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domingo, 2 de febrero de 2014

Las caras

Al  divisar,  desde  el tren,  de  bruces  en  la ventanilla, las torres barrocas de Santa María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido, el corazón del viajero trepidó con violencia, sus manos se enfriaron. El tiempo transcurrido  desapareció,  y  la  sensibilidad juvenil resurgió impetuosa.
Eran las torres "únicas" de aquella "única" iglesia en que el sacristán la había permitido repicar  las  campanas,  admirar  los  nidos  de las cigüeñas emigradoras y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto pasamano, y mirando sin vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo y luminoso  de  la  plaza  embaldosada,  a  cuarenta metros bajo sus pies.
Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar plantas y robar flores, y las calles y callejas  tortuosas,  los  esconces  sombríos  de  las plazoletas,  hasta  las  innobles  estercoleras, secularmente  deshonra-doras  de  la  tapia  del Mercado, le poblaban el alma de gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades  y  regocijos  se  funden  en  armonías de saudades...
Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose  con  la  vista  los  lugares,  anticipando  la impresión  infinitamente  más  fuerte  y  honda de la primera cara conocida... Una de esas caras inconfundibles, distintas de las demás que andan  por  el  mundo,  ya  que  en  ella  hemos puesto  lo  íntimo  de  nuestro  yo...  Caras  de compañeros de juegos  y diabluras, caras de parientes  formales  y  babodos  que  regalan juguetes  y  chupandinas,  caras  de  maestros cuyas  reprimendas  y  castigos  son  sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en  quienes  encarnaron  los  primeros  ensueños, nada inmateriales, de la pubertad... Caras, caras... En algunas caras se resume toda vida de hombre.
Y  el  viajero,  de  antemano,  saboreaba  el esperado  momento...  Según  avanzaba  hacia el  centro  de  la  ciudad,  cruzado  el  puente  y transpuesto el barrio de las Fruterías, veía la supuesta, la fantaseada primera cara conocida que la casualidad iba a depararle, y que le iluminaba por dentro, como alumbra la luna, embelleciéndolo, un páramo. Miraba afanoso a derecha e izquierda, a los balcones, a todo transeúnte,  registraba  los  soportales,  de  siempre misteriosa penumbra... Los paletos devolvían  con  insolencia  la  ojeada;  los  burgueses, con curiosidad. Una muchacha se le rió en sus narices, provocándole. A la puerta de la posada detúvose el viajero para depositar su maleta de mano, y rehusando el desayuno que le ofrecían, interrogó al mozo:
-¿Sigue al frente de este parador don Saturio, el extremeño? ¿Uno gordo, cano él?
-No,  señor...  Esto  es  fonda...,  y  la  dirige una bilbaína.
-Y don Saturio, ¿dónde anda?
-No le puedo decir al señor...
El viajero tomó aprisa el camino de la plaza  grande,  puerilmente  orgulloso  de  saber atajar por callejas imposibles. ¡Si conocería él los andurriales del pueblo! Iba derecho al café de las Américas, el mejor. De muchacho, le costaba  un  triunfo  y  era  una  calaverada  el pasar media horita en el café de las Américas. Como allí bailaban flamenco, sobre reso-nante estarivé, unas mozas pintorreadas, de ojos mazados por el vicio, los padres vedaban a sus hijos que aportasen por semejante perdedero... Y las caras revocadas de blanquete de  las  mozas  -¡hacia  dónde  habrían  rodado ellas!- hubiesen conmovido, en aquel punto, al viajero... ¡Sí; le hubiesen suscitado emoción pura, romántica!
Allí estaba, sin duda, el local, la puerta y el amplio escaparate..., pero el vidrio, que antes dejaba  ver  las  cabezas  de  los  parroquianos paladeando el negro brebaje, mostraba ahora filas de sombreros hongos colocados simétricamente, con el precio fijo en grandes cifras: "12'50; 7'95." Al frente, el rótulo: La Última Moda. Sombrerería.
El viajero, desconcertado, siguió adelante, en busca de un café, que no podía faltar... Tuvo que dar la vuelta a media plaza, hasta encontrarlo, profuso  en dorados, decorado con lunas altas y pinturas chillonas, que el humo del tabaco empezaba a amortiguar.
-La mesa más cerca del vidrio...
Y, desdeñoso del bol humeante, ensopando  distraídamente  la  tostada  embebida  de rancia manteca, el viajero esperaba... Era domingo;  las  amigas  campanas  del  Hinojo  llamaban a misa; la gente no tenía más remedio  que  pasar  por  allí;  avizoraría  las  caras, cuando desfilasen ante él...
Advirtió al mozo:
-Al retirar el servicio  del  café,  tráigame una botella de Martel y una copa.
Sentía  el  cuerpo  desazonado;  la  fría  modorra  de  las  noches  de  tren  entumecía  sus venas; el café y la tostada habían caído como plomo en su estómago dispéptico... Se acordaba de sus luchas, de tanto sudor  y fatiga para  juntar  un  peto  que  le  permitiese  morir descansadamente donde había nacido... La felicidad que se prometía estaba en aquel momento  representada  por  las  caras,  las  caras en que iba a revivir la esperanza, la frescura aterciopelada  de  los  días  en  que  la  vida  no pesa. Temblaba de contento al pensar en el goce inexplicable y positivo que causan unos rasgos fisonómicos -no los rasgos de una mujer adorada, ni los venerados del padre o de la madre, no-; los de varios rostros que, juntos, compendian la sugestión de la gran sirena del pasado, infinitamente divino...
Mientras él aguardaba, estremecido, pasaban ante el vidrio caras y caras, joviales, ceñudas, demacradas, rollizas; caras lampiñas y barbudas,  caras  inteligentes  y  bestiales;  caras de señoritas cuajadas en un mohín de pu-dor  pretencioso,  caras  de  señoritos  fumadores que sacan los labios en gesto de bravata y  chunga...  Y  el  viajero,  dando  cuerda  a  su energía a puros sorbos de coñac, no acababa de  ver  pasar,  risueña,  bucles  al  viento,  su juventud, su propia juventud ensoñadora...
¡No conocía ninguna, ninguna de aquellas caras que iban desfilando hacia el pórtico de Santa María del Hinojo, donde hasta los angelotes del retablo y los rudos santos de las archivoltas le conocían a él!
Al fin le pareció... ¡Sí, era indudable: reconocía varias caras!... ¡Las reconocía... como se reconocen, en las lápidas borrosas por el tiempo e invadidas por musgos y líquenes, letras un tiempo clara y profundamente incisas por el cincel! Aquella señora obesa, que caminaba tan despacio, molestada por el peso de un  embarazo  tardío,  era...,  ¡Santo  Dios!,  la espiritual, la ingrávida  Lucía  Garcés..., su  pareja  de  vals  en  los  bailecillos  del  Casino...
Aquel  viejo  de  marchitas  mejillas,  de  ojos amarillentos, de bigote azul a fuerza de tinte, no parecía sino Polvorosa, el tenorio alegre y varonil,  el  seductor  de  oficio  de  la  ciudad...
Aquella consumida anciana, de pelo gris, telarañoso, que llevaba de cada mano un chicarrón..., debía de ser, sin duda, la coqueta Antoñita Monluz, que arrojaba, desde su florida ventana, ramitas de romero a los muchachos.
Y la que iba a su lado, conversando con ella...
-¡Jesús! ¡Se concibe!, era su antigua rival, su  prima  hermana  Carmen  Monluz,  que la odiaba porque, a fuerza de lagoterías, mañas y tretas, Antoñita le había quitado un excelente  novio...  Recordaba  el  viajero  perfectamente  el  gesto  de  odio,  desprecio  y  desafío con que se miraban las dos primas cuando la casualidad  las  hacía  encontrarse;  las  frases insultantes que se decían; las hablillas del pueblo, exaltado por la historia, hecho un hervidero  de  chismes...  Y  ahora,  las  rivales  iban mano a mano, y cuando el grupo cruzó ante el café, el viajero escuchó que ambas  mujeres  departían  sobre  los  precios  de  los  alimentos, muy pacíficas, comadreando, lamentándose solo de la carestía...
El  viajero  sintió  una  angustia  honda,  una desolación de vacío, como si acabase de secársele dentro una raíz viva y fresca... No le importaría, en último caso, el inevitable variar de las caras; las caras son carne corruptible. Lo que le confundía, lo que le apretaba la garganta y el corazón, era otro cambio, el de lo que se adivina y se trasluce en una fisonomía;  el  cambio  íntimo,  el  desaparecer,  sin que dejase rastro ni huella, del alma que se desborda de los semblantes  y  les  presta  su valor y significación misteriosa, superior -¡él, por lo menos, lo había creído!- al tiempo, a los sucesos, al giro indiferente del planeta...
Abismado, el viajero fijó por casualidad la vista  en  el  espejo  que  tenía  enfrente.  La sorpresa dilató sus ojos. Tampoco su cara dejaba trasmanar el alma de antaño. La expresión  de  la  juventud,  cándida,  preguntadora, amorosa,  no  estaba  allí.  Si  se  buscaba  a  sí mismo -y de fijo se buscaba- en las caras ajenas, ¡mal hecho!, ¡trabajo perdido!, no podía encontrarse; ¡el yo de entonces no existía!
¡Qué dolor tan grande, tan sutil y refinado!
Llevaba  consigo  un  muerto,  y  acababa  de averiguarlo, en hora crítica, por la confidencia de un turbio espejo de café.
Se levantó, pagó, y lentamente se encaminó hacia la fonda. Preguntó a qué hora salía el primer tren... A las doce; faltaban cuarenta minutos.
-¡A la estación! -gritó al mozo que empuñaba el asa de su maleta.

"El Imparcial", 25 de junio de 1906.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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