En su viaje,
guiados día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin de
descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria, que se alzaba
sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos de cactos espinosos. Pero un
instinto indefinible les movió a cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era
el punto más peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla
Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el
macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron la
espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción del sanguinario
tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del caminante, cuando no a
despojarle de sus alhajas y viáticos.
Siguieron, pues,
la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de
erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la
sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino.
Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del
paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos.
«Ahí no
encontraremos sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi
vista» -murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey
Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se
acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del
Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes
triscan las gacelas.
La llanura,
uniforme y monótona, se prolongaba hasta perderse de vista; campos de heno,
planicies revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que ofrecía la
perspectiva del horizonte. En el cielo, de un azul de ultramar, las nubes
ensangrentadas del poniente devoraban el resplandor de la estrella, haciéndola
invisible. Entonces Melchor, el Rey negro, desciende de su montura, y cruzando
sobre el pecho los brazos, arrodillándose sin reparo de manchar de polvo su
rica túnica de brocado de plata franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real,
coge un puñado de arena y lo lleva a los labios, implorando así:
-Poder celeste,
no des otra bebida a mi boca, pero no me escondas tu luz. ¡Que la estrella brille
de nuevo!
Como una lámpara
cuando recibe provisión de aceite, la estrella relumbró y chispeó. Al mismo
tiempo, los otros dos Magos exhalaron un grito de alegría: era que se avistaban
las blancas mansiones y los grupos de palmeras seculares de En-Ganim. En
Palestina ver palmeras es ver la fuente.
Gozosa se
dirigió la comitiva al oasis, y al descubrir el agua, al escuchar su
refrigerante murmullo, todos descendieron de los camellos y dromedarios y se
postraron dando gracias, mientras los animales tendían el cuello y el hocico,
venteando los húmedos efluvios de la corriente. Así que bebieron, que colmaron
los odres, que se lavaron los pies y el rostro, acamparon y durmieron
apaciblemente allí, bajo las palmeras, a la claridad de la estrella, que
refulgía apacible en lo alto del cielo.
Al alba
dispusiéronse a emprender otra vez la jornada en busca del Niño. La mañana era
despejada y radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al pastoreo, y las
innumerables ovejas blancas, moviéndose en la llanura, parecían ejércitos
fantásticos. La proximidad de la comarca donde se asienta Jerusalén se conocía
en la mayor feracidad del terreno, en la verdura del tupido musgo, en la copia
de hierba y florecillas silvestres, que no había conseguido marchitar el
invierno.
Baltasar y
Gaspar reflexionaban, al ritmo violento del largo zancajear de sus monturas.
Pensaban en aquel Niño, Rey de reyes, a quien un decreto de los astros les
mandaba reverenciar y adorar y colmar de presentes y de homenajes. En aquel
Niño, sin duda alguna, iba a reflorecer el poderío incontrastable de los
monarcas de Judá y de Israel, leones en el combate, gobernantes felicísimos en
la paz; y la vasta monarquía, con sus recuerdos de gloria, llenaba la mente de
los dos Magos. ¡Qué sabiduría, qué infusa ciencia la de Salomón, aquel que
había subyugado a todos sus vecinos desde los faraones egipcios hasta los
comerciantes emporios de Tiro y Sidón; el que construyó el templo gigante, con
sus mares de bronce, sus candelabros de oro, su terrible y velado tabernáculo,
sus bosques de columnas de mármol, jaspe y serpentina, sus incrustaciones de
corales, sus chapeados de marfil! ¡Qué magnificencia la del que deslumbró con
su recibimiento a la reina de Saba, a Balkis la de los aromas, la que traía
consigo los tesoros de Oriente y las rarezas venidas de las tres partes del
mundo, recogidas sólo para ella y que ella arrojaba, envueltas en paños de
púrpura al pie del trono del rey! Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la
escena, contemplaban la sarta de perlas desgranándose, los colmillos de
elefante ostentando sus complica-das esculturas, los pebeteros humeando y
soltando nubes perfumadas, los monillos jugando, los faisanes y pavos reales
haciendo la rueda, los citaristas y arpistas tañendo, y Balkis, envuelta en su larga
túnica bordada de turquesas y topacios, protegida del sol por los inmersos
abanicos de pluma, adelantándose con los brazos abiertos para recibir en ellos
a Salomón... No podían dudarlo. El Niño a quien iban a adorar sería con el
tiempo otro Salomón, más grande, más fuerte, más opulento, más docto que el
antiguo. Sometería a todas las naciones; ceñiría la corona del universo, y bajo
su solio, salpicado de diamantes, se postraría la opresora ciudad del Lacio.
Sí, la ávida loba romana lamería, domada, los pies de aquel Niño prodigioso...
Mientras
rumiaban tales ideas, la estrella desaparecía, extinguiéndose. Encontráronse
perdidos, sin guía, en la dilatada llanura. Miraron en torno, y con sorpresa
advirtieron que se había separado de ellos Melchor. Una niebla densa y sombría,
alzándose de los pantanos y esteros, les había engañado y extraviado, de fijo.
Turbados y tristes, probaron a orientarse; pero la costumbre de seguir a la
estrella y el desconocimiento completo de aquel país que cruzaban eran insuperables
obstáculos para que lograsen su intento. Ocurrióseles buscar una guía, y
clamaron en el desierto, porque a nadie veían ni se vislumbraba rastro de
habitación humana. Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido de lana
azul, sujeto a la frente el ropaje con un rollo de lino blanco. Y al escuchar
que los viajeros iban en busca del Niño Rey, el rústico sonrió alegremente y se
ofreció a conducirlos:
-¡A su palacio!
El Niño está en una cuevecilla donde solemos recoger el ganado cuando hace mal
tiempo.
-Una mula y un
buey le calientan con su aliento... -respondió el pastor. Su Madre y su Padre,
el Carpintero Josef de Nazaret, le cuidan y le velan amorosos...
Gaspar y
Baltasar trocaron una mirada que descubría confusión, asombro y recelo. El
pastor debía de equivocarse; no era posible que tan gran Rey hubiese nacido
así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si pidiesen consejo a
Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla, caminaba con paso firme; la
estrella no se había oscurecido para él. Hallábase ya a gran distancia, cuando
por fin oyó las voces, los gritos de sus compañeros:
Al juntarse por
último la caravana, Melchor divisó al pastorcillo y supo las noticias que daba
del Niño Rey.
-Este pobre
zagal nos engaña o se engaña -exclamó Gaspar enojado. Dice que nos guiará a un
establo ruinoso, y que allí veremos al Hijo de un carpintero de Nazaret. ¿Qué
piensas, Melchor? El sapientísimo Baltasar teme que aquí corramos grave
peligro, pues no conocemos el terreno, y si nos aventuramos a preguntar
infundiremos sospechas, seremos presos y acaso nos recluya Herodes en sus
calabozos subterráneos. La estrella ya no brilla y nuestro corazón desmaya.
Melchor guardó
silencio. Para él no se había ocultado la estrella ni un segundo. Al contrario,
su luz se hacía más fulgente a medida que adelantaban, que se aproximaban al
establo. Y en su imaginación, Melchor lo veía: una cueva abierta en la caliza,
un pesebre mullido con paja y heno, una mujer joven y celestialmente bella
agasajando a un Niño tiernecito, que tiembla de frío; un Niño humilde, rosado,
blanco, que bendice, que no llora. Lo singular es que la cueva, en vez de estar
oscura, se halla inundada de luz, y que una música inefable apenas perceptible,
idealmente delicada y melodiosa resuena en sus ámbitos. La cueva parece que es
toda ella claridad y armonía. Melchor oye extasiado; se baña, se sumerge en la
deliciosa música y en los resplandores de oro que llenan la caverna y cercan al
Niño.
-¿No oyes,
Melchor? Te preguntamos si debemos continuar el viaje... o volvernos a nuestra
patria, por no ser encarcelados y oprimidos aquí.
-Y vosotros, ¿no
oís la música? -repite Melchor, por cuyas mejillas de ébano resbalan gotas de
dulce llanto.
Magos y séquito
echan pie a tierra, extienden los tapices, y de pie sobre ellos, vuelta la cara
al Oriente, elevan su plegaria. Y la estrella, poco a poco, como una mirada de
moribundo que se reanima al aproximarse al lecho un ser querido, va
encendiéndose, destellando, hasta iluminar completamente el sendero, que se
alarga y penetra en la montaña, en dirección de Belén.
La niebla se
disipa; el paisaje es risueño, pastoril, fresco, florido, a pesar de la
estación; claros arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en mayo, el
gorjeo de las aves, que acompaña el tilinteo de la esquila y el cántico de los
pastores, recostados bajo los terebintos y los cedros, siempre verdes. Los Magos,
terminada su plegaria, emprenden el camino llenos de esperanza y de seguridad.
Una cohorte de soldados a caballo se cruza con la caravana: es un destacamento
romano, arrogante y belicoso; el sol saca chispas de sus corazas y yelmos;
ondean las crines, flotan las banderolas, los cascos de los caballos hieren el
suelo con provocativa furia. Los Magos se detienen, temerosos. Pero el
destacamento pasa a su lado y no da muestras de notar su presencia. Ni
pestañean, ni vuelven la cabeza, ni advierten nada.
«La Ilustración Artística »,
núm. 837, 1898.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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