Siempre que se
trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y
supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y
punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No
obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu
fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una
«coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).
La ocasión más
frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites.
De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa,
alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación,
óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven
precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado
ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido
franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un
episodio de esta índole?
En el último que
presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más
carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos
catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman,
y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del
café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué
directamente:
Y al ver que yo
sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada
de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en
fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando
la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número
fatídico.
-Mis dos amigos
íntimos, los de corazón, eran los dos chicos de Mayoral, de una familia
extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado juntos en el colegio de los
jesuitas, y cuando salimos al mundo, la amistad se estrechó. Llamábanse el
mayor Leoncio y el otro Santiago, y habrá usted visto pocas figuras más
hermosas, pocos muchachos más simpáticos y pocos hermanos que tan
entrañablemente se quisiesen. Huérfanos de padre y madre, y dueños de su
hacienda, no conocían tuyo ni mío: bolsa común, confianza entera y, a pesar de
la diferencia de caracteres (Leoncio, nervioso y vehemente hasta lo sumo, y
Santiago, de un genio igual y pacífico), inalterable armonía. A mí me llamaban,
en broma, su otro hermano, y la gente, a fuerza de vernos unidos, había llegado
a pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.
Apasionados
cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras a las dehesas y cotos que los
Mayoral poseían en la Mancha
y Extremadura, donde hay de cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos
hasta corzos, venados, jabalíes, ginetas y gatos monteses.
Con buen
refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes podencos, hacíamos cada
ojeo y cada batida, que eran el asombro de la comarca. De estas excursiones
resolvimos una, cierto día de San Leoncio. No cabe olvidar la fecha. Nos había
convidado juntos una tía de los de Mayoral, señora discretísima y madre de una
muchacha encantadora, por quien Santiago bebía los vientos. Sutilizando mucho,
creo que esta pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que
sucedió. Ya diré por qué.
Ello es que nos
reunimos en la casa donde, con motivo de la fiesta, había otros varios convidados:
amiguitas de la niña, señores formales, íntimos de la mamá... Y yo, que jamás
contaba entonces los comensales, al pasar al comedor, involuntariamente, me
fijo en los platos... ¡Eramos trece, trece justos!
Ni se me ocurrió
chistar. Por otra parte, no sentía aprensión. Estaríamos a la mitad de la
comida, cuando lo advirtió el ama de la casa, y dijo riéndose «¡Hola! ¡Pues con
el resfriado de Julia, que la impidió venir, nos hemos quedado en la docena del
fraile! No asustarse, señores, que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que
yo, y en todo caso seré la escogida.»
¿Qué habíamos de
hacer? Lo echamos a broma también, y brindamos alegremente porque se
desmintiese el augurio. Y había allí un señor que, presumiendo de gracioso,
dijo con sorna: «Es muy malo comer trece..., cuando solo hay comida para doce.»
A la madrugada
siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La expedición se
presentaba magnífica. La temperatura era, como de mediados de septiembre,
templada y deliciosa. Cada tarde, los zurrones volvían atestados de piezas, y,
para mayor satisfacción, nos habían anunciado que andaban reses por el monte, y
que el primer ojeo nos prometía rico botín. Decidimos que este ojeo principiase
un miércoles por la mañana, y apenas despachadas las migas y el chocolate,
salimos a cabalgar nuestros jacos, que nos esperaban a la puerta, entre el
tropel de las escopetas negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo
tan presentes las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó
mucho la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera vi, apoyada
en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, a una gitana
atezada, escuálida, andrajosa.
Podría tener sus
veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las greñas no la afeasen, no
carecería de cierto salvaje atractivo, porque los ojos brillaban en su faz
cetrina como negros diamantes, los dientes eran piñones mondados, y el talle,
un junco airoso. Los pingajos de su falda apenas cubrían sus desnudos y
delgados tobillos, y al cuello tenía una sarta de vidrio, mezclada con no sé
qué amuletos.
Dije que sus
ojos brillaban, y era cierto. Brillaban de un modo raro, que no supe definir.
Los tenía clavados en Santiago, que, lo repito, era un muchacho arrogante,
rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar y con un pie en
el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro capote hecho de una
manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo verde, y sus altos zahones de
caza, que marcaban la derechura de la pierna, aún parecía más apuesto y
gallardo.
Y a Santiago fue
a quien dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que
gastan ellas, y ofreciéndose a decirle la buenaventura. En aquel, momento,
Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y el contraste con
el de la gitana debió de causarle una impresión de repugnancia hacia ésta;
porque era galante con todas las mujeres y, sin embargo, soltó una frase dura y
hasta cruel, una frase fatal...; yo así lo creo...
-¿Qué buenaventura
vas a darme tú? -exclamó Santiago. ¡Para ti la quisieras! ¡Si tuvieses
ventura, no serías tan fea y tan negra, chiquilla!
La gitana no se
inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que parecía la sombra de un
abismo, y fijándolos de nuevo en Santiago, que estaba a caballo ya, articuló
despacio, con indiferencia atroz y en voz ronca:
-¿No quieres
buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita Dios.... premita
Dios.... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!
Yo no sé con qué
tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de hielo. Leoncio, en especial,
como adoraba en su hermano, se demudó un poco y avanzó hacia la gitana en
actitud amenazadora. Los perros, que conocen tan perfectamente las intenciones
de sus amos, se abalanzaron ladrando con furia. Uno de ellos hincó los dientes
en la pierna desnuda de la mujer, que dio un chillido. Esto bastó para que
Leoncio y yo, y todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y
pensásemos únicamente en salvar a la bruja moza, en riesgo inminente de ser
destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la cabeza la
gitana ya no parecía por allí. Sin duda se había puesto en cobro, aunque nadie
supo por dónde.
-Espere, espere
usted... -murmuré recapacitando. Creo que conozco el final de la historia...
Cuando usted nombró a los Mayoral empezó a trabajar mi cabeza... El nombre «me
sonaba»... Tengo idea de que conozco a los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo
su figura... Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más
grueso... ¿Fue en esa cacería donde...?
-Donde Leoncio,
creyendo disparar a un corzo, mató a Santiago de un balazo en la cabeza
-respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos con involuntaria angustia.
Santiago «volvió tendido»... Perdí a la vez mis dos amigos, porque el matador,
si no enloqueció de repente, como pasa en las novelas y en las comedias, quedó
en un estado de perturbación y de alelamiento que fue creciendo cada día. Y
quizá por olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó, él que era
tan formalillo que hasta le embromábamos, a mil excesos, acabando así de
idiotizarse. Después de saber esta «coincidencia», ¿extrañará usted que me
agrade poco sentarme a una mesa de trece? Por más que quiero dominarme, se me
conoce el miedo... ¡El miedo, sí: hay que llamar a las cosas por su nombre!
-¡La gitana!
¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras! -exclamó Gustavo
sombríamente. Los de esa casta no tienen poso ni paradero... Como dice
Cervantes, a su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la
contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre Santiago, y tratábamos de
impedir que se suicidase el desesperado Leoncio, ya la bruja debía de estar
entre breñas, camino de Huelva o de Portugal.
«El Liberal», 5 septiembre 1897.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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