El
ilustre sabio Marín Pujol vivía persuadido de que su existencia era sumamente
útil a la Humanidad.
Esta persuasión siempre es grata, siempre contribuye a que
nos reclinemos satisfechos en la almohada, y a que la comida siente bien. Marín
Pujol, en nombre de la ciencia, se reconocía digno de los encomios de sus
admiradores y de las distinciones del Gobierno.
Esta
ciencia de Marín Pujol no hay que decir que era la legítima, la auténtica, la
que sólo admite por base del conocimiento el hecho y el dato experimental.
Fuera de los hechos y los datos, todo vana palabrería, afirmaciones gratuitas,
castillos en el aire y quimeras forjadas para engañar a la pobre gente incauta
y crédula. De la teología, ni aun se tomaba el trabajo de hablar Marín Pujol; y
profesaba tirria mayor a la metafísica, que calificaba de paparrucha insigne.
Como Marín Pujol era frío y flemático, no se indignaba abiertamente con los que
incurrían en la debilidad de filosofar y de inquirir si en el mundo hay algo
más que aparentes evoluciones de una quisicosa llamada fuerza al través de la
materia; pero inspirábanle los ilusos tranquilo desprecio y los consideraba
cerebros endebles y sin jugo, algo que, intelectualmente, es análogo al niño o
a la mujer. Ciertas declamaciones de ciertos individuos contra el materialismo
y el positivismo, declamaciones que Marín Pujol graduaba, probablemente no sin
razón, de alharacas hipócritas, habían afianzado el desdén en su espíritu y
remachado en sus labios la negación helada y serena.
Acostumbraba
el sabio salir al campo los domingos para disfrutar del buen olor de las
carrascas y tomillares, y hacer su poquillo de geología. Unas veces iba
enteramente solo; otras, acompañado de tres amigos de su mismo humor y
aficiones. No les brindaba grandes atractivos la escueta Naturaleza castellana,
y, realmente, estas excursiones eran un medio de contrarrestar la pésima
influencia de una semana entera pasada en el gabinete, en el laboratorio o en
la clínica, leyendo, estudiando y calentándose los cascos. En aquellos días de
asueto les entraban a los sabios arrechuchos de gozo y de pueril travesura,
ocasionados por el sol, el aire libre y puro, los incidentes del corto viaje,
el hambre canina que se despertaba en sus fatigados estómagos y el placer de
una refacción sazonada por la mejor de las salsas, la muy célebre de San
Bernardo. Y era para ellos fiesta verdadera, aunque ninguno oyese misa, la
excursioncilla barata, reanimadora y casi inútil, dígase la verdad, para el
adelanto de la ciencia.
Un
domingo de marzo, radiante y tibio como si fuese de mayo, salieron por el
primer tren Marín Pujol y los tres acostumbrados excursionistas, a saber:
Sánchez Abrojo, el médico; Daura, el químico, y Méndez Arcos, el antropólogo.
En virtud de especiales razones iban aquel domingo los sabios de mejor talante
que nunca. A Marín Pujol acababan de traducirle al sueco su obra predilecta, y
tenía en su poder y llevaba en el bolsillo, para enseñarlo y lucirlo, el primer
ejemplar. Sánchez Abrojo había realizado una operación difícilísima, algo,
dicho profanamente, semejante a calar una cabeza humana lo mismo que quien cala
un melón de Añover, y le rebosaba justa satisfacción por todos los poros del
cuerpo. Daura creía poseer ya la fórmula definitiva para clarificar el vino, y
esperaba de ella gran rendimiento pecuniario; y Méndez Arcos sabía de buena
tinta que sus investigaciones y escritos sobre los establecimientos penales
iban a ser causa de que se construyese una cárcel primorosa, lo que se llama
una cárcel de recreo, con baños, gabinete de lectura y hasta sala de juegos no
prohibidos. Sentían, pues, los cuatro expedicionarios profundamente toda la
hermosura y benignidad del tiempo, y la idea del almuerzo a la sombra de alguna
peña o debajo de una encina, sobre la alfombra de tomillo y cantueso, les
dilataba el espíritu.
Bajáronse
en una estación extraviada, un solitario apartadero, y emprendieron la caminata
comentando festivamente todo lo que veían en el paisaje, que era bien árido y
raso como una tabla. Ya distaban pocos kilómetros de un pueblecillo, y hasta
divisaban el campanario despuntando en el horizonte, pero no querían acercarse,
prefiriendo un cigarro al arrimo de cualquier matorral y descubrir un arroyo,
que no faltaría. De repente, a Daura, que siempre se había preocupado de las
cuestiones prácticas, se le ocurrió una pregunta: «¿Quién había traído el
almuerzo?» Porque en la última expedición se convino que para la próxima le
correspondía a Marín Pujol el suministro de víveres... Y Marín Pujol, dando un
grito de terror muy cómico, exclamó que estaban perdidos: descuido de avisar al
ama de llaves, mala cabeza... Si esperaban comer de lo que él trajese, ya
podían hacerse sobre la barriga una cruz. Al pronto, los sabios lo echaron a
broma. Así experimentarían el ayuno al traspaso de los primeros cristianos, y
se cerciorarían de si Succi era o no era un trapalón. Pero a la media hora
comenzaron a dar punzadas los estómagos y se acordó llegarse en busca de
sustento al lugar.
No
pasaría éste de unas diez o doce casas, agrupadas alrededor de la escueta y
empinada torre de la iglesia. Bajo el sol ya abrasador, aunque primaveral, el
lugar parecía dormido; ni se veía un alma ni se oía una voz; sin duda los
moradores estaban labrando las tierras; y ni rastro de mesón, o venta, o cosa
que lo valiese. Los sabios empezaban a ponerse asaz carilargos, cuando por la
puerta de una corraliza, que cerraba un muro de adobes, vieron asomar medio
cuerpo de una mujer muy arrugada y vieja, pero de semblante bondadoso y expresivo,
que los miraba con marcado interés. Animado por este precedente, Daura, que ya
se caía de necesidad, se resolvió a entrar en la corraliza y decir llanamente a
la anciana que él y sus compañeros tenían hambre y que agradecerían de todas
veras una cazuela de migas o unas sopas de ajo. Y la vieja, guiñando por la
fuerza del sol sus ojos, del color de los búhos, respondió enfática y
solemnemente:
Miráronse
los cuatro sabios: no les había sucedido jamás que por amor de Dios les diesen
cosa alguna; verdad que tampoco ellos habían dado un comino por amor de Dios a
nadie. Pasaron y se sentaron en el mismo corral, en un banco puesto debajo de
una parra sin hojas, pero que entoldaban trozos de pleita raída y sucia. La
vieja se metió en la casa, y pronto un olorcillo consolador y refocilante se
esparció por la atmósfera, anunciando que en la sartén se doraban las migas.
Sin desatender su fritada, la vieja iba y venía, tendiendo un rústico mantel,
presentando toscos vasos de vidrio, trayendo agua, vino y un duro y fementido
queso que pareció excelente a nuestros desfallecidos sabios.
Lo
que les llamaba la atención era que durante estos preparativos, y lo mismo
después, cuando sirvió las migas, que estaban diciendo «comedme»..., la vieja
contemplaba a sus improvisados huéspedes con amor y entusiasmo, ni disimulado
ni reprimido, y parecía caérsele la baba a hilo por la desdentada boca; siendo
tan claras y evidentes las señales de gozo, reverencia y satisfacción de
aquella infeliz, que en un momento en que ella no estaba presente, Marín Pujol
tomó la palabra y dijo a sus socios:
-No
puede ser, queridos amigos, sino que esta buena mujer nos ha conocido y sabe
perfectamente quiénes somos, dándose cuenta, allá a su manera aldeana y
sencilla, de lo que hemos hecho en honor de nuestro siglo y de nuestros
semejantes. No estará en pormenores; ignorará, por ejemplo, que mi gran obra
sobre La transmisión de la energía acaba de ver la luz en Estocolmo
(aquí tengo el ejemplar); no se habrá enterado del reciente triunfo de Sánchez,
ni de las útiles investigaciones de Daura, ni de los trabajos valiosos de
Méndez...; pero a su modo y por instinto nos adivina, y nos rinde homenaje lo
mejor que puede y sabe. Yo creo que la ofenderemos gravemente si le ofrecemos
pagar su obsequio en metálico, y que únicamente una atencioncilla delicada, por
ejemplo, el envío de otro ejemplar de mi traducción...
Aquí
Daura, el más escéptico, soltó carcajada formidable, y como la vieja
reapareciese trayendo un plato de avellanas, se encaró con ella, y en
campechano tono, le preguntó:
-Sí,
señor -contestó ella, con una sonrisa entre picaresca y dulce, que dilató sus
innumerables arrugas. Sé quién son ustés, y Dios los bendiga -añadió, haciendo
ademán de coger, para besarla, la mano de Daura, que la retiró, poniéndose
colorado-. Lo explicaré mal... -prosiguió la vieja; pero ya me entenderán
ustés. Ustés son..., a modo así..., de predicaores, amos, y vienen a estos
pueblos a decirnos algo de Dios, y de la otra vía, y de la gloria, y de lo que
hay que sudar pa ser buenos. ¡Y poco falta que nos hacían ustés! Porque
estamos, como el que dice, con el ojo cerrao, y el alma adormecía, hechos unos
lilailas. ¡Secos estamos como los terrones allá por la canícula! El cura de
este pueblo, la verdá, nunca nos preíca ni nos dice esta boca es mía; despacha
su misa en un soplo..., y callao como un mulo siempre. Aquí no hay conventos,
ni frailes, ni amparo pa el que quiere tratar la salvación. Por eso, cuando los
vi a ustés con esa cara mortificá, y esa ropa negra, y esos libros en la
faltriquera..., un brinco me dio la sangre, y dije entre mí: «Alégrate, Niceta,
que ahí viene el remedio para la sequía... Misioneros tenemos, y ojalá que
caigan en tu casa... «¡Y vean ustés; antes de oírles, solo con verles... ya se
me abrieron las fuentes del corazón, y aquí me tienen ustés llorando como una
boba!... ¡El Señor los bendiga!
Los
sabios tuvieron el buen gusto de no echarse a reír. Daura intentó sacar a la
vieja de su engaño, pero no fue creído, y optó por declararse misionero y
ofrecer un sermón en plazo breve. A pesar de la improvisada comida y del día
espléndido, regresaron cabizbajos y pensativos al tren de la tarde, y Marín
Pujol, tocando a Daura en el codo, señaló la tierra resquebrajada, polvorosa,
morena y dura que no revelaba el estremecimiento de la germinación, y dijo
reflexivamente:
«El Imparcial», 28
enero 1895.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario