-¿Usted cree que
las almas están sujetas a leyes fisiológicas? -me preguntó el médico rancio y
anticuado, de quien se burlaban sus jóvenes colegas. ¿No le parecen mojigangas
esas pretendidas leyes de la herencia, del atavismo y demás? ¿Usted supone que
por fuerza, por fuerza, hemos de salir a la casta, como si fuésemos plantas o
mariscos? Lo que caracteriza nuestra especie, a mi modo de ver, es la novedad
de cada individuo que produce... Nacemos originales... Somos ejemplares
variadísimos...
Cuando así
hablaba, salíamos del hermoso soto de castaños que rodea la aldeíta de Illaos,
y nos deteníamos al pie de uno, ya vetusto y carcomido, que sombreaba cierta
casuca achaparrada y semirruinosa. A la puerta, un viejo trabajaba en fabricar
zuecos de palo. Alzó la cabeza para saludarnos, y vimos un rostro de mico
maligno, en que se pintaban a las claras la desconfianza, la truhanería y los
instintos viciosos. En aquel mismo punto, una vieja de cara bestial, de recias
formas, de saliente mandíbula y juanetudos pómulos, llegó cargada con un haz de
tojo que porteaba en la horquilla, y que depositó sobre el montículo de
estiércol, adorno del corral.
-Fíjese usted
bien -advirtió el médico- en esta pareja. A él, por sus aficiones, le llaman el
tío Juan del Aguardiente, y a ella la conocen todos por Bocarrachada
(Bocarrota), porque dice cada cosaza que asusta; pero no crea usted que se
contenta con decir; apenas nota que su marido hace eses, le mide las costillas
con ese mismo horcado de cargar el tojo. Padre alcoholizado y madre feroz...,
ya se sabe: la progenie, criminal, ¿no es eso?
Y como nos
hubiésemos alejado algún tanto de la casucha, el médico añadió, hablando
lentamente, para que produjesen mayor efecto sus palabras:
-Beatificado
solemnemente en Roma... de canonización inminente... En la catedral de
Auriabella ya está en un retablo su efigie.
-Un mártir
jesuita, sacrificado por los japoneses con todo género de refinamientos... Se
conocen detalles sublimes de sus últimos instantes; no ha recibido nadie una
muerte horrorosa con tanta entereza ni con más alegría. No crea usted que fue
mártir casual: su aspiración de siempre era esa, ir a predicar a los que
desconocen el Evangelio y derramar su sangre para atestiguar la fe. Desde pequeñito
le sedujo tal idea, y puede decirse de él lo que de pocos: que de la tela de
sus sueños cortó su destino.
-¿Y cómo pudo
-exclamé sorprendido- ordenarse de sacerdote, estando en poder de semejantes
padres, que le dedicarían a recoger esquilmo y apacentar la vaca?
-¡Ah! Es que
como era un chiquillo notable por su fervor y su inteligencia, el cura que le
había enseñado la doctrina se fijó en él, le escogió para ayudar a misa, y de
monaguillo pasó a sacristán, y de sacristán a una plaza gratuita en el
Seminario de Auriabella... Los padres consintieron figurándose que allí se les
criaba un futuro párroco; tener un hijo párroco es la ambición de un aldeano.
¡Había que verlos cuando se convencieron de que el rapaz, después de cantar
misa, no quería economatos ni curatos, sino entrar en una Orden! Estuvo en poco
que entablasen pleito o reclamasen indemnización...
-¡Vaya si es
curioso! Más de lo que usted presume... Cuando se supo en Auriabella el
suplicio atroz del que llama el vulgo San Antonio de Illaos; cuando se tuvieron
pormenores de aquella admirable constancia del joven mártir, que repetía en las
torturas, al sentir las agudas cuñas hincársele en los dedos apretados por
tablillas y en las piernas sujetas al cepo: «Jesús mío, sólo te pido que los
salves, que les abras los ojos», refiriéndose a los impasibles verdugos que le
atormentaban con asiática frialdad; cuando se comprendió que el expediente de
beatificación iba a iniciarse con la rapidez que en casos tales se acostumbra,
el obispo de Auriabella quiso venir a Illaos a dar en persona la enhorabuena a
los padres del triunfador, los cuales ni sabían su triunfo ni su muerte. Era el
obispo de Auriabella -que poco después falleció y ya estaba bastante enfermo
del corazón- un señor bondadoso, lleno de unción y de dulzura, de esos que todo
lo gastan en caridades; un verdadero pastor, humilde con dignidad, y alegre y
chancero de puro limpia que tenía la conciencia; pero al venir a Illaos bajo la
impresión de un hecho tan solemne, se encontraba muy conmovido; traía los ojos
humedecidos, la respiración cortada y fatigosa, y aún parece que le estoy
viendo en el momento en que, al divisar la choza de Juan del Aguardiente,
saltó aprisa del caballejo que le habíamos proporcionado, se descubrió y se
inclinó hasta el suelo ante los padres del confesor de Jesucristo... El viejo y
la vieja le miraron pasmados, sin saber lo que les pasaba: él, con su zueco a
medio desbastar en la mano; ella, con una sarta de cebollas que acababa de
enristrar; y como su ilustrísima, sofocado de emoción, no pudiese articular
palabra, tuvo el arcipreste -sacerdote de explicaderas, orador sagrado de
renombre, de genio franco y despejado- que tomar la ampolleta y dirigirse a los
dos aldeanos atónitos y algo recelosos además -no se sabe nunca qué intenciones
traen los señores.
-¿Una buena
noticia? Amén y así sea -barbotó socarronamente el tío Juan, que malas ya
vienen todos los días, señor.
-Pues esta es
tan buena, y, diré más, tan excelente, que otra así no la habrá recibido nadie
de la parroquia, y pocos, muy pocos, en el mundo; sólo los escogidos, los
designados por Dios y favorecidos con su especial misericordia, podrán
recibirla igual. ¡Alégrense, mis amigos! Prepárense a dar gracias a la Providencia.
La vieja se
decidió a soltar de la mano la ristra de cebollas, y se aproximó, abriendo su
bocaza sin dientes, sombría. El del Aguardiente guiñó los ojuelos,
rezongando:
-Mejor es que
una herencia; mejor que cuantos bienes terrenales les cayesen, ¿se hacen cargo?
Es que su hijo, Antonio, el fruto de sus entrañas, ha sido elegido, ¡qué gloria
tan incomparable!, para dar testimonio de Cristo... Allá en unas tierras que
están muy, muy lejos de aquí, su hijo ha confesado la fe, y la Iglesia , dentro de poco,
le colocará en los altares, ¿entienden ustedes bien?, en los altares, donde
todos nos arrodillaremos para pedirle que interceda por nosotros...
-Sí, todos le
pediremos, será nuestro abogado -afirmó el obispo, cruzando las manos
fervorosamente, en un transporte de su hermosa alma, rebosante de piedad y
unción.
La madre
-laboriosa, tardíamente- adivinó algo extraño. ¿En los altares? ¿Qué era
aquello? ¿Sería...? Y, encarándose con el arcipreste, interrogó agresiva y
ronca:
-Su alma
-respondió el arcipreste- subió gloriosa al cielo, después de sufrir el cuerpo
miserable tormentos muy crueles, que no consiguieron quebrantar su ánimo. ¡Esa
es su corona! -añadió, conmovido también, mientras el obispo, gravemente,
trazaba en el aire la bendición sobre las cabezas de los padres del santo.
La mal hablada
callaba... Algo oscuro se removía en el fondo de su ser; algo que era a la vez
sentimiento y brutalidad, pena y protesta, y que se resolvió en lágrimas
tardías, más que derramadas, exudadas por los encarnizados, durísimos ojos... Y
al fin, arrancándose las greñas grises, hiriéndose el huesudo pecho con las
manos nudosas y negras, exclamó desesperada:
-¡Antón!
¡Antoniño! ¡Yalma mía! ¡Siempre lo dije, siempre lo dije, que habías de morir
de mala muerte! ¡De muerte fea!
Hubo un
movimiento de indignación en los familiares, en los señores del
acompañamiento... Solo el obispo no se enojó... Volviéndose al arcipreste,
murmuró:
-En vez de ir a
predicar al Japón, debió quedarse predicando en su parroquia San Antonio...
Falta hacía...
«Blanco y Negro», núm. 379, 1898
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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