Tres años hacía que estaban «en relaciones» y todavía no hablaban de
casarse. La gente, de continuo, anunciaba la boda «para el mes que viene»,
«para la entrada del invierno», «para las ferias». Y transcurría el mes, y el
invierno, y la primavera, y el verano, y el tiempo corría, y no parecía que se
pensase en dar al amor su corona de flores... o de espinas, que eso está por
averiguar.
Y, sin embargo, nadie ni nada lo impedía. No existían obstáculos entre
los enamorados; no había oposición de familia, ni dificultades de dinero, ni de
salud, ni diferencias de clase social, ni aun de gustos y aficiones. Pareja
mejor combinada no se encontraría fácilmente. Las vejezuelas del barrio decían
que el señorito Andrés y la señorita Matilde eran nacidos el uno para el otro,
y que, desde el cielo, algún santo les había puesto en contacto para que las
dos mitades de una naranja no anduviesen sueltas por el mundo.
Matilde era hija de un cosechero rico, exportador de vinos en gran
escala. Andrés, huérfano, poseía fortuna saneada y las prendas morales de un
caballero cumplido. El porvenir les sonreía enseñando toda la dentadura.
Riqueza, juventud, hermosura en la novia, gallardía en el novio... Y no se
casaban. Y Andrés iba diariamente a cortejar a su Matilde, en estío bajo los
cenadores floridos del jardín, en la estación invernal cerca de la chimenea,
donde la leña ardía clara, gozosa de su propia muerte, con bella y abnegada
inmolación. Poco a poco, según el tiempo iba transcurriendo, la gente, irritada
en su curiosidad de fiera, se echaba a adivinar, lanzándose a las más
insensatas suposiciones. Hubo quien afirmó que el padre de Matilde estaba
arruinado, y Andrés solo esperaba ocasión decorosa de desligarse de su compromiso;
quien aseguró que Matilde no quería unirse a Andrés por haber averiguado algo
de su pasado, algo muy grave; y hasta corrió la versión de que Andrés estaba
casado ya... secretamente; tan secretamente, que nadie acertaba a indicar
dónde, cómo, cuándo, ni en qué parte del mundo residía su esposa... ¡La verdad
es que todas las suposiciones parecían lícitas ante el enigma de aquel
inexplicable noviazgo que no terminaba nunca! Y se deslizaron dos años más, y
el cortejo siguió, sin anuncio próximo de bendiciones. La curiosidad en los
convecinos de los extraños futuros, a quienes ya llamaba todo el mundo «los
novios de pastaflora», continuó exaltándose, hasta convertirse en frenesí. Y
Matilde y Andrés se veían a las mismas horas, charlaban con igual intimidad cariñosa,
hacían exactamente la misma vida de costumbre, y cuando les preguntaban la
fecha de sus bodas, respondían tranquilamente:
-No hay prisa... El día menos pensado...
¡No haber prisa! O falta el amor, o prisa tiene que haber. Matilde iba a
cumplir treinta años; Andrés, treinta y cinco. ¿Qué aguardaban? Y la gente,
burlada, empezó a poner en solfa a los novios, a tratarlos de pazguatos, de
sangre de horchata, de fenómenos y de ridículos.
-Yo consultaría a mi hija con un médico del extranjero -exclamaban las
amigas de Matilde.
-Y yo me consultaría con el proto-medicato -murmuraban los amigos de
Andrés.
Así las cosas, un día corrió por la ciudad la noticia estupenda. ¡No
sólo no se casaban los novios de pastaflora, sino que sus relaciones se habían
roto definitivamente! Sí, cortadas en seco, sin precedente alguno, sin período
de enfriamiento; las visitas de Andrés, no espaciadas, suprimidas de golpe. Y
aquello fue definitivo. Nunca más en la vida volvió el novio de pasta a casa de
su novia, y ni él ni Matilde dijeron palabra, hicieron comentario que pudiese
poner a los curiosos, más locos que nunca, sobre la pista de las causas de la
morosidad de antes, de la ruptura de ahora... El rompecabezas por nadie fue
arreglado; el enigma quedó sin solución, y si la casualidad no me hubiese
relacionado con Andrés en el terreno profesional, porque le asistí en su última
enfermedad, tampoco yo sería dueño del secreto de un caso que tanto dio que
hablar, y que, aún hoy, las familias de X*** se transmiten como una leyenda.
Andrés me informó del suceso, porque atribuía su enfermedad del hígado a
la pena que le minaba desde que se apartó de Matilde.
-¡Y el caso es que tenía que ser, que esa boda no podía hacerse de
ninguna de las maneras, que los dos lo sabíamos desde el mismo punto en que
nuestro noviazgo empezó..., y que fuimos novios largos años, adorándonos, con
la seguridad de que no nos casaríamos nunca, nunca, y el propósito firme, cada
día, de romper cuanto antes nuestras relaciones, de no volver a vernos más! ¡La
cosa fue muy rara..., y si se la cuento es porque el médico, lo mismo que el
confesor, debe saberlo todo! Cuando empecé a enamorar a Matilde, tenía ella
veintidós años y no había hecho caso de los innumerables pretendientes que la
asediaban. Logré yo mejor suerte... o más desdicha; desde el primer momento
comprendí que no le era indiferente y que deseaba mi presencia. De aquí a lo
demás va poco. Matilde me confesó que me quería; pero al llegar al capítulo de
bodas me dijo rotundamente que no se casaría jamás. Agobiada por mis preguntas
y mis súplicas, confesó al fin la causa. Siendo ella muy joven, y saliendo con
su madre a paseo, se desbocaron los caballos de su coche y corrieron sin freno
-lanzando al cochero del pescante- más de dos leguas, encaminándose a un
espantoso precipicio. Matilde iba loca de terror; ni se atrevía a arrojarse, ni
era posible, y veía segura la muerte, un género de muerte horrorosa. En aquel
momento de suprema angustia hizo un voto irrevocable: si se salvaba, ofrecía no
casarse nunca. Y lo ofreció sin conmutación posible, comprometiéndose de
antemano solemnemente, con el alma entera. Y, casualidad... ¡o lo que fuese!,
al mismo instante de ofrecerlo, los caballos, que ya se lanzaban al vacío,
sobre el abismo, se detuvieron de súbito, como si una mano los sujetase..., y
las dos señoras pudieron bajarse del coche, aún temblorosas de espanto.
Matilde había ofrecido no casarse. Esto estaba en su mano. Pero no podía
ofrecer no amar. Amaba, y me lo confesó. Decir lo que yo trabajé en nuestros
largos años de cariño, de conversaciones dulcísimas, de confianza absoluta de
corazón a corazón, para convencerla de que aceptase la conmutación y
desligamiento de su voto, sería no acabar. Yo estaba seguro de conseguir en
Roma, y fácilmente, que rompiesen la cadena que ella misma, en un momento
terrible, se había remachado al cuello. Estaba seguro, y es más: encontraba que
era lo natural, lo justo. El voto había sido hecho bajo el influjo del
terror... Pero me estrellé contra una especie de fanatismo del deber, de la
palabra empeñada a Dios, que no admitía transacciones ni componendas. «Tan
imposible como sería que te engañase a ti, si fuese tu mujer -me decía-, es que
engañe al que me sostuvo sobre el abismo y nos libró a mi madre y a mí de morir
hechas pedazos. Nadie puede romper mi voto; lo hice directamente a quien me
salvaba... No me casaré jamás. Si me casase, me castigaría con justicia Él...
Mi parte de dicha será este noviazgo... ¡Cuántas mujeres habrán sido menos
felices que yo! He amado, he sido amada... ¡Es lo bastante, y debe bastarnos!».
¡Y de aquí no pude sacarla, no pude!
-Y siendo así, ¿por qué no siguieron ustedes en relaciones?
-¡Ah! -suspiró Andrés. Porque llegó un momento... en que el ser
novios... novios... ya no era posible... No teníamos, ni ella ni yo, energía
para continuar así... El tiempo volaba, la edad avanzaba, la pasión hacía su
oficio... Y no, vimos sino un camino honrado..., ¡la eterna ausencia!
Andrés, al decir esto, estaba amarillo, y sus empañados ojos palidecían
en la cara biliosa. Una sonrisa amarga, la sonrisa infinitamente dolorida de
los hepáticos, se asomó a su boca cuando añadió:
-¡Y en el pueblo nos llamaban los novios de pastaflora!...
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 22, 1910
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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