Una tarde gris,
en el campo, mientras las primeras hojas que arranca el vendaval de otoño caían
blandamente a nuestros pies, recuerdo que, predispuestos a la melancolía y a la
meditación por este espectáculo, hablamos de la fatalidad, y hubo quien
defendió el irresistible influjo de las circunstancias y de fuerzas externas
sobre el alma humana, y nos comparó a nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad , con la piedra
que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo. Pero Lucio Sagris, el
constante abogado de la espiritualidad y del libre albedrío, protestó, y
después de lucirse con una disertación brillante, anunció que, para demostrar
lo absurdo de las teorías fatalistas, iba a referirnos una historia muy negra,
por la cual veríamos que, bajo la influencia de un mismo terrible suceso, cada
espíritu conserva su espontaneidad y escoge, mediante su iniciativa propia, el
camino, bueno o malo, que en esto precisamente estriba la libertad. -Pertenece
mi historia -añadió- a un cruento período de nuestras luchas civiles, después
de la Revolución
de 1868; y evoca la siniestra figura de uno de esos hombres en quienes la
inevitable crueldad y fiereza del guerrillero se exaspera al sentir en derredor
la hostilidad y la enemiga de un país donde todos le aborrecen: hablo del
contraguerrillero, tipo digno de estudio, que mueve a piedad y a horror.
Mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas, encontraba raciones
para su partida y confidencias para huir de la tropa o sorprenderla,
descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro, sólo por el terror
conseguía imponerse: siempre le acechaban la traición y la delación; siempre
oía en la sombra el resuello del odio. En guerras tales, el país está de parte
de los guerrilleros; o, por mejor decir, las guerrillas son el país alzado en
armas, y el contraguerrillero es el Judas contra el cual todo parece lícito, y
hasta loable.
Ahora, pues, el
contraguerrillero de mi historia -supongamos que se llamaba el Manco de
Alzaur- había conseguido realizar el triste ideal de esta clase de héroes;
al oír su nombre, persignábanse las mujeres y rompían a llorar los chicos.
Interpelado el Gobierno en pleno Parlamento acerca de algunas atrocidades de
aquel tigre, protestó de que eran falsas, y que, si fuesen verdad, recibirían
condigno castigo; pero realmente, las instrucciones secretas dadas al general
encargado de pacificar el territorio en que funcionaba la contraguerrilla del Manco,
encerraban la cláusula de dejarle a su gusto, y cuanto más, mejor. Sin embargo,
el general, a quien repugnaban y estremecían ciertos actos de barbarie, y que
además tenía hijas y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al
contraguerrillero que, al menos, no se oprimiese violentamente a las mujeres; y
el Manco se comprometió a ello, jurando que si alguno de su partida
incurría en tal delito, le cortaría inmediatamente las dos orejas. Los
contraguerrilleros, que conocían las malas pulgas de su jefe, se guardaban bien
de contravenir a lo mandado.
Si en alguna
ocasión lamentó el Manco haber empeñado su formidable palabra al
general, fue el día en que, evacuado por las fuerzas de Radico y Ollo el pueblo
de Urdazpi, penetró la contraguerrilla en este foco del carlismo. Es de saber
que el párroco de Urdazpi se encontraba desde hacía año y medio al frente de
una partidilla, tan escasa en número como resuelta y hazañosa, y más de diez
veces había puesto la ceniza en la frente al Manco yéndole a los
alcances, batiéndole, cogiéndole prisioneros y dispersando a su gente, con
harto corrimiento y rabia del contraguerrillero. El odio al cura de Urdazpi era
ya como un frenesí en el Manco, y en Urdazpi vivían cinco lindas y
honestas muchachas, carlistas y devotas, sobrinas del párroco faccioso, hijas
de su única hermana, fusilada por los liberales en la anterior guerra. Cuando
trajeron ante el Manco, amarillas cual la muerte y tan sobrecogidas que
ni podían llorar a las cinco infelices, se alzó un tumulto en el alma feroz del
contraguerrillero; la promesa al general combatía los ímpetus salvajes de un
corazón sediento de venganza, la venganza inicua de ensañarse en la familia de
su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y manchada, como se devuelve un trapo
que ha limpiado el suelo de la cámara donde se celebra orgía impura. Meditó un
instante, frunciendo las hirsutas cejas bajo las cuales encandecían dos ojos de
brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató su boca; había encontrado el medio
de no faltar a su palabra, y al mismo tiempo de mancillar al cura en la persona
de sus sobrinas. Dio en vascuence una orden terminante, y poco después las
cinco doncellas, enteramente despojadas de sus ropas, eran paseadas y empujadas
al través de las calles del pueblo, entre rechifla, denuestos, golpes y
groseros equívocos de los inhumanos que las rodeaban, ebrios de vino y de
sangre. El Manco había anunciado que sería reo de pena capital
cualquiera de sus contraguerrilleros que no se limitase a mofarse de la
desnudez de aquellas desdichadas vírgenes, las cuales, estúpidas de vergüenza,
intentando velarse el rostro con el pelo, echándose por tierra para que el
fango de las calles las sirviese de vestido, pedían con llanto entrecortado y
desgarrador que les devolviesen su ropa y las fusilasen pronto; y al verlas
como estatuas de dolorido e injuriado mármol, el Manco en persona, o
satisfecho o ablandado ya, escupió a los desnudos y mórbidos hombros de la más
joven, y dijo con bestial risa: «Ahora ya pueden volverse a su madriguera estas
carcundas».
Considerar el
estado de ánimo de las sobrinas del cura después del afrentoso suplicio, es
como si nos asomásemos a un abismo de desespe-ración. Nótese que eran mujeres
de intachable conducta, de grave recato, de profunda religiosidad, más bien
exaltada; que las respetaban en el pueblo por honradas y las celebraban por
hermosas; que a pesar de su fe no tenían vocación monástica, y entre los mozos
incorporados a la partida del cura, más de uno rondaba sus ventanas y pensaba
en bodas a la conclusión de la guerra. Pero después del horrible atropello del Manco,
para las sobrinas del párroco de Urdazpi se había cerrado el horizonte, se
habían acabado las perspectivas de la vida y del mundo. La gente, al hablar de
ellas, sólo las llamaban Las desnudadas, y este apodo infamante era como
inmensa mancha extendida sobre su piel, quemada por tantos impuros ojos.
Abrumadas bajo la carga de la desventura, permanecían recluidas en casa, sin
asomarse a la ventana siquiera sin salir ni a la iglesia; ¡la iglesia, que es
el refugio de todos los dolores! Como si estuviesen contaminadas de lepra, como
a los lazrados que la Edad
Media aislaba, les traía una amiga, movida a compasión, lo
necesario para su sustento, y se lo dejaba en el portal, en un cesto,
diariamente, pues ni aun de ella consentían ser vistas y habladas. Así vivieron
un año...
-Pues por ahora
-dijimos a Lucio Sagri, interrumpiéndole, su historia de usted demuestra que,
sometidas a unas mismas circunstancias, las cinco sobrinas del cura de Urdazpi
adoptaron un género de vida absolutamente idéntico.
-¡Aguarden,
aguarden! -clamó Lucio. No se ha concluido el episodio. Al año, la consabida
amiga avisó para el entierro de una de las sobrinas, la menor. Aquélla a cuyos
cándidos hombros desnudos había escupido el Manco. Enferma de tristeza
desde el día de su desgracia, había ocultado su padecimiento por no ver al
médico, o más bien porque el médico no la viese. Y la primera salida de la Desnudada fue con
los pies para adelante, camino del cementerio. Pocos días después dejó la casa
otra Desnudada, la mayor. Hizo su viaje de noche, con la cara envuelta
en tupido velo, y apareció en Vitoria, en la casa matriz de las religiosas de
una Orden que tiene por misión asistir a los enfermos y amparar a los niños
abandonados.
Quedaban
solamente en Urdazpi tres de las sobrinas del cura; pero de allí a medio año
escapáronse juntas dos de ellas, y se incorporaron a la partida, que por
entonces recorría las cercanías en triunfo. Una de las muchachas tuvo ocasión
de pelear como un hombre, con denuedo rabioso, contra las tropas liberales
hasta que una bala le atravesó el fémur y pereció desangrada. En cuanto a la
otra...
-Peor que si
muriese -contestó melancólicamente el narrador. No sé qué será de ella; rodará
por Bilbao; es lo probable. Esa no supo comprender que por mucho que desnuden
el cuerpo, el pudor y decoro sólo se pierden cuando se desnuda el alma.
-¡Ah! Esa vive
hoy al lado de su tío, que se acogió a indulto al terminar la guerra civil.
Humilde y resignada, ya madura, atendiendo a sus labores domésticas y a sus
devociones, no parece recordar que en algún tiempo quiso vivir apartada de sus
semejantes... Y en el pueblo la respetan, ¡vaya si la respetan! A pesar de que
no puede olvidarse la espantosa acción del Manco, nadie se atrevería a
llamarla Desnudada en alta voz.
«Blanco y Negro», núm. 304, 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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