(Los Reyes Magos regresan a su
patria por distinto camino del que vinieron, a fin de burlar al sanguinario
Herodes. Es de noche: la estrella no los guía ya; pero la luna, brillando con
intensa y argentada luz, alumbra espléndidamente la planicie del desierto. La
sombra de los dromedarios se agiganta sobre el suelo blanco y liso, y a lo
lejos resuena el cavernoso rugir de un león.)
BALTASAR.- (Acariciándose la nevada y luenga barba y
moviendo la anciana cabeza a estilo del que vaticina.) No sé lo que me sucede desde que me puse de rodillas
en el establo de Belén y saludé al hijo de la Doncella , que me agita un
espíritu profético, y siento descorrerse el velo que cubre los tiempos futuros.
Este tributo de oro que ofrecía al Niño para reconocerle Rey, ¡cuántas y
cuántas generaciones se lo han de rendir! Tributos percibirá, no como nosotros,
días, meses y años, sino siglos, decenas de siglos, generación tras generación,
y los percibirá de todo el Universo, de toda raza y lengua, de nuevas tierras
que se descubrirán para aclamar su nombre. El oro que le he presentado era
poco: apenas llenaba el cofre de cedro en que lo traje; y ahora se me figura
que se ha convertido en un mar de oro, y veo que al Niño se le erigen templos
de oro, altares de oro labrado y cincelado, tronos de oro, en torno de los
cuales oscilan blancos flabelos de plumas con mangos de oro, y que ciñe su
cabeza una triple corona de oro macizo, también, incrustada de diamantes y
gemas preciosas. Olas de oro, fluyendo de los veneros de la tierra corren a los
pies del Niño; y lo más extraño es que el Niño los contempla con entristecida
cara, y al fin esconde el rostro en el seno de su Madre. ¿Habré obrado mal, ¡oh
sabios!, en presentarle oro? ¿No le agradará a la criatura celeste el símbolo
de la autoridad real? Temo que mis dones no hayan sido aceptos y mi obsequio
pareciese sacrílego.
GASPAR.- (Enderezándose sobre su
montura, requiriendo la espada, frunciendo las cejas y echando chispas por los
ojos.) Patriarca de los Magos, bien te lo pronostiqué. El
nacido Rey de los judíos no es el vil mercader que quiere atesorar riquezas sin
cuento en los subterráneos de su morada. La codicia rebaja el alma y la hace
pegajosa y grosera como la arcilla que, despreciándola, pisamos. Mi don es el
único que pudo complacer al Primogénito de la Virgen. Tú le trajiste
oro, por monarca; yo, mirra, por hombre. Hombre ha querido nacer, y el llamarse
hombre será su mejor título. La mirra amarga como el vivir, y como el vivir,
sana y fortificante; he ahí lo que conviene a quien ha de realizar obra viril,
obra de vigor y salud. ¿Creéis que se puede ser grande, noble y fuerte sin
gustar el cáliz amargo? Aquí me tenéis a mí, ¡oh sabios!: he combatido, he
sufrido, he vencido monstruos, he lidiado con tentaciones horribles, me he
visto mil veces en mano de mis enemigos, y el soplo del martirio ha rozado mi
sien. Pues sólo un día he llorado, y una gota de mi llanto, cayendo en el
ánfora de la mirra, le prestó su tónica y sabrosa amargura y quizá su balsámico
perfume. Yo también veo al Niño, Baltasar; pero le veo combatiendo, arrollando,
venciendo, aplastando dragones, some-tiendo a su yugo a la Humanidad , sufriendo y
regando con sangre una palma. Bien hice en traerle mirra.
MELCHOR.-(Tímidamente,
con humildad profunda.) Yo no sé si habré acertado y, sin
embargo, por la alegría que me inunda presumo que el Niño no rechaza mi don.
Tú, venerable y doctísimo Baltasar, le obsequiaste con oro considerándole Rey.
Tú, indomable y valeroso Gaspar, le trajiste mirra, teniéndole por hombre. Yo,
el último de vosotros, el más ignorante, el etíope de negra tez, le ofrecí unos
granos de incienso, pues mi corazón le presentía Dios.
BALTASAR y GASPAR.- (Atónitos.) ¡Dios!
MELCHOR.- (Con
fe y persuasión ardiente.) Sí, Dios. Ahora mismo, en
medio de esta serena noche, sobre el limpio azul del cielo, he visto
resplandecer su divinidad. Ahí están las naciones postradas a sus pies y
redimidas por Él, y por Él igualados todos los hombres. Mi progenie, la oscura
raza de Cam, ya no se diferencia de los blancos hijos de Jafet. Las antiguas
maldiciones las ha borrado el sacro dedo del Niño. No le reconocéis así al
pronto, porque es un Dios diferente de los dioses que van a morir: no condena,
ni odia, ni extermina; ama, reconcilia, perdona y sólo con acercarme a Él noto
en mi corazón una frescura inexplicable y en mi espíritu una paz que glorifica.
Así que llegue a mi reino abriré las prisiones, licenciaré los ejércitos,
condenaré los tributos, daré libertad a mis concubinas y me pondré desarmado en
medio de la plaza pública a confesar mis yerros y a que mis enemigos, si lo
desean, tomen venganza de mí.
BALTASAR.- Me dejas confuso, Melchor. Tu creencia se
asemeja a la locura.
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