La cámara es espaciosa y sombría,
con un amplio ventanal abierto a aquella hora crepuscular, la alumbran ya un
velón antiguo, de latón martillado, de tres mecheros mortecinos, y la llama de
la hoguera que cruje en una chimenea de piedra tallada, en cuyo liminar
monstruos y figurillas burlescas se enlazan y luchan.
La llama devora el enorme tronco y
las ramas secas, que crepitan al devorarlas el fuego, y se deshacen en ardiente
brasa, cual inflamados rubíes. No basta, sin embargo, el calor de la hoguera
activa y alegre para combatir la sensación glacial del aire de diciembre,
entrando a su sabor por el ventanal románico. Y el viejo, que yace en una cama
de alto dosel y trabajado copete, tirita y tiembla, dando mandíbula contra
mandíbula, porque dientes no le restan. Es una especie de momia, seca y
amojamada, un caso de extrema y apurada senectud; su cráneo calvo, como el
pescuezo de un buitre, deja percibir la calavera al través de la piel, y su
esternón, que jadea, marca la parrilla del costillaje. Es la ancianidad de un
hambriento y de un hombre que ha sufrido mucho. Se encuentra, al parecer, en el
período agónico; con el conocimiento medio perdido. Sus manos sarmentosas se
crispan sobre el embozo de las sábanas. A veces realizan el movimiento del que
intenta cazar una mosca volandera. A la cabecera del doliente, mejor diríamos
del muriente, está un doctor que le examina como si contase lo que le resta de
vitalidad, y lo pulsa de cuando en cuando, y hasta le vuelve los párpados, a
fin de estudiar el globo del ojo. A cada reconocimiento, menea la cabeza,
desesperanzado. Al fin, en voz imperiosa, lanza una orden.
-¡Ea, seor Año, bébame esta tisana
y verá cómo se reanima!
Y viendo que el Año no contesta
palabra, y sigue atrapando moscas al vuelo, toma la taza de la tisana, revuelve
con una cucharita, y se aproxima otra vez.
-¡Beba, seor Año!... He disuelto
aquí segundos, minutos... ¡He des-menuzado hasta una hora! El efecto es seguro.
¡Ábrame esa bocaza!...
No habiendo parecido entenderlo el
Año expirante, el médico separó las quijadas que se entrechocaban, y puso la
cuchara llena entre los resecos labios. Al pronto, dijérase que el licor
resbalaba por un caño de madera; luego, la cabeza inerte se enderezó; los ojos medio
vidriados se abrieron, despidiendo fulgor vital y la tez de arcilla se coloreó
ligeramente. Una llamarada más fuerte brotó de la chimenea y tiñó de rojo vivo
el semblante arrugado y cadavérico, y hasta las mismas sábanas. Parecía como si
se chapuzase el enfermo en un baño de almagre.
-¿Qué me ha dado? -articuló con
enojo-. ¿Es sangre humana? He oído decir que la sangre caliente cura a los
enfermos y remoza a los ancianos... Pero yo no quiero remozarme, ¿lo oyes?
Estoy cansado, estoy asqueado, y el olor de la sangre me persigue
dondequiera... ¡Puah! ¡Puah! ¡Qué olor! Ha saturado mis membranas, se ha
infiltrado en mi carne, en mis vísceras... Me ha envenenado después de haberme
emborrachado afrentosamente. ¡Piedad! ¡No más sangre! ¡Llévate tu brebaje maldito,
doctor!
-No es sangre, seor Año, lo que he
dado a su merced. Es un poco de Tiempo;
la soberana medicina de todos los dolores, de todas las penas, de los
desfallecimientos todos. ¡Un poco de tiempo! Porque su merced yerra al creer
que lo que le mata es el envenenamiento por la sangre. Le mata el tiempo, o,
mejor dicho, la falta de él. Ésta es la fija, seor Año.
-¿No ves la sangre allí? -chilló de
pavor el Año, señalando a la chimenea con su descarnado dedo-. ¿No la ves?
-Aquiétese, cálmese, que no hay tal
sangre, a fe mía, sino la leña que arde bonitamente. Y no se apure tanto por la
sangre que corre, que nunca faltará sangre humana, aunque la viertan a ríos.
Como los racimos maduros en los meses otoñales; como la hierba en los prados
por abril; como los peces en densos bancos en las aguas profundas; como las
hojas de los árboles en primavera, renace y se multiplica la raza de los
hombres, más numerosa después de las colosales catástrofes y las espantosas
carnicerías. Puede el Amor más que la
Muerte , y lo mismo que en los trigales el viento borra la
huella del paso de una alimaña, el soplo del Amor borra el surco donde se
entierran las víctimas de los grandes combates y las matanzas cruentas.
¡Arriba, seor Año, que no se acaba el mundo por esta vez!
No contestó el viejo sino con un
largo gemido. Volviose hacia la ventana, como buscando aire que respirar. El
espectáculo era magnífico, y permaneció como fascinado, absorto.
El poniente, que poco antes se
teñía de nácar y oro fluido, iba encendiéndose, y al encenderse, cambiaba la
forma de los nubarrones, donde una desatada fantasía dibujaba y modelaba
extrañísimas figuras, engendros de pesadilla calenturienta, como si el terror
de los pobres humanos, las angustias de su conciencia perturbada, las visiones de
sus fiebres, navegasen en el cielo que iba a obscurecerse y en el horizonte que
esplendía con los últimos rayos solares. Eran nubes siniestras, amenazadoras,
tras de las cuales parecía suspensa una venganza divina, una cólera
sobrenatural.
Un dragón de cresta lumbar dentada
y furiosas abiertas fauces; una quimera cuyo cuerpo serpentino ondulaba
perdiéndose y esfumándose; un león de melena de fuego, de patazas enormes,
pronto a saltar sobre la quimera; un espectro envuelto en paños flotantes,
sacando de entre los pliegues una mano esqueletada y más allá, confuso amasijo
de combatientes, brazos armados, lanzas enhiestas, espadas blandidas, caballos
al galope, humaredas, fondo de incendio, la ira empujando a las multitudes, la
destrucción siguiéndolas... Y el Año, espantado, temblando más fuerte que
nunca, hubo de exclamar:
-¡La guerra! ¡Sangre! ¡Sangre!
Su cuerpo flaco y mísero volvió a
caer en el hueco de la cama, y una queja desesperada se exhaló de su laringe,
mientras de sus áridos ojos salía una de esas lágrimas de la ancianidad, que
parecen también viejas, que apenas fluyen... Una vocecita la sacó de su
estupor.
-¡Papá!¡Papá!
Era un bebé rubiote, rollizo, como
los que pintaba Rubens, un chicote norteño, ya con bíceps diseñados entre la
blanda grasa de sus mollas.
El rostro del Año Viejo se iluminó
un instante. Aquel tétrico rostro, nublado por tristezas infinitas, tuvo una
irradiación de esperanza, una efusión bondadosa. Y, tendiendo los brazos
acecinados, cogió la cabecita del angelote, y la acercó a sí, y en un
transporte apasionado la besó calurosa-mente.
-¡Hijito mío!
El niño le miraba, dudoso entre
llorar o reírse. Un gesto de indecisión aumentaba su belleza. Al fin, hizo un
pucherito encantador y rompió a berrear. El doctor le amenazó con la mano
abierta.
-No reprenderle -articuló el
Viejo-. Tiene razón. ¡Cómo no ha de llorar al verme! ¡Si estoy todo
ensangrentado; si aquí huele a sangre fresca de vivos y a sangre cuajada de
muertos! ¡Si soy, entre mis hermanos, los Años de la Historia , el más rojo, el
más rojo, el Año verdugo!
Y, en un acceso de rabia, el
moribundo se ofendió el rostro con las uñas, y entonces sí que empezó a correr
por sus mejillas una humedad viscosa, helada, semiseca también. El niño, ya
aterrado, había retrocedido hacia la chimenea.
El reflejo de la lumbre le atrajo y
sonrió, entre sus lágrimas, a la llama jubilosa, divertida, movible. El flamear
de la lumbre tiñó de vivo sonrosado el corpezuelo desnudo, y el niño, como el
Viejo, apareció todo rojo, del color de la Vida que se derrama, que vuelve fuera de las
venas a su origen, a las fuerzas elementales.
Y el niño, que no se veía a sí
mismo, farfulló en su media lengua:
-¡Papá, carnado!
A su vez el Viejo sollozó:
-¡Un año nuevo y también rojo! ¡No
hay más que años rojos para el mundo!
Al través de la ventana pudo verse
que el encendimiento de las nubes iba apagándose. Deshacíanse las figuras
pavorosas de los dragos y endriagos; los anillos horribles de las quimeras y
sierpes; la melena del león era un poco de vapor flotante y los sudarios que
envolvían al espectro convertíanse en leves jirones, borrados y consumidos en
la transformación del celaje. Y, suavemente, como esquife ligero que cruza un
lago, en el firmamento sosegado y frío bogó la luciente hoz de la luna. Su luz
de ensueño cayó sobre la cara del Viejo y las carnes del niño y las hizo de
plata.
-Déjese de rojeces -opinó el
doctor. Ahora son los blancos dos años, ¿ve? No se apure nunca, que Dios
mejora sus horas. Tras un día viene otro, no lo dude. Este chiquitín nos
promete muchas sorpresas agradables. ¿Verdad, monín?
Y como el mismo gesto de dolor sin
consuelo se dibujase en la anciana cara, el doctor salió un instante dejando
solos al padre y al hijo. El Año moribundo bisbiseaba frases sin ilación: sin
duda ascendía otra vez a su cerebro el delirio, compañero, o, mejor dicho,
nuncio del coma... El niño le contemplaba medroso, acurrucado detrás de un
sillón, chupándose un dedito, como si fuese un terrón de azúcar. ¿Qué decía
papá? No lo podía entender...
-¡Basta, basta, basta de sangre!
¡Me ahogo! ¡Aire! ¡Me sube hasta la boca! ¡Puah! ¡Agua, agua pura y limpia, por
compasión! ¡Agua!
El doctor entró en las puntas de
los pies... Traía en la mano un ramo verde, cortado de un arbusto, y lo aseguró
en el puñito del bebé, haciéndole que apretase. Luego le guió, medio a rastras,
hasta el lecho del moribundo.
-Di papá, bebé...
A la voz adorada, el Año se fijó,
abrió tanto ojo, vio el ramito que casi le metían por la nariz...
Una oleada de alegría inmensa
envolvió al Viejo, súbitamente electrizado... Alzó los brazos y gritó desde el
fondo de su ser:
-¡La paz! ¡La paz!
Y sin transición recayó sobre la
almohada y una serenidad augusta bañó su semblante, que empezaba a helar la
muerte.
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 48, 1915
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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