Se les ocurrió aquella noche a los moradores de la quinta de los
Granados comer, o mejor se dijera cenar, al aire libre, instalados en la
glorieta del jardín, alumbrada por un aro de bombillas eléctricas.
La idea era, a decir verdad, encantadora. En la templanza de los últimos
días de septiembre; en aquel clima de Levante, con la deliciosa humedad ligera
de sus noches; con el olor a jazmines y a rosas no agostadas, porque el riego
conservaba su vida; a la luz de la luna, que emperlaba con tonos nacarados el
jardín, parecían doblemente gustosos los manjares, servidos como en el
restaurante de un gran casino internacional, por criados de rigurosa etiqueta,
sin más techo que el follaje de los árboles, entre cuyos claros palpitaba el
cielo, puntilleado de estrellas... Todo contribuía a hacer deleitosa la
humorada, idea de gente joven, rica, algún tanto aburrida de las cosas
corrientes y curiosa de sensaciones nuevas, que realzasen las conocidas ya.
La familia de los dueños de la quinta se componía de un matrimonio
joven, un hermano del marido, dos primas que pasaban temporada allí, y otro
huésped, mozo también, Juanito Lucena, recién llegado de París, hijo de un
opulento banquero. Las dos niñas, graciosas, semejantes a típicas figuras de
Zuloaga, «ponían los puntos», como se decía en España, o «flirteaban», como
dicen hoy, con el forasterito. Algo de lo mismo hacía, sin mala intención en el
fondo, la señora de la casa. Las tres mujeres que iban a sentarse a la mesa en
el embalsamado cenador estaban todas chorreando pendencia, y esto las volvía
más guapas y las obligaba a componerse y a cuidar de su belleza, haciéndola
resaltar por el adorno y el arte. Porque llega una hora en que la mujer, como
el gusano de luz en la estación amorosa, brilla en todo su esplendor; en que de
ella parece desprenderse electricidad, en que todos sus movimientos son ritmo,
y sus palabras gorjeo, y sus gestos monerías, y a su lado no es posible el
fastidio ni la indiferencia. Y en este estado se encontraban las tres que
Juanito Lucena tenía en jaque.
Se afanaban y se desvivían por atraer su atención: las jóvenes viendo en
él a un brillante partido; la dueña de la casa, porque encontraba a un
representante de cierta alta vida que no era la suya, puesto que ella no vivía
en París ni estaba relacionada en los varios «mundos» que frecuentaba Juanito.
Y su vanidad femenina la sugería la comparación que Juanito estaría haciendo
entre sus toilettes y las de
otras mujeres chic de la gran
ciudad; entre sus costumbres y hábitos y los de las mundanas y «cremosas»,
actrices y Aspasias; entre su picoteo donosamente meridional y la charla más
desenfrenada y libre, o más etérea, más saturada de esprit, de aquellas que atrás dejaba. Así es que se esmeraba en
parecerle al parisiencito desaprensiva, superior, y no encogida, ñoña-burguesa, en suma.
La noche de la cena al aire libre las tres mujeres habían ideado
vestirse como para casino, con trajes escotados de gasa y seda liberty y sombreros de los de enormes
plumas y ala formidable. Bajo la claridad viva de las bombillas, semiocultas
entre el follaje, que se combinaba con la lunar, estaban con aquel atavío,
seductoras, habiendo echado el resto en peinado, joyas, perfumes, guanteado
flexible hasta el codo y calzado finísimo sobre medias exquisitamente caladas.
Era todo rugir de sedas, parloteo de excitación, rechispeo de diálogo,
escaramuzas de coquetería. Lola y Jacinta, las dos muchachas, aportaban al
coqueteo su frescura juvenil y su ingenuo descaro. Micaela, la dueña de la
casa, su experiencia ya mayor, su leve madurez dorada de alma y cuerpo. Marido
y cuñado, por su parte, se prestaban al juego de sociedad, no viendo en él nada
de malo, sino «cosa admitida». Y en medio de las tres, Juanito, incensado como
un ídolo blanco de tantas flechas, sonreía, tratando de repartirse
equitativamente y no dejar descontenta a ninguna de las tres; lo cual, si ellas
hubiesen tenido advertencia, bastaría para demostrarles que de ninguna le
importaba, en realidad, un rábano...
Pero todo lo achacaban las damas a galantería de la más fina, exquisita
y elevada, quedándoles el recurso de creer que las únicas atenciones sinceras y
en las cuales entraba verdadero interés eran las que a cada una personalmente
se dirigían. Y con este ensueño se derretían cada vez más, se animaban en la
dulce guerra y entre risas, gaterías y pequeñas locuras insinuantes -a la hora
en que del cubo de hielo salieron las botellas de argentada cápsula, la
alegría de la linda cena adquirió algo de insensiblemente pecaminoso, un tinte
de elegante orgía, el que toman los fines de fiesta en los clubs de hombres,
cuando se invita y obsequia a señoras de alta sociedad. Juanito, sin poderlo
remediar, miraba con mayor compla-cencia a Micaela, que, de las tres, era, sin
género de duda, la más picante, la más análoga a otras que allá en la gran urbe
habían entretenido gratísima-mente sus ocios de soltero...
La pendiente era resbaladiza y peligrosa. Un soplo de brisa le despejó
la cabeza, algo aturdida por los vapores del espumoso, y sus ojos, demasiado
lucientes, se amortiguaron y acertaron a ver claramente adónde le guiaba la
senda emprendida. Miró despacio a su huésped, Manolo Camino -dueño de la
hermosa quinta y de la antojadiza mujer, y en un instante de humorismo, sintió
el deseo de pagar la hospitalidad con un favor. Tomó la palabra, y, sonriente,
declaró:
-¡Qué pocas de estas cenas tan deliciosas tendré ya en lo porvenir...
cuando me case!
Cinco bocas a un tiempo, en tonos que hubiesen sido significativos para
quien los analizase detenidamente, exclamaron:
-¿Casarte has dicho?
-Casarme... ¿Qué tiene de particular? ¡Cómo os asombráis! He venido a
España para eso.
Aquí a las solteras les chispearon las pupilas negras y se les agitó el
aliento. ¡Claro es que con ellas iban los planes del parisiense!
-Y... -preguntó Manolo- ¿tienes ya elegida la venturosa cónyuge?
Juanito, que veía delinearse su idea, respondió con cierta negligencia
franca:
-Creo que sí... Al menos, si no mienten los informes que traigo. Se
trata de una muchacha que reúne todas las condiciones por mí apetecidas.
-¿Muy elegante? -preguntó Lola con una vislumbre de esperanza dudosa.
-No, por cierto.
-Entonces... ¿Muy rica?
-¡Bah! Yo no necesito el dinero de mi futura...
-¿Muy guapa?
-Regular. Mona, interesante.
-Pues no veo las condiciones -arguyó despechada Jacinta, mordiéndose los
labios, en vez de morder la rebanada de piña que embalsamaba su plato.
-Las condiciones -y Juanito dejó caer las cláusulas como dejaría caer
agua helada sobre aquellas carnes húmedas de un sudor que ya traspasaba la capa
de polvos de arroz. Las condiciones... Que se parezca lo menos posible a las
mujeres que he conocido hasta el día... y que no piense nunca en imitarlas...
Eso es lo que busco y creo haber encontrado. ¿Verdad que tengo razón?
Callaron todas. Un estremecimiento agitó los cuerpos de las tres, que se
habían disfrazado para asemejarse más a las mujeres que Juanito había conocido
hasta el día... Sintieron vergüenza de sus escotes, de sus sombreros de postal,
de su jugueteo provocativo... Y la cena terminó entre una frialdad repentina de
desilusión.
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 33, 1910
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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