Siempre que
entrábamos en el despacho del conde de Lobeira atraía mis miradas -antes que
las armas auténticas, las lozas hispanomoriscas y los retazos de cuero
estampado que recubrían la pared- un retrato de mujer, de muy buena mano, que
por el traje indicaba tener, próximamente un siglo de fecha. «Es mi bisabuela
doña Magdalena Varela de Tobar, duodécima condesa de Lobeira», había dicho el
conde, respondiendo a mi curiosa interrogación, en el tono del que no quiere
explicarse más o no saber otra cosa. Y por entonces hube de contentarme,
acudiendo a mi fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.
Este
representaba a una señora como de treinta y cinco años, de rostro prolongado y
macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia sencilla y pura,
consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al trabajo doméstico, ley de la
fuerte matrona de las edades pasadas. La modestia de vestir en tan encumbrada
señora parecíame ejemplar; aquel corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito
blanco sujeto a la garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y
recogido detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la
fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena había
encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardadora del fuego
de los lares; de la madre digna y venerada, ante quien sus hijos se inclinan
como ante una reina; del ama de casa infatigable, vigilante y próvida, cuya
presencia impone respeto y cuya mano derrama la abundancia y el bienestar. Así
es que me sorprendió en extremo que un día, preguntándole al conde en qué época
habían sido enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me
contestase sobriamente, señalando el retrato consabido:
El dato
inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el retrato observé que
aquella pintura ofrecía una particularidad rara y siempre sugestiva: en
cualquier punto de la habitación que me colocase para mirarla me seguían los
ojos de doña Magdalena con expresión imperiosa y ardiente. Casual acierto del
pincel, o alarde de destreza del pintor, las pupilas del retrato estaban
tocadas por tal arte, que pagaban con avidez y energía la mirada del que las
contemplase desde lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como
si me atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo
oscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y del
pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar.
Aunque el conde
de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay instantes en que el corazón más
tapiado se abre y deja salir el opresor secreto. Uno de esos momento, siempre
transitorio en ciertas organizaciones, llegó para el conde el día en que,
incitada por mi imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé a trazar la
silueta de doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros
tiempos y otras edades en que el hogar olía a incienso como el sagrario y la
familia tenía la solida estructura del granito.
-¡Por Dios, no
siga usted! -exclamó mi interlocutor, dejando de atizar la chimenea y
volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un enemigo-. El terror más
craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del pasado por la impresión que nos
causan sus reliquias. Cáscara vacía, huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad
ha de contarnos un retrato, un mueble o un edificio ruinoso? Los soñadores como
usted son los que han falseado la historia, poetizado lo más prosaico y
embellecido lo más horrible. En ninguna época fue la humanidad mejor de lo que
es ahora; pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y
lleno de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya
que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que se nos
han perdido grandes virtudes, merece usted que para desilusionarla le cuente la
historia de doña Magdalena, tal como la he entresacado de nuestro archivo y de
otros documentos.... ¡que obran en archivos judiciales!
Esa señora que
está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su honesto pañolito, al
casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el condado de Lobeira, se
mostró apasionada hasta un grado increíble, despótico y furioso. Mi bisabuelo
pasaba por el mozo más gallardo de toda la provincia, y doña Magdalena, por una
señorita fanáticamente devota: se susurraba que usaba cilicio y que se
disciplinaba todas la noches. Fuese o no verdad, lo que es a su marido cilicio
le puso doña Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un
minuto. Poco después de la boda, los que vieron al conde pálido, demacrado y
abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le daba hierbas y
filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la tea del amor conyugal.
Duró esta
situación, sin que la modificase el nacimiento de varios hijos. No obstante a
los diez o doce años, de matrimonio, observose que el conde, habiéndose
aficionado a cazar y haciendo frecuentes excursiones por la montaña -pues
pasaban largas temporadas en el campo, en el palacio solariego de Lobeira,
según costumbre de los señores de entonces, recobraba cierta alegría y parecía
rejuvenecido.
Como yo no estoy
graduando el interés de mi historia, sino que se la cuento a usted descarnada y
sin galas -advirtió al llegar aquí el narrador, diré inmediatamente lo que
produjo la mejoría del conde. Fue que, algún tanto aplacada aquella pasión de
vampiro de su mujer, pudo respirar y vivir como las demás personas. Usted
objetará que todo el delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente a
su esposo, y que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan
delicado punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante.
Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor cubre a
veces nuestros bárbaros egoísmos o nuestras morbosas aberraciones. Y basta, que
al buen entendedor... Ya continúo.
Como a veces se
guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena tardó bastante en
entenderse de que su marido, al volver de la caza, solía descansar en la choza
de cierto labriego que tenía una hija preciosa. En efecto, era así: el conde de
Lobeira prefería a los suculentos manjares de su cocina señorial, la brona
y la leche fresca servida por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los
ojos y la risa en los labios, acudía solícita a festejarle; doña Magdalena, ya
informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vio desde
el primer instante el mal y agravio. Y acaso acertase: no pretendo excusar a mi
bisabuelo, aunque las crónicas afirman que era honesta y sencilla su afición a
la hija del colono.
Lo histórico es
que, en una noche de invierno muy oscura y muy larga, la puerta del pazo se
abrió sin ruido para dejar entrar a un hombre robusto, recio, vestido con el
clásico traje del país, que hoy está casi en desuso. La condesa le esperaba en
el zaguán: tomóle de la mano, y por un pasadizo oscuro le llevó a una
habitación interior, que alumbraba una vela de cera puesta en candelabro de
maciza plata. Era el oratorio.
Detrás de las
colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y que replegó la dama, el hombre
vio abierto un boquete, a manera de cueva; un agujero sombrío. Repito lo de
antes: no busco «efectos»; pero aunque los buscase, creo que ninguno tan
terrible como decir sin más circunloquios que el hombre -un «casero» en las
costumbres de entonces casi un siervo de la condesa -era el mismo padre de la
zagala a quien el conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el
negro hueco, advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del conde. En
seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante.
¿Temió aquel
hombre por la vida de su hija y por la suya propia? ¿Impulsole la cobardía o el
respeto tradicional a la casa de Lobeira? ¿Fue la sugestión que ejerce sobre un
cerebro inculto y una voluntad irresoluta y débil, la hembra resuelta de
arrebatadas pasiones? ¿Fue codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que
la esposa ultrajada le ofrecía en precio de la sangre? El caso es que si hubo
resistencia por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo
la señal de la cruz (¡atroz detalle!), descalzóse, empuñó el hacha y siguió a
la condesa hasta el aposento en que el conde dormía. Y mientras la señora
alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó un golpe,
otro, diez; en la frente, la cara, el pecho... El dormido no chistó: parece que
al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados... y luego, nada. Sábanas,
colchones, el hacha y el muerto, todo fue arrojado al escondrijo; la condesa
lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y atestando de oro la faltriquera
del asesino, le despachó con orden de cruzar el Miño y meterse en Portugal.
Un rumor vago al
principio, y después muy insistente, se alzó con motivo de la desaparición del
conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes motivados por un pleito; y en el
oratorio, bajo cuyo piso yacía mi bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente
el santo sacrificio de la misa, asistiendo a él doña Magdalena, lo mismo que la
ve usted retratada ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la
besaban la mano cariñosa. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase
misterios, y la coincidencia de la desaparición del conde y la del casero y su
hija, la linda moza, dio pie a que se sospechase que el esposo de doña
Magdalena vivía muy a gusto en algún rincón de esos que saben buscar los
enamorados. No faltó quien compadeciese a la abandonada señora, en torno de la
cual el respeto ascendió, como asciende la marea. Al verla pasar, derecha,
macilenta, siempre de negro, la gente se descubría.
Al cumplirse,
día por día, a corta distancia del pazo de Lobeira apareció un hombre profundamente
dormido; era el casero de la condesa; y los demás labriegos, que le rodeaban
esperando a que despertase, quedaron atónitos cuando al volver en sí, a gritos
confesó el crimen, a gritos se denunció y gritos pidió que le llevasen ante la Justicia. Hay
fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún raciocinio: la mitad
de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie es capaz de presentir qué
alimañas saldrían de esa caverna si nos empeñásemos en registrarla. El aldeano,
cuando le preguntaron el móvil de su conducta, afirmó con rústicas razones que
no lo sabía; que una gana irresistible -un «volunto», como dicen ahora- le
obligó a salir de Portugal y a ver de nuevo el pazo, y que al avistarlo le
acometió un sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de
confesar, de decir la verdad, de ser castigado, porque, sin duda, calculo yo,
su endeble alma no podía con el peso del secreto que impenetrable y tranquila,
guardaba el alma varonil de doña Magdalena.
La prendieron,
claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el negro calabozo donde la
condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El casero fue ahorcado; y para
librar a mi bisabuela del patíbulo empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia
se comió con apetito tan sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí.
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Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña
Magdalena se me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El bisnieto
callaba y suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como
si percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.
«El Imparcial», 22 enero 1894.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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