Era
esa hora en que, sin espesarse aún las sombras de la noche, se levanta un soplo
frío y se ve ya la luna, como arco pálido, en el oro verdoso de cielo donde se
apagan las últimas claridades solares, cuando encontré al ciego y a la niña que
le sirve de lazarillo sentados en un ribazo del camino, descansando.
Me
interesan, me atraen los mendigos de profesión. Son un resto del pasado; son
tan arcaicos y tan auténticos como un mueble o un esmalte. Van a desaparecer;
se cuentan en el número de lo que la evolución inevitable se prepara a borrar
con el dedo. A la vuelta de una centuria no quedará en la redondez de la tierra
hombre dispuesto a tender la mano a otro. La limosna está desacreditada; el que
puede darla desconfía, ve doquiera lisiados fingidos que esconden millones en
los andrajos; el que puede pedirla va creyendo que tiene derecho a más, a cosa
diferente, que se rebaja, que se deshonra. El altruismo científico desdeña la
caridad. El ciego que hallo en este camino de aldea orlado de madreselvas en
flor que embalsaman, al pie de un castaño, tiene ya para mí algo de la poesía
melancólica del anochecer que envuelve su figura, y al darle unas monedas de
vellón, creo estar realizando un deporte de la Edad Media , a la puerta
de algún reducido santuario, o interrumpiendo el bordado de un tapiz, sentada
en el poyo de alguna fenestra ojival.
Goza
de gran popularidad este ciego. Llámase el tío Amaro, el de la Espadanela , y le
conocen y solicitan en veinte leguas a la redonda para todas las fiestas,
holgorios, bodas y romerías, donde su zanfona y sus cantares son
complemento obligado del regocijo de la gente aldeana. El primer vaso de
clarete y la primera escudilla de caldo, al tío Amaro se destinan. Antaño le
guiaba un rapaz más malo que la rabia, listo como una centella, un pillete
digno de que le incluyese Murillo en su colección de granujas; pero el chico
creció; el rey se dignó reclamarle para su servicio, y como no tenía las
pesetas de la redención, allá se fue a barrer el cuartel, mondar patatas y
desempeñar otros menesteres igualmente marciales y heroicos. En las funciones
de lazarillo del ciego de Espadanela le emplazaba ahora Sidoriña, alias Finafrol,
una abandonada a quien sus padres, al embarcar para Buenos Aires, dejaron en el
puerto, como se deja un trasto ya inútil que no vale el trabajo de izarlo a
bordo. Allí estaba Finafrol, con sus ojos verdes, enigmáticos, de
líquida pupila; su carita retostada por el sol, que es la linterna de los
vagabundos; sus greñas color de cáñamo, que la iluminaban como un nimbo, y los
remiendos de su saya de grana desteñida, y los pies descalzos, encallecidos en
el trajín de caminar a toda hora sobre polvo seco, guijarros y abrojos picones.
-En
la posada de los pobres -contestó naturalmente, con una sonrisa que parecía
significar: «¿Dónde ha de ser?»
Y...
la verdad es que yo no sabía hacia qué parte cae esa posada de los pobres. En
el primer momento creí que era el cielo raso, el diamantino pabellón de
estrellas que Dios extiende gratis sobre el mundo; después calculé que sería
cualquier alpendre, cualquier pajar que los dos mendigos encontrasen. A
estos bergantes, ya se sabe, les viene bien todo; aquí caen, aquí se agarran;
no hay garrapata más mala de desprender que ellos. El cubil ruinoso y hediondo
del cerdo, el tibio establo de la vaca, el hórreo vacío, la choza en
construcción, excelentes para una noche. Los aldeanos, con bastante frecuencia,
en invierno, les permiten acostarse a la vera del hogar, al amor del rescoldo
que se extingue. Las únicas puertas que no se abren para el vagabundo son las
de los ricos... Allí ya no llaman. ¿Para qué?
Mientras
el ciego, creyendo su deber pagar la limosna, se levanta rígido, envuelto en el
capotón mugriento, previene la zanfona, le arranca un melodioso
mosconeo, y entona en ronca voz las más perfiladas coplas de su repertorio de
salutación y alabanza, no ceso de pensar qué será esa posada de los pobres, en
la cual están seguros el viejo y la niña de pasar la noche, que ya cae
derramando cenizosa neblina entre la arboleda y sobre los setos floridos,
cristalizando la tierra con el rocío glacial de los primeros crepúsculos de
otoño. Sidoriña, también en pie, rasca una contra otra dos grandes veneras o
conchas de Santiago, acompañando el canticio del ciego y el zumbido de la zanfona,
y me cuesta trabajo que interrumpan la serenata, porque se consideran obligados
estrictamente a dar, por cada perrilla, una copla lo menos. Así que logro
imponerles silencio, preguntó a Finafrol, acariciando sus guedejas de
cáñamo tosco y enredado:
-¿No
sabe? -exclamó, atónita de mi ignorancia-. Es ahí, en la casa del tío Cachopal.
Ahí en el mismo lugar de Miñobre... Según se baja para la carretera de Areal, a
la orilla del mar... Antes del molino de Breame.
-La
mochacha no esprica -intervino el ciego, sentencioso y solícito-. Esto de la
posada lo hay que espricar, porque los señores del señorío, ¿qué les importa? A
ellos no les hace falta, que tienen sus boenas camas compridas, con sus seis
colchones para la blandura, si cuadra, y sus doce mantas si corre frío, y sus
tres colchas muy riquísimas; pero al pobre que anda a las puertas, conviénele
saber dónde está seguro el tejado y el saco relleno de paja para no se molestar
tanto las costillas. Por el día, al ciego -y se dio un golpe en el esternón- no
le falta una sombra en que remediarse con la caridad que va recogiendo de las
boenas almas; y si, verbo en gracia, no tiene más que unas pataquitas
crudas, tan conforme... ¡Nunca nos falten, Asús y la Virgen ! Finafrol
apaña ramas secas, arma fuego y asa las patatas, o las castañas, o la espiga
tierna, o el tocino rancio, o lo que venga en la alforja, lo que los dinos
caballeros del Señor misericordioso nos quisieron dar... Pero luego escurece,
¡escurece!, y un hombre, aunque se quiera valer con la capa, no se vale, que la
friaje le entra mismo hasta la caña de los huesos. Ahí está la cuenta porque el
ciego -otra puñada que sonó como en olla vacía- siempre reza por el tío
Cachopal y por el alma de sus obligaciones y de su abuelo, ¡que ya en tiempo de
él era allí posada de pobres! ¡Si hacerá para arriba de cien años! Esa casta de
Cachopal es toda así, tan santa, que con la sangre de ellos se pueden componer
medicinas. El abuelo fue quien discurrió que tenían un cobertizo muy grandísimo
y que los pobres podíamos dormir allí ricamente. El ciego -golpe a la zanfona-
lleva ya cincuenta años de pedir por los caminos, y cuando no tiene cama,
¡arriba, a casa de Cachopa! Nos da un saco lleno de paja o de hierba, y la
cena, el caldo caliente... Así hizo su padre, así su abuelo, así hacen él y la
mujer todo el año. Que se junten veinte pobres, que se junten más, no falta el
saco de paja ni el caldo de berzas. Nadie se acuesta con la barriga vacía,
nadie, ni un can. Y con licencia de usía vamos cara allá, ei, Finafrol...,
que ya cai el orvallo; ya será tarde. ¡Santas y boenas noches nos dé Dios! ¡A
la obediencia de usía!
La
chiquilla y el ciego se levantaron, y despacito emprendieron su caminata,
desapareciendo lentamente entre la neblina gris, húmeda, que penetraba de
melancolía el corazón. Esperábalos allí la caridad aldeana, la caridad tosca y
sencilla y alegre de los tiempos medievales, que ni se anuncia en periódicos ni
se premia en sesiones académicas, entre guirnaldas de discursos y derroche de
retórica moral. Oscura y humilde, la familia de cristianos labradores, que
desde hace un siglo da posada al peregrino y de comer al hambriento, no extraña
que no lo sepan sino los que lo necesitan, y tal vez llega a encontrar su único
placer, el interés de su oscura existencia, en la reunión de los andrajosos
dicharacheros, a su manera oportunos, socarrones, expertos, enterados de todas
las noticias. A dos pasos de la civilización, ahí está esa pintada tabla
mística, ese hogar franciscano abierto al mendigo.
«Blanco y Negro», núm.
546, 1901.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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