La jardinera, al pasar
arremolinando una nube de polvo, justificaba su nombre: hacía el efecto de
enorme ramillete. Los trajes borrosos de los hombres desaparecían bajo los de
percal rosa, azul y granate de las mujeres, y las pamelas de paja y las amplias
sombrillas eran otros tantos cálices de gigantesca flor, abiertos sobre el
verde gayo y frescachón del campo galaico.
Bajáronse los
expedicionarios al pie del castañar, que les ofrecía para su merienda regalada
sombra. Destaparon el cesto y, acomodándose sobre la hierba mullida,
despacharon, entre alborozo, agudezas y carcajadas, el jamón fiambre y las
rosquillas que regaron con champaña. Después corretearon por el bosque, jugando
a esconderse. Eran siete, tres matrimonios y un muchacho soltero, gente
distinguida de la corte, que veraneaban en el puertecillo de la costa
cantábrica, y se sentía embriagada por el aire puro, los sanos alimentos y la,
para ellos, desconocida belleza del país. Mientras el soltero Manolo Chaveta se
ocultaba detrás del matorral, y las señoras, Clara, Lucía y Estrella, se
dedicaban a buscarle entre el ramaje de los castaños nuevos, los tres maridos,
Juan, Antonio y Perico, se entretenían en coger setas que Antonio declaraba
comestibles.
Al ponerse el sol tenían
dos pañuelos henchidos de setas morenas, leves como el corcho, olientes a
almendra amarga.
Cuando, habiendo regresado
al pueblecillo, ordenaron a la dueña de la fonda que friese sin tardanza las
setas cosechadas en el bosque, la buena mujer se negó. ¡Madre mía del Corpiño!
¡Freír ella porquería semejante, una cosa de veneno, habiendo en el mar tanto
rico pescado, y en la tierra tan sabrosos huevos y tan gordas gallinas! Precisamente
aquella noche les tenía ella a los señoritos una cena de rechupete: lenguados
en salsa, Pollos con «chicharos» y costillas de cerdo en adobo. ¡Que tirasen al
polvero esa indecencia, si no querían morir de mala muerte! Pero Manolo
Chaveta, echándola, de docto, trató de ignorante a la fondista; habló de
Francia, donde a la seta se la llama «champiñón», y no falta en ningún guiso,
aseguro que aquella eran setas excelentes, que en el tufillo se la conocía;
requirió la sartén, y juró que si no nos las freía nadie, ¡hala!, las freiría
él mismo.
-Bueno -gruñó la fondista-,
ya que quieren reventar..., a su gusto. Váyase, señorito, y descuide, que yo
amañaré las «setiñas» con su tocino, y, se las mandaré a la mesa hecha un sol.
Pero confiésense antes, por si acaso..., y avisen al escribano para hacer
testamento.
A la hora de la cena,
después de los tiernos pollitos, que se deshacían como merengue en su lecho de
guisante, apareció, en efecto, un plato donde crujían aún las setas recién
salidas de la sartén. Los expedicionarios, que ya casi ni se acordaban de
ellas, las miraron con sorpresa y de reojo.
A pesar de esta observación
y de la afición que todos habían jurado profesar a las setas, ninguna mano se
tendía hacia el plato; pensaban en las palabras de la fondista, y les
paralizaba involuntario temor, porque las setas, así fritas y encogidas, les
parecían más siniestras que en el campo, esponjadas y leves. Pero como Lucía
dirigiese a Manolo Chaveta una ojeada burlona, él se decidió, y exclamando:
«¡Qué buena cara tienen!», se puso en el plato dos o tres. Antonio imitó su
ejemplo, y las señoras picaron también alguna seta con el tenedor. Al principio
comían con cierta repugnancia, mascando lentamente aquel manjar sospechoso; por
fin, el saborcillo del tocino los animó y despabilaron -entre cuchufletas y
alardes de humorismo, mofándose de las aprensiones de los indígenas, que
desconocen las excelencias de los champignons- todo el contenido del
plato.
La velada solían
entretenerla leyendo periódicos y jugando al bezigue, y aquella noche no
alteraron la costumbre; mas es fuerza declarar que las noticias no les
interesaron, y el juego menos. Perico, que era de esos guasones pesados capaces
de dar ictericia, amenizaba de cuando en cuando la reunión con frases de este
jaez: «¿Han hecho ustedes examen de conciencia?» «¿Conocen ustedes aquí algún
cura de confianza y aseadito, para eso de la extremaunción?...», hasta que su
mujer, Estrella, una morena imperiosa, le soltó un furibundo rapapolvo,
mandándole a la cama. A las once se retiraron todos, no sin que Clara dijese a
Lucía en tono agridulce: «Te noto muy mal color», y Lucía respondiese,
mordiéndose los labios: «Yo te lo notaba a ti; pero no quería decírtelo, por no
asustarte.»
Las doce menos cuarto
serían cuando Estrella salió al pasillo despavorida y en enaguas pidiendo
socorro. La primera persona con quien tropezó fue Juan, desencajado y en mangas
de camisa, que amparaba con la mano la luz de un bujía ardiendo en una
palmatoria. Del cuarto salían desgarradores ayes exhalados por Clara. En cinco
minutos se alborotó la fonda y empezó el bureo, el trastear en la cocina, el ir
y venir del servicio, las preguntas de los demás huéspedes que se despertaban:
-¡Quiá! Si es que se han
envenenado con setas; se empeñaron en comerlas, y por fuerza hubo que
freírselas -explicaba el criado, descolgando del perchero la boina para correr
a avisar al médico, mientras la fámula volaba a turbar el sueño del boticario.
Parecía cosa de magia: los
siete expedicionarios advertían iguales síntomas, el mismo horrible cólico, el
mismo frío sudor. Los matrimonios procuraban auxiliarse, mientras que el
soltero, Chaveta, se retorcía solo en su angosto lecho. Cuando los dolores
dejaban alguna tregua, los enfermos se increpaban.
-¡Maldito sea quien las
trajo a casa! -gemía Antonio, olvidándose de que las había recogido él en
persona.
Y como cuando se sufre las
horas parecen interminables, y el médico tardaba y también los remedios, las
tres parejas creyeron definitivamente llegado su trance postrero, y pensaron,
como se piensa en el vencimiento de una letra, en que era forzoso presentarse
ante el Sumo Juez. Clara, temblorosa y con los ojos extraviados, echó los
brazos al cuello del moribundo Juan, y le dijo al oído no sé qué cosas, a las
cuales respondió él con voz desmayada y turbia:
Por su parte, Lucía, con
supremo esfuerzo, se arrodilló delante de Antonio, y murmuró algo; pero su
marido no la dejó terminar; antes la alzó, exclamando afligido:
En cuanto a Estrella,
acostumbrada a tratar a Perico militarmente, se contentó con decirle entre dos
bascas:
-Tus bromas sobre Chaveta
te..., tenían... fun..., fundamento. Absuélveme en seguida, que... estoy
agonizando.
Al cuarto de hora llegó el
médico, viejo practicón que ya había asistido en algunos caso de intoxicación
por setas. Venía pertrechado de emético y de éter, de esencia de tomillo y de
hipecacuana. Apenas hubo visto a los enfermos, se le despejó el rostro y hasta
sonrió.
-Como que tiré al cesto de
la basura casi todas las malditas setas, menos unas pocas, que freí por les
cumplir el antojo -respondió la fondista, respirando libremente y rebosando el
legítimo orgullo de quien ha salvado, mediante un rasgo de discreción, siete
vidas humanas.
Restablecidos ya, al pronto
los tres matrimonios se hablaban con cierto encogimiento, fríamente, lo mismo
que si tuviesen algo atravesado en la garganta. Pero Chaveta, que había quedado
desmejoradísimo desde la crujía, anunció que regresaba a Madrid; y con su
marcha y la satisfacción de no haberse muerto, renació la alegría entre las
parejas, que de allí a poco volvieron a merendar al bosque.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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