Al divisar, desde
el tren, de bruces
en la ventanilla, las torres
barrocas de Santa María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa
fluido, el corazón del viajero trepidó con violencia, sus manos se enfriaron.
El tiempo transcurrido desapareció, y
la sensibilidad juvenil resurgió impetuosa.
Eran las torres "únicas" de aquella "única"
iglesia en que el sacristán la había permitido repicar las
campanas, admirar los
nidos de las cigüeñas emigradoras
y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto pasamano, y mirando sin
vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo y luminoso de
la plaza embaldosada,
a cuarenta metros bajo sus pies.
Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de
bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar plantas y robar
flores, y las calles y callejas
tortuosas, los esconces
sombríos de las plazoletas, hasta
las innobles estercoleras, secularmente deshonra-doras de
la tapia del Mercado, le poblaban el alma de
gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades y
regocijos se funden
en armonías de saudades...
Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la
coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose con
la vista los
lugares, anticipando la impresión
infinitamente más fuerte
y honda de la primera cara
conocida... Una de esas caras inconfundibles, distintas de las demás que
andan por el
mundo, ya que
en ella hemos puesto
lo íntimo de
nuestro yo... Caras
de compañeros de juegos y
diabluras, caras de parientes
formales y babodos
que regalan juguetes y
chupandinas, caras de
maestros cuyas reprimendas y
castigos son sonrisas para el adulto, caras de muchachas
graciosas en quienes encarnaron
los primeros ensueños, nada inmateriales, de la
pubertad... Caras, caras... En algunas caras se resume toda vida de hombre.
Y el viajero,
de antemano, saboreaba
el esperado momento... Según
avanzaba hacia el centro
de la ciudad,
cruzado el puente
y transpuesto el barrio de las Fruterías, veía la supuesta, la
fantaseada primera cara conocida que la casualidad iba a depararle, y que le
iluminaba por dentro, como alumbra la luna, embelleciéndolo, un páramo. Miraba
afanoso a derecha e izquierda, a los balcones, a todo transeúnte, registraba
los soportales, de siempre
misteriosa penumbra... Los paletos devolvían
con insolencia la
ojeada; los burgueses, con curiosidad. Una muchacha se le
rió en sus narices, provocándole. A la puerta de la posada detúvose el viajero
para depositar su maleta de mano, y rehusando el desayuno que le ofrecían,
interrogó al mozo:
-¿Sigue al frente de este parador don Saturio, el extremeño? ¿Uno
gordo, cano él?
-No, señor... Esto
es fonda..., y
la dirige una bilbaína.
-Y don Saturio, ¿dónde anda?
-No le puedo decir al señor...
El viajero tomó aprisa el camino de la plaza grande,
puerilmente orgulloso de
saber atajar por callejas imposibles. ¡Si conocería él los andurriales
del pueblo! Iba derecho al café de las Américas, el mejor. De muchacho, le
costaba un triunfo
y era una
calaverada el pasar media horita
en el café de las Américas. Como allí bailaban flamenco, sobre reso-nante
estarivé, unas mozas pintorreadas, de ojos mazados por el vicio, los padres
vedaban a sus hijos que aportasen por semejante perdedero... Y las caras
revocadas de blanquete de las mozas
-¡hacia dónde habrían
rodado ellas!- hubiesen conmovido, en aquel punto, al viajero... ¡Sí; le
hubiesen suscitado emoción pura, romántica!
Allí estaba, sin duda, el local, la puerta y el amplio escaparate...,
pero el vidrio, que antes dejaba
ver las cabezas
de los parroquianos paladeando el negro brebaje,
mostraba ahora filas de sombreros hongos colocados simétricamente, con el
precio fijo en grandes cifras: "12'50; 7'95." Al frente, el rótulo:
La Última Moda. Sombrerería.
El viajero, desconcertado, siguió adelante, en busca de un café, que
no podía faltar... Tuvo que dar la vuelta a media plaza, hasta encontrarlo,
profuso en dorados, decorado con lunas
altas y pinturas chillonas, que el humo del tabaco empezaba a amortiguar.
-La mesa más cerca del vidrio...
Y, desdeñoso del bol humeante, ensopando distraídamente la
tostada embebida de rancia manteca, el viajero esperaba... Era
domingo; las amigas
campanas del Hinojo
llamaban a misa; la gente no tenía más remedio que
pasar por allí;
avizoraría las caras, cuando desfilasen ante él...
Advirtió al mozo:
-Al retirar el servicio del café,
tráigame una botella de Martel y una copa.
Sentía el cuerpo
desazonado; la fría
modorra de las
noches de tren
entumecía sus venas; el café y la
tostada habían caído como plomo en su estómago dispéptico... Se acordaba de sus
luchas, de tanto sudor y fatiga
para juntar un
peto que le
permitiese morir descansadamente
donde había nacido... La felicidad que se prometía estaba en aquel momento representada
por las caras,
las caras en que iba a revivir la
esperanza, la frescura aterciopelada
de los días
en que la
vida no pesa. Temblaba de
contento al pensar en el goce inexplicable y positivo que causan unos rasgos
fisonómicos -no los rasgos de una mujer adorada, ni los venerados del padre o
de la madre, no-; los de varios rostros que, juntos, compendian la sugestión de
la gran sirena del pasado, infinitamente divino...
Mientras él aguardaba, estremecido, pasaban ante el vidrio caras y
caras, joviales, ceñudas, demacradas, rollizas; caras lampiñas y barbudas, caras inteligentes y
bestiales; caras de señoritas
cuajadas en un mohín de pu-dor
pretencioso, caras de
señoritos fumadores que sacan los
labios en gesto de bravata y
chunga... Y el
viajero, dando cuerda
a su energía a puros sorbos de
coñac, no acababa de ver pasar,
risueña, bucles al
viento, su juventud, su propia
juventud ensoñadora...
¡No conocía ninguna, ninguna de aquellas caras que iban desfilando
hacia el pórtico de Santa María del Hinojo, donde hasta los angelotes del
retablo y los rudos santos de las archivoltas le conocían a él!
Al fin le pareció... ¡Sí, era indudable: reconocía varias caras!...
¡Las reconocía... como se reconocen, en las lápidas borrosas por el tiempo e
invadidas por musgos y líquenes, letras un tiempo clara y profundamente incisas
por el cincel! Aquella señora obesa, que caminaba tan despacio, molestada por
el peso de un embarazo tardío,
era..., ¡Santo Dios!,
la espiritual, la ingrávida
Lucía Garcés..., su pareja
de vals en
los bailecillos del
Casino...
Aquel viejo de
marchitas mejillas, de
ojos amarillentos, de bigote azul a fuerza de tinte, no parecía sino
Polvorosa, el tenorio alegre y varonil,
el seductor de
oficio de la
ciudad...
Aquella consumida anciana, de pelo gris, telarañoso, que llevaba de
cada mano un chicarrón..., debía de ser, sin duda, la coqueta Antoñita Monluz,
que arrojaba, desde su florida ventana, ramitas de romero a los muchachos.
Y la que iba a su lado, conversando con ella...
-¡Jesús! ¡Se concibe!, era su antigua rival, su prima
hermana Carmen Monluz,
que la odiaba porque, a fuerza de lagoterías, mañas y tretas, Antoñita
le había quitado un excelente
novio... Recordaba el
viajero perfectamente el
gesto de odio,
desprecio y desafío con que se miraban las dos primas
cuando la casualidad las hacía
encontrarse; las frases insultantes que se decían; las
hablillas del pueblo, exaltado por la historia, hecho un hervidero de
chismes... Y ahora,
las rivales iban mano a mano, y cuando el grupo cruzó
ante el café, el viajero escuchó que ambas mujeres
departían sobre los
precios de los
alimentos, muy pacíficas, comadreando, lamentándose solo de la
carestía...
El viajero sintió
una angustia honda,
una desolación de vacío, como si acabase de secársele dentro una raíz
viva y fresca... No le importaría, en último caso, el inevitable variar de las
caras; las caras son carne corruptible. Lo que le confundía, lo que le apretaba
la garganta y el corazón, era otro cambio, el de lo que se adivina y se
trasluce en una fisonomía; el cambio
íntimo, el desaparecer,
sin que dejase rastro ni huella, del alma que se desborda de los semblantes y
les presta su valor y significación misteriosa, superior
-¡él, por lo menos, lo había creído!- al tiempo, a los sucesos, al giro indiferente
del planeta...
Abismado, el viajero fijó por casualidad la vista en
el espejo que
tenía enfrente. La sorpresa dilató sus ojos. Tampoco su cara
dejaba trasmanar el alma de antaño. La expresión de
la juventud, cándida,
preguntadora, amorosa, no estaba
allí. Si se
buscaba a sí mismo -y de fijo se buscaba- en las caras
ajenas, ¡mal hecho!, ¡trabajo perdido!, no podía encontrarse; ¡el yo de
entonces no existía!
¡Qué dolor tan grande, tan sutil y refinado!
Llevaba consigo un
muerto, y acababa
de averiguarlo, en hora crítica, por la confidencia de un turbio espejo
de café.
Se levantó, pagó, y lentamente se encaminó hacia la fonda. Preguntó a
qué hora salía el primer tren... A las doce; faltaban cuarenta minutos.
-¡A la estación! -gritó al mozo que empuñaba el asa de su maleta.
"El
Imparcial", 25 de junio de 1906.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario