Voy a escribir
una historieta de amores. A pesar de la ciencia, de la economía política, de la
política contra la economía, de los problemas militares, de las huelgas y las
manifestaciones, el amor conserva aún su atractivo pueril, su gracia patética o
sonriente. Es el amor todavía un angélico revoltoso, salado y dulce, y el aire
de sus rizadas alitas, durante las abrasadas siestas del verano, refresca las
sienes de mucha gente moza. Fáltale al amor actualidad, pero le sobra
eternidad. Mi cuento demostrará por millonésima vez, que el dominio del amor se
extiende a todas las criaturas y que, según a porfía repiten poetas y autores
dramáticos, no hay para el amor desigualdades sociales.
Llamábase mi
heroína Muff, que en alemán quiere decir «manguito», y le pusieron tal
nombre porque, en efecto, el fino pelaje que la revestía daba a su diminuto
corpezuelo cierta semejanza con un manguito de rica piel gris. Dama hubo que se
equivocó y echó mano a Muff, pero la dueña de la lindísima grifona
intervino, exclamando:
Verdad
indiscutible, de las que se demuestran con cifras. Hasta dos mil francos puede
costar un manguito si es de chinchilla de primera, y por Muff se pagaron
al contado tres mil. Hoy las pieles han subido: me refiero a los precios de
entonces. Todavía es preciso agregar al coste de Muff el importe de sus
joyas; dos collares chien, de perlitas uno, otro de coral rosa con
pasadores de diamantes, y un par de cascabeles de oro incrustado de rosas y
zafiros, dije útil, pues revelaba con su tilinteo la presencia de Muff y
la salvaba de morir aplastada de un pisotón. No omitamos tampoco en el
presupuesto de Muff -nada ha que omitir, tratándose de presupuestos- el
valor del elegante trousseau remitido de París, donde existen modistas y
talleres especialmente dedicados a este ramo. Poseía Muff y lucía con
frecuencia, según la estación, sus mantas acolchadas de terciopelo, raso y gro
Pompadour, con bolsillito para el microscópico pañuelo perfumado de lilas
blanc; sus botas de caucho o cabritilla, sus collarines de rizada pluma, y
creo ocioso añadir que dormía en lecho de edredón con múltiples cojines
bordados y blasonados.
¡Ah! Si las
riquezas, la ostentación, el lujo, la vanidad, bastasen a los corazones
sensibles, ¡quién más feliz que Muff! Era su existencia la realización
de un cuento de hadas. Habitaba un palacio lleno de preciosidades artísticas;
tenía a su servicio una doncella, diligente, cuidadosa y mimosa, la Paquita , que, después de
bañar a Muff en agua tibia, frotarla con jabón exquisito, enjuagarla con
suave lienzo y peinarla, hasta esponjar sus plateadas sedas, le servía en
cuencos de porcelana golosinas selectas y, terminada la refacción, frotaba los
dientecillos de su ama con un cepillo empapado en elixir, a fin de que tuviese
el aliento balsámico, y fresca la boca. Si Muff salía, iba en coche, por
supuesto, enganchado para ella expresamente; llevábanla al Retiro, y el lacayo,
bajándola en el punto más solitario y de aire más puro la dejaba brincar y
correr, hacer ejercicio higiénico, solazarse a su libertad. Tampoco faltaban a Muff
satisfacciones de amor propio. Cuantos la veían, extasiábanse con la monada del
manguito vivo y alababan el pelo argentado, los ojos negros, inmensos, medio
velados por las revueltas sedas, el hociquito diminuto, semejante a un trufa,
la jeta encantadora. Así y todo, entre tantos mimos y esplendores, andaba
mustia la grifona, y a veces sus vastas pupilas expresaban nostálgica
aspiración.
Cuando Dios creó
a los seres allá en las frondas tupidas del Edén, clavóles adentro, muy
adentro, en lo íntimo y profundo de la voluntad, un aguijón, un estímulo,
especie de alfiler que sin cesar punza y se hinca y no consiente minuto de
sosiego. Reclinada en sus fofos almohadones de seda, o agasajada en brazos del
lacayo, acariciada por Paquita, o correteando por las sendas enarenadas del
Retiro, Muff sentía la punta aguzada hincarse más honda. «No eres feliz,
pobre Muff, te falta la sal de la vida, la esencia del licor», sugería
el alfiler por medio de tenaces picaduras reiteradas; y Muff, en
lánguida postura, con el hocico ladeado y una patita péndula, suspiraba, y al
anhelar de su pecho, el cascabel de oro del collar hacía misterioso «tilín». Un
sagaz observador comprendería al punto lo que le dolía a Muff; pero no
supieron entenderlo sus poseedores, o no quisieron, si se da crédito a
versiones que parecen autorizadas. En consejo de familia fue sentenciada Muff
a ignorar eternamente las alegrías amorosas y las sublimes, pero arduas, faenas
de la maternidad. Objeto de lujo, primoroso bibelot, no debía
estropearse. Y al notarla melancólica, decía la Paquita , presentando
tentador plato de dorados bizcochos:
Un atardecer, al
bajarse Muff de su coche en las umbrías del Retiro, vio que se acercaba
a ella, muy brincador y animado, feísimo perrucho. Era un ruin gozquejo
callejero, de esos que por turno mendigan y muerden, que rebuscan ávidamente piltrafas
entre la basura y perecen estrangulados a manos de laceros municipales. Al ver
al chucho, con su zalea amarillenta y sucia, el primer movimiento de Muff
fue un remilgito desdeñoso. Violo el lacayo y atizó al gozque soberano
puntapié, que le hizo exhalar un alarido doliente. La compasión reemplazó al
desdén, y Muff corrió hacia el lastimado, deseosa de consolarlo.
Ya él volvía,
sin miedo ni rencor, a rabisalsear en torno de Muff. Empezó el juego con
amistosos ladridos, mordisquillos en chanza, hociqueos y otras manifestaciones
expresivas e indiscretas de la cordialidad perruna. Los separaron, y Muff
fue recogida a casa; pero al siguiente día, apenas descendió del coche, halló
de nuevo al gozquecillo, alegre, insinuante, porfiado como él solo. Quiso la
maliciosa casualidad que también el lacayo guardián de Muff tuviese un
encuentro, el de su paisana la niñera Lucía, muchacha rubia de buen palmito.
Mientras los dos paisanos pegaban la hebra, la aristocrática grifona y el can
plebeyo se entendían gustosos. Quizá la sentimental perita confesó sus
aspiraciones románticas y el vacío de su dorada esclavitud; acaso el pobrete
apasionado de aquella beldad de alto coturno refirió sus luchas por la
existencia, sus días de inanición, la vagancia, los palos recibidos, el poema
de una miseria sufrida con estoico desprecio. Lo cierto es que,
insensible-mente, aprovechando la distracción de su custodio, Muff se
apartó del coche, y, guiada por el perrucho, perdióse entre las alamedas y
macizos de árboles, en dirección a la salida del Retiro, hacia Atocha. ¡El
seductor iba delante, enseñando el camino; Muff le seguía, intrépida,
sin volver, el hocico atrás; y al rápido trotecillo de sus menudas patitas,
tilinteaba suavemente, en ritmo musical, con una especie de emoción, el áureo
cascabel, al cual enviaba corrientes de electricidad el corazón venturoso!
Todos los
periódicos anuncian la pérdida de Muff. La gratificación ofrecida es
cuantiosa. Muff, sin embargo, no aparece. ¿Qué ha sido del manguito
viviente, del rebujo de argentadas sedas, entre las cuales lucen las negrísimas
pupilas enormes? ¿Que hicieron de Muff la vida nómada, el abandono, la
necesidad? ¿La robó un aficionado y no quiere restituirla? ¿Yace en la
alcantarilla tiesa, helada, despojada de su collar y su cascabel de oro y
piedras? ¿O, aceptando su humilde destino, ha dejado voluntariamente las galas
de la riqueza, y, tiritando, acompaña a su esposo, ronda con él al amanecer y
hoza en los montones de estiércol para engañar el hambre, el hambre, enemigo
del amor, severo juez que, inflexible, lo castiga, verdugo que lo mata?
«El Imparcial», 7 agosto 1899.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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