Al conde León Tolstoi
Había un hombre muy perseguido, no
tanto por la suerte como por los demás hombres, sus prójimos y, especialmente,
por los que debieran profesarle cariño y tenerle ley. No parecía sino que, por
negra fatalidad, a Zenón -que así se llamaba- toda la miel se le volvía hiel o
mejor dicho, ponzoña. Sus hermanos, que eran dos, se concertaron para
despojarle de la herencia paterna y le dejaron en la calle, sin más ropa que la
puesta, sin techo ni lumbre. Casóse, y su mejor amigo le afrentó públicamente
con su mujer y, como si no bastase, la vil pareja le acusó de falsario, forjó
pruebas contra él y logró que le sentenciasen a presidio, donde, inocente,
arrastró largo tiempo el grillete de los criminales.
Aunque Zenón
tenía al principio el alma abierta y generosa, el carácter noble y suma bondad,
las traiciones, persecuciones y calumnias, el deshonor, los ultrajes y los
desengaños fueron ulcerando su espíritu y cambiando su ser de tal manera que,
en vez de resignarse y perdonar, como perdonó el Maestro, sintió poco a poco
crecer en su corazón un espantable deseo, una sed ardentísima de venganza. Ya
no ansiaba cumplir el tiempo de su condena por ser libre y volver a la
sociedad, sino por buscar ocasión de saciar la ira que, gota a gota, había ido
destilando. Pasábase las noches en vela fraguando planes que ejecutaría al
punto de terminarse su cautiverio. Con paciencia, hilo a hilo, iba tejiendo la
trama, y restregándose las manos gozoso, decía para sí: «Hoy salgo y mañana
vuelvo a la prisión, pero de esta vez vuelvo por algo, por haber pagado
a mis enemigos con usura el mal que me hicieron. Inocente me encerraron aquí, y
otra vez me encerrarán culpable, pero habiendo saboreado las delicias del
desquite. Véngueme yo, y álcese el patíbulo después.»
Cumplió Zenón su
tiempo y salió de las cárceles, resuelto a poner por obra sus airados
propósitos. Lo primero que determinó fue pegar fuego a la casa solariega que le
pertenecía y de donde sus hermanos le habían expulsado con dolo. Aprovecharía
las sombras de la noche y, disfrazado de pordiosero, oculto en un cobertizo,
esperaría a que todos se entregasen al descanso, obstruiría bien las cerraduras
de puertas y ventanas, y cuando estuviesen en el descuido del primer sueño,
prendería las virutas impregnadas de resina, a fin de que todo ardiese como
yesca. Así que las llamas subiesen muy altas y los clamores de los encerrados
fuesen extinguiéndose -lo cual probaría que ya los tenía asfixiados el humo,
Zenón huiría, yendo a introducirse secretamente en su propia casa, donde la
falsa mujer y el mal amigo estarían juntos. Zenón conocía bien las entradas y
salidas y podía deslizarse y esconderse sin ser observado de nadie. Compró un
puñal, porque a éstos deseaba verlos morir y saborear las convulsiones de su
agonía.
Así que se puso
el sol, vistió sus ropas de mendigo y, apoyado en un palo, tomó el camino de la
casa que pensaba incendiar. Caminaba como el Destino, entre tinieblas más
densas cada vez, cuando a una revuelta de la carretera advirtió cierta claridad
misteriosa que alumbraba vivamente el paisaje, y se le aparecieron, juntas y
cogidas de la mano, dos mujeres que formaban singular contraste.
Una era amarilla,
escuálida, tan escuálida que los huesos se entreparecían bajo la seca piel;
tenía palmas de esqueleto, y al través de los polvorientos crespones negros que
la cubrían, se notaba que carecía de seno y de toda redondez femenil; con la
mano derecha empuñaba y esgrimía reluciente hoz. La otra mujer era lozana,
mórbida, colorada, blanca y de un rubio encendido los cabellos; vestía gasas de
mil colores: rojo, verde, rosa, azul, aunque pegada al cuerpo llevaba una
túnica negrísima. Zenón miraba a las dos apariciones, como preguntando qué le
querían, hasta que ambas dijeron a una voz:
-Yo -añadió la
mujer escuálida- me llamo Muerte, y soy por ahora tu preferida. Has apelado a
mí para vengarte de tus enemigos, y tienes resuelto carbonizar a los unos y
coser a puñadas a los otros. Heme aquí dispuesta a complacerte sin tardanza;
así como así, poco trabajo me cuesta darte gusto, porque es cuestión de
adelantar los sucesos: año arriba o abajo, tus enemigos no podrán librarse de
esta hoz que empuño.
-Escucha
-intervino la lozana mujer: antes de que te entregues a mi hermana, que te
engatusará por lo sencillo y expeditivo de los recursos que emplea, atiéndeme a
mí, y de seguro que yo seré la elegida. Para convencerte no necesito sino
enseñarte los cuadros de mi linterna mágica. Abre los ojos y mira bien.
Zenón miró, y
sobre el fondo blanco del paño que extendía la mujer hermosa, vio agitarse las
siluetas de sus aborrecidos hermanos. El menor echaba a hurtadillas una
pulgarada de polvos blancos en la taza del mayor, y el mayor, después de haber
bebido lo que contenía la taza caía al suelo entre horrendas convulsiones; pero
no moría; arrastrábase largo tiempo apoyado en un báculo, y en cada plato que
le servía el menor, mezclaba nuevo tósigo, hasta que el envenenado se iba
quedando imbécil, reducido a la idiotez y abandonado de todos y cubierto de
miseria expiraba en un rincón. Así que moría, su espectro comenzaba a
aparecerse en sueños al culpable, a quien Zenón veía erguirse en la cama,
trémulo, con el pelo erizado y los ojos fuera de las órbitas. Cambió de
personajes la linterna, y se destacaron las siluetas de la esposa y del amigo
de Zenón: ella siguiendo a su querido como la sombra al cuerpo, abrasaba en
celos rabiosos; él procurando huir, lleno de hastío, de aquella amante ya
marchita por la edad y las pasiones. Escondíase él, o se pasaba el día en casa
de otras mujeres, y ella lloraba, y sus lágrimas eran como gotas de fuego que
abrasaban el paño donde caían. Ya cansado de que le espiasen y le acusasen, él
se volvió y Zenón fue testigo de cómo el seductor de su mujer le ponía en el
rostro la mano...
-Esta será mi
obra -pronunció la Vida
solemnemente- si no se atraviesa mi hermana y me apaga la linterna. Ahora, tú
dirás, Zenón, cuál de nosotras dos te conviene para Vengadora. ¿Sigues con el
propósito de incendiar y acuchillar? ¿Quieres que te ayude la Muerte ?
-No -respondió
Zenón, que se limpió una lágrima. Si la crueldad y el odio aún persistiesen en
mí, lo que pediría a tu hermana sería que tardase muchos, muchos años en pasar
el umbral de mis enemigos, y que te dejase a ti paso franco.
-Con tanta más
razón -dijo irónicamente la
Muerte , algo despechada, pues al fin es mujer, y no gusta de
que la desairen- cuanto que yo, tarde o temprano, no he de faltar, y que en mi
danza general todos harán mudanza, sin que les valgan excusas.
***
Zenón escribió a
sus enemigos para advertirles que les perdonaba, y se retiró a un desierto,
donde vive cultivando la tierra y sin querer ver rostro humano.
«El Impacial», 29 de agosto de
1892.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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