-Dile a ese tarambana que pase...
Tal fue la orden de don Máximo de la Olmeda cuando le anunciaron a su sobrino, que
regresaba del viaje por el extranjero, y venía a presentarle sus respetos,
según carta recibida la víspera.
Don Máximo estaba sentado en el eterno sillón de ruedas, en el cual le
paseaba un criado por todas las habitaciones de la vasta casona. Porque ha de
saberse que don Máximo tenía rotas ambas piernas, y no se había encontrado modo
de soldarlas, pues los huesos del viejo señor eran ya como cañas secas, tanto,
que la fractura ocurrió sin que la precediese caída; sencillamente al dar un
paso. No se pudo hacer otra cosa que sostenerlas con un vendaje, y así, clavado
en su poltrona, pasábase los días rabiando, a veces exhalando gritos de dolor,
o vomitando atroces blasfemias, alternadas con devotas invocaciones a varios
santos, a la Virgen
del Carmen y al Cristo de la
Olmeda , que es muy milagrero.
Autorizado en tan incorrecta forma, entró el sobrino, y se acercó al
paciente, mejor dicho, al impaciente, con solícita expansión cariñosa.
-¡Hola! ¿Qué tal, tío Máximo? ¿Cómo van esas piernas? ¿Y cómo ha sido?
¡Lo he sentido mucho! ¿No puede usted aún andar, moverse?
-¡Andar! Cuatro meses hace que estoy así, ¡me parto en...! ¡Anda,
siéntate ahí, cuéntame qué has hecho! Me figuro que traerás novedades...
-Poca cosa -declaró modestamente el muchacho, bajando la cabeza y
afianzando los lentes de oro en la delgada nariz, lo cual le daba mayor aire de
timidez-. Medio año es poco tiempo para enterarse siquiera de los progresos
científicos. ¡Es tanto lo que se adelanta! Vengo asombrado de muchas cosas que
he visto, o, por mejor decir, que no hice sino entrever. Necesito pasarme dos
años, lo menos, fuera de España, para quedar bien empapado de los prodigios que
ahora se realizan. Verdaderamente, tío Máximo, hay curaciones portentosas,
remedios nuevos y desconocidos, que parecen sobrenaturales. De un momento a
otro...
Escuchaba el señor de la
Olmeda con aquel aire de fisga y de despótica voluntad que
era el suyo propio; porque, desde los veinte años, había hecho don Máximo
cuanto se le antojaba, sin preguntar si se podía, sin reparar en que las cosas
fuesen buenas o malas, lícitas o vedadas por ley moral o religiosa. Como todos
los que derrochan en sus vicios, don Máximo era avariento en lo demás. Desde el
primer momento comprendía la intención de su sobrino Javier, el único hijo de
su único hermano, su natural heredero; pero no quería darse por enterado, a ver
si eludía el compromiso de soltar la mosca.
-Pues que te pensionen otra vez, muñeco -respondió al fin, afectando,
según su costumbre, tratar a Javier como a un chiquillo.
-Ya no volverán a pensionarme, tío... Hay que alternar, y somos muchos
los que queremos irnos por ahí a respirar aires europeos. Por eso prefiero
decírselo a usted llanamente: de usted espero ese sacrificio, que le agradeceré
como si me diese la vida...
-¿Eh? ¿Qué dices? -refunfuñó el viejo, sacando de la petaca un
cigarrillo y ofreciéndolo a su sobrino con aire protector.
-Gracias; no fumo... Se trata, tío Máximo, de que, si he de llegar a
algo en el terreno científico, he de pasarme dos o tres años en el extranjero.
Y para eso -añadió, ya envalentonado, exigente, como les sucede a los cortos de
genio cuando se deciden a lanzarse- me hace falta que se imponga usted un
sacrificio por mí. Cuando digo sacrificio... Porque usted, tío Máximo, es rico,
no tiene hijos, y seguramente no habrá de sufrir privación ninguna aunque me dé
a mí lo necesario para residir en Alemania, en Suiza y en Francia ese tiempo.
Yo viviré muy económicamente, sin gastar una peseta en nada superfluo. Hasta le
ofrezco a usted más: al empezar a ganar dinero por mi profesión, le devolveré
lo que considero un préstamo y un adelanto.
-¡Alto ahí, cabeza de chorlito! -atajó el tío, que no podía hacerse el
desentendido ya-. ¡A ver, a ver, despacio; ojo, fíjate que no soy tonto, aunque
no sea sabio como su merced! ¿Puede saberse qué se propone su merced con todas
esas cosas que ha de profundizar en tierras de extranjis?
-¿Proponerme? -respondió Javier, sorprendido. Me propongo dominar la
profesión, volver aquí bien preparado, aplicar esas novedades admirables que a
cada momento aparecen...
-¡Oh, oh; despacio, entendámonos, caballerito! ¿Qué demontres de idea es
ésa de ejercer una carrera, como si fueses algún pobre? Por lo mismo que no
tengo hijos, y que te corresponderá, hoy
o mañana (a don Máximo no le gustaba pronunciar «a mi muerte»), la casa
de la Olmeda ,
enterita, que no es moco de pavo, maldita la falta que te hace dedicarte a
subir escaleras y tomar el pulso. Aquí se me queda el señorito Javier,
atendiendo a su tío, que necesita alguien que mire por su salud, ¡y los criados
son unos zascandiles! El señorito Javier se me casa, para que no se acabe el
nombre de la Olmeda ,
y se deja de extranjerías, y le irá tan guapamente, ¿eh?
Javier escuchaba, pálido y ceñudo, con una gravedad de expresión que le
hacía parecer diez años más viejo de lo que era, pues acababa de cumplir la
florida edad de veinticuatro.
-Tío, ¡lo siento en el alma; pero es imposible que yo me avenga a lo que
usted me propone! Tengo mi vocación y he de seguirla. Casarme, bueno; me casaré
gustoso, cuando vuelva de los estudios que necesito hacer. Pero ahora, créame
usted, no puedo...
-¡Rayos! -bufó don Máximo, intentando, claro es que inútilmente, saltar
del sillón, y enarbolando un palo inofensivo, una cañita de Indias de sus
tiempos de conquistador, que le servía para corregir a los criados, con
bastonazos ligeros-. ¡No puedes!, ¿eh? Pues yo tampoco puedo darte ni dos
cuartos. ¡Ahí tienes tú! ¿Se habrá visto, el gorrión con vareta?
-Tío..., mire usted bien lo que hace... Me corta usted el porvenir...
¡Es una crueldad, y, además, habiendo usted sido el mayorazgo de la casa, y mi
padre un segundón sin fortuna, es de conciencia que me proteja usted!
-Y usted, caballerito, ¿quién es para darme lecciones? ¿Le parece poca
protección, ¡me parto en San Cucufate!, ofrecerle vivir conmigo, pagando todos
sus gastos y los de su familia? ¿Eh? ¿Qué más quiere su merced que la sopa
boba?
Ya temblante de indignación, gritó el muchacho:
-¡Pero si eso es lo que no quiero; si quiero trabajar! ¡Si repito que
quiero vivir de mi labor, y hasta pienso hacer más ilustre el apellido de la Olmeda !
-¿Más ilustre un apellido como el nuestro? ¡Sí, ya es fácil! Sepamos.
¿Qué diantres son esos estudios que has de hacer qué sé yo en dónde y qué
resultado darán? ¿Vas a lograr que la gente viva cien años? ¿Puedes devolverme
la juventud? Mira, te propongo un trato bien sencillo, bien fácil. Haz que
estas condenadas piernas mías se arreglen, que yo pueda andar como andaba, y te
doy el dinero para ir aunque sea a la
China , en busca de específicos...
Javier palpitó de emoción.
-¿Me permite usted reconocerlas?
Ante la aquiescencia del viejo, en cuyo rostro enjuto y mate brilló un
momento quimérica esperanza, Javier, arrodillándose, desató las vendas y palpó,
con cuidado infinito, la carne amoratada y blanducha, los huesos quebrados,
reconociendo las fracturas, insoldables. Faltaba jugo medular a toda la
osamenta; los excesos, la vida desarreglada, habían secado aquel organismo,
convirtiéndolo en yesca, pero dejando intacta la bravía voluntad, las pasiones
nunca domadas, la cólera, la sensualidad, la gula, como para demostrar que lo
malo es lo que no muere... Javier, desalentado, alzó la cabeza, y murmuró,
leal:
-No cabe hacer nada, tío. No soldarán. Es tarde...
Una cascada de palabrotas, de insultos, de furiosas interjecciones,
respondió a la declaración categórica.
-¡Rayos, centellas, particiones en toda la Corte celestial!... ¿Y qué
demontre de ciencia es ésa que vas a buscar al extranjero, si no sirve para que
tenga piernas tu tío?
Javier se quedó mudo. Encontraba un eco en su espíritu la egoísta frase.
Mil veces, en su ansia de ideal, le habían causado accesos de desaliento los
límites de la ciencia, impotente ante la obra destructora de las fuerzas
naturales y ante las fatalidades orgánicas... ¡Era exacto lo que decía aquel
bárbaro, era inconcuso! Todos los viajes, la residencia en las más afamadas
clínicas, la enseñanza de los maestros más gloriosos en Europa, no bastarían
para resolver el problema de que el viejo se alzase y caminase, de que su
tuétano adquiriese el vigor de los primeros años...
Y, humillado, con lágrimas de rabia y de despecho en los ojos, humedad
que enturbiaba sus lentes de estudioso miope, declaró:
-Bien, tío; me quedo con usted... ¡Le cuidaré mucho!...
Su pensamiento, involuntariamente, se iba hacia la hipótesis del porvenir.
Un día u otro podría seguir su vocación, libremente, con todas las facilidades
que da el poseer una fortuna...
La
ilustración española y americana, núm.
41, 1912
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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