ejercía sus
funciones.
Y el viudo añadió melancólicamente:
-Después... han vuelto a reconocerme varios médicos,
y todos conformes
con el diagnóstico del primer doctor. Pero ¿sabe
usted lo que no han
conseguido explicarme? Que yo
careciese de un
sentido..., bueno... Que
por esa carencia no notase lo que el resto de la humanidad notaba... corriente.
Lo incomprensible es que, privado de ese sentido, percibiese y
siga percibiendo, cuando
me acuerdo de Guedita, aquel
aroma mezclado de clavel y de azahar...
¡Ningún médico lo acierta! ¡Ninguno!
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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