-Si alguna febril curiosidad he
padecido en mi vida -declaró Pepe Olivar, el original escritor que hizo ilustre
el prosaico seudónimo de Aceituno; si me convencí prácticamente de que
por la curiosidad se puede llegar a la pasión, fue debido al enigma de una
ventana cerrada siempre, y detrás de la cual supuse que vivía, o más bien que
moría, una mujer a quien no conseguí ver nunca... ¡Nunca!
-¿Y tú te
figuras, incauto -repuso Aceituno sarcásticamente, que ha inventado
algo el Romanticismo? ¿Supones que no hubo románticos sino allá por los años
del treinta al cuarenta? ¿Desconoces el romanticismo natural, que no se
aprende? ¿Piensas que la imaginación puede sobrepujar a la realidad? Las
infinitas combinaciones de los sucesos producen lo que ni aún entrevé la
inspiración literaria. De esto he tenido en mi vida muchas pruebas; pero la
historia de la ventana... ¡ah!, esa pertenece no al género espeluznante, sino a
otro, poco lisonjero ciertamente para mí... Con todo, no careció de poesía:
poesía fueron, y poesía de gran vibración, las violentas emociones que logró
producirme.
Supón que yo era
muy muchacho: iba a cumplir los diecinueve, y desde C*** acababa de trasladarme
a Madrid para completar mis estudios en la Facultad de Medicina y despabilarme (así decía mi
padre, que me tenía por un rapaz encogido y torpe). Es frecuente que los
chicos, por exceso de sensibilidad, parezcan lerdos; así me pasaba a mí; andaba
por el mundo como dormido, mientras en mi interior se representaban novelas,
dramas y tragedias, siempre con el mismo protagonista, siempre con el mismo
protagonista: el pobre estudiante de Medicina, que desde el balcón de una casa
de huéspedes de las más baratas miraba pasar el torbellino de la corte, el
descenso de los elegantes trenes hacia el paseo y los toros, el movimiento
incesante, vertiginoso, de una de las grandes arterias madrileñas.
Dominaba mi
balcón del cuarto piso no sólo la ancha calle que sabéis, sino las estufas,
dependencias y jardines de cierto magnífico palacio. Cuando el bullicio
callejero me aburría; cuando, rendido de estudiar para prepararme a los
exámenes o de tragar libros y almacenar conocimientos, o de darme un atracón de
versos, soñaba con siestas en el campo y excursiones al través de las rientes
campiñas galaicas reposaba fijando la vista en lo que familiarmente llamaba «mi
jardín». Dada la penuria de vegetación del interior de Madrid, el tal jardín se
me figuraba un oasis consolador de la estrechez de mi cuarto, del tiesto de
albahaca tísica que cultivaba mi patrona, de la falta de dinero para salir al
campo los domingos. Frondosos y crecidos eran los árboles que sombreaban la
fachada del palacio; pero, en otoño, los de hoja caduca, al despojarse de su
rozagante vestido verde, me descubrían, en el segundo piso, en el ángulo del
edificio, muy distinta del pórtico por donde salían los carruajes, «la
ventana»...
Al pronto no
extrañé que aquella ventana, alta y rasgada, fuese la sola que jamás se abría,
la única que, protegida siempre por el abrigo de su tupido cortinaje de seda,
permanecía velada como un santuario y cerrada como la reja de una prisión. Así
que caí en la cuenta, lo único que me atraía del palacio espléndido era la
ventana dichosa. Mi vista, que antes registraba afanosamente los dorados
salones, las bien decoradas estancias, los gabinetes llenos de delicados
chirimbolos, el lujo severo del comedor, con sus bandejas de plata repujada, y
sus flamencos tapices -cosas que daban idea de una vida superior, desconocida
para mí, ahora desdeñaba tal espectáculo, y «atraída por un imán más
poderoso», como dice Hamlet, no se apartaba del ángulo del edificio, de la
ventana nunca abierta.
Con insinuantes
preguntas a mi patrona, haciendo charlar a mis compañeros de hospedaje y café,
que se jactaban de conocer a fondo la crónica madrileña, quise averiguar la
biografía de los moradores del palacio. Si bien todos afirmaban saberla a
ciencia cierta y con pelos y señales, al precisar solo obtuve datos truncados y
hasta contradictorios, que me pusieron en mayor confusión.
El dueño del
palacio era un opulento magnate que había pasado larguísimas temporadas en el
extranjero desempeñando altos puestos diplomáticos. Por su alejamiento de la Patria y por su carácter
reservado y altanero, tenía en Madrid, escasos amigos y contadas relaciones, y
era de los que ni se dejan ver ni quieren gente. Al tratarse de la familia del
señorón, empezaban las opuestas versiones y las noticias novelescas. Según
unos, el magnate estaba viudo de cierta bellísima inglesa, y tenía consigo a
una hija no menos hermosa, único fruto de su enlace; según otros, la inglesa no
había muerto y residía en el palacio secuestrada por los bárbaros celos del
esposo... Gentes de imaginación volcánica aseguraban que la dama emparedada del
palacio no era sino una odalisca robada en Constantinopla, y muchos la
convertían en princesa circasiana venida de los países donde es más puro el tipo
humano en la raza blanca, y donde la mujer, satisfecha con tener a su lado al
señor y dueño, no aspira ni a sentir en las losas de la calle su diminuta
babucha bordada de perlas... Estas suposiciones, me derramaron en las venas
vitriolo y fuego. ¡Recuerdo que frisaba yo en los veinte años, y que no había
amado aún! Noches enteras me pasé fantaseando la ventana cerrada que guardaba,
a mi parecer, la clave de mi destino. Con el corazón palpitante espiaba la
aparición de la mujer que alguna vez, fatalmente entreabriría el cortinaje y
pagaría mis miradas con una sola, resumen de la dicha... No me cabía duda; la
primera ojeada de la cautiva sería chispa de rayo, premio de mi insensata y
romancesca devoción... Me procuré unos gemelos marinos para mejor escrutar el
arcano de la ventana. Conté las mallas del encaje del transparente, las
bellotas de pasamanería del cortinaje doble, los arabescos del brocado...
Cuando se encendían dentro las lámparas, yo veía pasar y repasar una sombra
gallarda, esbelta, ya arrastrando flotante bata, ya ceñida por severo traje
oscuro; sombra divina, cuerpo de mi ensueño loco... ¿Lo creerán o dirán que
exagero? Hasta tal punto me sacaban de quicio la dama invisible y la ventana
cerrada, que eran indiferentes a mi juventud fogosa todas las mujeres y se me
hacía aborrecible la lectura como no encontrase en los libros alguna situación
semejante a la mía...
¡Los planes que
forjé! ¡Los delirios que se me ocurrieron! ¿Por qué secuestraban a aquella
mujer celestial? ¿Qué tirano, qué verdugo era el magnate? ¡Qué nombre daba a
sus derechos? ¿Padre? ¿Marido? ¿Raptor y amante celoso? ¿Había yo de tolerar el
crimen? ¿No podía el oscuro estudiante, el cero social, libertar a la
prisionera? ¿Tanto costaba escalar la tapia, saltar la puerta, aprovechar descuidos
de los servidores, deslizarse escalera arriba, aparecer de súbito en el cuarto
de la hermosa, caer a sus pies y decir en voz conmovida: «Aquí me tienes; el
cielo te depara un redentor»?
Sólo que del
pensamiento al hecho... A pesar de mi fiebre amorosa y heroica, el aspecto
señorial del palacio, la gravedad del portero de librea de gala, lo sólido del
enverjado, los ladridos roncos del colosal dogo de Ulm, la saludable memoria
del Código y también la certidumbre de mi bolsillo vacío (no hay cosa que así
cohíba), hacía que mis propósitos se desvaneciesen como el humo. Y quiso la
pícara casualidad que una mañana que me levanté muy resuelto, al mirar al
jardín y al palacio, pensé que me daba un accidente... ¡La ventana, la
ventana!, estaba abierta de par en par.
Exhalé un grito,
asesté los gemelos... La habitación, un elegante y muelle boudoir
femenino, se encontraba vacía, desierta, solitaria... Recorrí las demás
ventanas del palacio, todas abiertas, y en los salones ni alma viviente... El
portero, ya sin librea, fumaba en el jardín; dos mozos retiraban plantas y
jarrones a la estufa. Bajé mis cuatro pisos, crucé la calle, me llegué a la
verja, tiré de la campana, pregunté... los señores, la víspera, se habían
marchado a Berlín.
Pepe Olivar
sonrió con ironía y humorismo, no sin mezcla de tristeza y nostalgia, su
sonrisa propia, la marca de su estilo.
-Reíos también,
¡es muy chusco! Era la esposa del magnate una inglesa... y secuestrada, ya lo
creo..., pero por su propia voluntad, único medio de que no rompa sus hierros
una mujer. Esta padecía una enfermedad de la piel; una de esas afecciones
tercas y repugnantes que desfiguran el rostro. De flor de Albión se había convertido
en berenjena madura..., y como la prescripción era evitar la más leve corriente
del aire, no salía del tocador... Por otra parte, no quería que la viese nadie
con la cara echada a perder. Un doctor alemán restauró las rosas y la nieve de
aquella faz, que yo adoré sin haberla visto.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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