Las gentes
superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar al microscopio la
complicada mecánica del corazón, suponen buenamente que a Don Juan, el precoz
libertino, el burlador sempiterno, le bastan para su satisfacción los sentidos
y, a lo sumo, la fantasía, y que no necesita ni gasta el inútil lujo del
sentimiento, ni abre nunca el dorado ajimez donde se asoma el espíritu para
mirar al cielo cuando el peso de la tierra le oprime. Y yo os digo, en verdad,
que esas gentes superficiales se equivocan de medio a medio, y son injustas con
el pobre Don Juan, a quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos
el alma inundada de caridad y somos perspicaces.... cabalmente porque, cándidos
en apariencia, creemos en muchas cosas.
A fin de poner la
verdad en su punto, os contaré la historia de cómo alimentó y sostuvo Don Juan
su última ilusión..., y cómo vino a perderla.
Entre la numerosa
parentela de Don Juan -que, dicho sea de paso, es hidalgo como el rey- se
cuentan unas primitas provincianas muy celebradas de hermosas. La más joven,
Estrella, se distinguía de sus hermanas por la dulzura del carácter, la
exaltación de la virtud y el fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa
la llamaban la Beatita.
Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma:
parecíase a una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y pureza
(porque algunas, como la morena «de la servilleta», llamada Refitolera,
sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor vagabundo de Don Juan le
impulsaba a darse una vuelta por la región donde vivían sus primas, iba a
verlas, frecuentaba su trato y pasaba con Estrella pláticas interminables. Si
me preguntáis qué imán atraía al perdido hacia la santa, y más aún a la santa
hacia el perdido, os diré que era quizás el mismo contraste de sus
temperamentos.... y después de esta explicación nos quedaremos tan enterados
como antes.
Lo cierto es que
mientras Don Juan galanteaba por sistema a todas las mujeres, con Estrella
hablaba en serio, sin permitirse la más mínima insinuación atrevida; y que
mientras Estrella rehuía el trato de todos los hombres, veníase a la mano de
Don Juan como la mansa paloma, confiada, segura de no mancharse el plumaje blanco.
Las conversaciones de los primos podía oírlas el mundo entero; después de horas
de charla inofensiva, reposada y dulce, levantábanse tan dueños de sí mismos,
tan tranquilos, tan venturosos, y Estrella volaba a la cocina o a la despensa a
preparar con esmero algún plato de los que sabía que agradaban a Don Juan.
Saboreaba éste, más que las golosinas, el mimo con que se las presentaban, y la
frescura de su sangre y la anestesia de sus sentidos le hacían bien, como un
refrigerante baño al que caminó largo tiempo por abrasados arenales.
Cuando Don Juan
levantaba el vuelo, yéndose a las grandes ciudades en que la vida es fiebre y
locura, Estrella le escribía difusas cartas, y él contestaba en pocos
renglones, pero siempre. Al retirarse a su casa, al amanecer, tambaleándose,
aturdido por la bacanal o vibrantes aún sus nervios de las violentas emociones
de la profana cita; al encerrarse para mascar, entre risa irónica, la hiel de
un desengaño -porque también Don Juan los cosecha-; al prepararse al lance de
honor templando la voluntad para arrostrar impávido la muerte; al reír; al
blasfemar, al derrochar su mocedad y su salud cual pródigo insensato de los
mejores bienes que nos ofrece el Cielo, Don Juan reservaba y apartaba, como se
aparta el dinero para una ofrenda a Nuestra Señora, diez minutos que dedicar a
Estrella. En su ambición de cariño, aquella casta consagración de un ser tan
delicado y noble representaba el sorbo de agua que se bebe en medio del combate
y restituye al combatiente fuerzas para seguir lidiando. Traiciones, falsías,
perfidias y vilezas de otras mujeres podían llevarse en paciencia, mientras en
un rincón del mundo alentase el leal afecto de Estrella la Beatita. A cada
carta ingenua y encantadora que recibía Don Juan, soñaba el mismo sueño; se
veía caminando difícilmente por entre tinieblas muy densas, muy frías, casi
palpables, que rasgaban por intervalos la luz sulfurosa del relámpago y el
culebreo del rayo, pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo se esclarecía
un poco, divisaba Don Juan blanca figura velada, una mujer con los ojos bajos,
sosteniendo en la diestra una lamparita encendida y protegiéndola con la
izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás.
En efecto,
corrían años, Don Juan se precipitaba despeñado, por la pendiente de su delirio,
y las cartas continuaban con regularidad inalterable, impregnadas de igual
ternura latente y serena. Eran tan gratas a Don Juan estas cartas, que había
determinado no volver a ver a su prima nunca, temeroso de encontrarla
desmejorada y cambiada por el tiempo, y no tener luego ilusión bastante para
sostener la correspondencia. A toda costa deseaba eternizar su ensueño, ver
siempre a Estrella con rostro murillesco, de santita virgen de veinte años. Las
epístolas de Don Juan, a la verdad, expresaban vivo deseo de hacer a su prima
una visita, de renovar la charla sabrosa; pero como nadie le impedía a Don Juan
realizar este propósito, hay que creer, pues no lo realizaba, que la gana no
debía de apretarle mucho.
Eran pasados dos
lustros, cuando un día recibió Don Juan, en vez del ancho pliego acostumbrado,
escrito por las cuatro carillas y cruzado después, una esquelita sin cruzar,
grave y reservada en su estilo, y en que hasta la letra carecía del abandono
que imprime la efusión del espíritu guiando la mano y haciéndola acariciar, por
decirlo así, el papel. ¡Oh mujer, oh agua corriente, oh llama fugaz, oh soplo
de aire! Estrella pedía a don Juan que ni se sorprendiese ni se enojase, y le
confesaba que iba a casarse muy pronto... Se había presentado un novio a pedir
de boca, un caballero excelente, rico, honrado, a quien el padre de Estrella
debía atenciones sin cuento; y los consejos y exhortaciones de «todos» habían
decidido a la santita, que esperaba, con la ayuda de Dios, ser dichosa en su
nuevo estado y ganar el cielo.
Quedó Don Juan
absorto breves instantes; luego arrugó el papel y lo lanzó con desprecio a la
encendida chimenea. ¡Pensar que si alguien le hubiese dicho dos horas antes que
podía casarse Estrella, al tal le hubiese tratado de bellaco calumniador! ¡Y se
lo participaba ella misma, sin rubor, como el que cuenta la cosa más natural y
lícita del mundo!
Desde aquel día,
Don Juan, el alegre libertino, ha perdido su última ilusión; su alma va
peregrinando entre sombras, sin ver jamás el resplandorcito de la lámpara suave
que una virgen protege con la mano; y el que aún tenía algo de hombre, es sólo
fiera, con dientes para morder y garras para destrozar sin misericordia. Su
profesión de fe es una carcajada cínica; su amor, un latigazo que quema y arranca
la piel haciendo brotar la sangre.
Me diréis que la
santita tenía derecho a buscar felicidades reales y goces siempre más puros que
los que libaba sin tregua su desenfrenado ídolo. Y acaso diréis muy bien, según
el vulgar sentido común y la enana razoncilla práctica. ¡Que esa enteca razón
os aproveche! En el sentir de los poetas, menos malo es ser galeote del vicio
que desertor del ideal. La santita pecó contra la poesía y contra los sueños
divinos del amor irrealizable. Don Juan, creyendo en su abnegación eterna, era,
de los dos, el verdadero soñador.
«El Imparcial», 18 de diciembre
1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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