Cierto día de
fiesta del mes de junio, a los postres de una comida de aldea, de las que se
prolongan y degeneran en sobremesas interminables, tuve ocasión de hacer una de
esas observaciones, detrás de las cuales suele vislumbrarse oculta una novela
íntima o latir el asunto de un drama. Hallábase sentado frente a mí el párroco
de Gondar, y como le daba de lleno en el rostro la luz de la ventana, luz que
se abría paso entre las ramas de los rosales, ya sin flor, pude notar que se
inmutaba y se le cubrían de amarillez las siempre coloradas mejillas al
servirle el criado un frutero de cristal donde se apiñaban, negreando de tan
maduras, las últimas cerezas.
Lo demudado de
la cara, el movimiento nervioso de la mano crispada al rechazar el frutero,
eran inequívocos, y no podían proceder únicamente de repugnancia de su paladar
a la sabrosa fruta; delataban algo más: una especie de horror, que sólo
originan muy hondas causas morales. Apunté la observación y resolví salir cuanto
antes de la curiosidad. Una hora después charlaba confidencialmente con el
párroco, recorriendo la larga calle de castaños que rodea como un cinturón de
sueltos cabos flotantes el soto.
Antes de resumir
el relato del cura, debo decir que nuestro clero rural tiene en él un
representante muy típico. Sencillo, encogido y hasta rudo en sus maneras; nada
gazmoño, según se demostrará en esta historia; más hombre que eclesiástico y
más aldeano que burgués; más positivo que idealista, y asaz incorrecto en esas
exterioridades que el clero de otras naciones tanto cultiva y estudia, el
párroco de Gondar -como muchos curas de aldeas en España- conserva en su
corazón, sin hacer de ello pizca de alarde, un convencimiento del deber que en
momentos críticos y en casos extremos puede convertirle en mártir y en héroe.
Del pueblo en su origen, tienen las condiciones y también las virtudes del
pueblo.
-Ya me da rabia
-decíame el párroco bajando los ojos y frunciendo las cejas- que se me note
tanto la impresión que la vista de las cerezas me produce. ¡Hay que vencerse,
caramba! Y, o poco he de poder, o llegaré a comerme sin escrúpulos una libra de
esas cerezas de pateta..., que, si me descuido, me cuestan el alma o la vida.
-Nada menos.
¿Qué tiene de extraño? ¿No perdió Esaú, por un plato de lentejas, su derecho de
primogenitura y el porvenir de toda su casta? Pues las cerezas aún saben mejor
que las lentejas, que sólo para dar flato sirven.
Conformes en la superioridad
de la cereza comparada a la lenteja, y viéndome que esperaba atentamente la
historia, el párroco tomó la ampolleta muy gustoso:
-Ha de saber
usted que allá, hará unos siete años, no estaba yo en la mejor armonía con el
coadjutor de mi parroquia... No soy el único cura a quien esto le sucede, y
siempre ha de haber rencillas en el mundo, mientras los hombres no se vuelvan
ángeles... Al decir que no estaba en la mejor armonía, debí decir que no
estábamos propiamente como el gato y el perro... No quiero hacer mi apología;
pero a la verdad, él tenía la culpa; él era más artero y más zorro que yo..., y
supo maquinar una conjuración tan hábil, que puso en contra mía a todos los
feligreses, tanto, que tuve soplo que no debía salir de noche porque era fácil
que detrás de un vallado me soltasen, ¡pum!, un tiro. También me avisaron de
que algún día me matarían a palos, fingiendo una de esas riñas que se arman
entre borrachos en las fiestas. El granuja hizo correr la voz de que yo había
jurado dejar sin misa a la gente el día más solemne y con estas y otras
infinitas artimañas, que sería muy largo contar, logró aislarme y colocarme en
situación muy penosa para un cura.
Cada cual tiene
su defecto: yo soy algo terco y muy soberbio; por eso me desdeñé de refutar las
calumnias de mi enemigo, y fui consintiendo que se les diese crédito, y hasta
por tema y fanfarronería -era uno entonces más muchacho que ahora y corría la
sangre más caliente y más alborotada- me dejé decir que sí, que dejaría sin
misa a la parroquia cuando se me antojase, y a ver si había hombre para pedirme
cuentas de eso ni de cosa ninguna. Por aquí vino el daño que pudo suceder...;
por aquí y por las cerezas malditas.
El día del
Sacramento, los mozos de la aldea dispusieron costear una función con misa, y
para darme en cara quisieron que se celebrase en la iglesia del anejo. Yo tenía
que asistir, claro es, y concluida mi misa mayor monté a caballo sin volver a
la rectoral, porque en el anejo me esperaría, según costumbre, la «parva» o
desayuno. Al llegar cerca de la iglesia noté que estaba la gente toda en
remolino y que, al verme, los mozos prorrumpían en gritos y amenazas y
levantaban las varas, bisarmas y palos como para herirme. No me asusté; pasé
entre ellos, y apeándome a la puerta de la sacristía, entré. Allí no había
nadie; sin duda andaban por la iglesia disponiendo la función. Sobre los
cajones en que se guardan los ornatos vi un pañuelo desatado y lleno de cerezas
hermosísimas. Yo venía acalorado; el gaznate se me resecaba del polvo y también
del berrinche; las cerezas convidaban, de tan frescas y tan maduras... Alargué
la mano y me comí tres de un gajo solo. Apenas las había tragado, apareció en
la puerta interior mi enemigo, como si saliese de debajo de tierra, y, sin
mirarme, medio escondiendo la cara, me dijo (parece que aún le oigo aquella voz
tan falsa y sorda):
¡Revestirme!
Vamos, en el primer momento me quedé hecho un santo de piedra. Vi que había
caído en la trampa y sólo tuve ánimos para preguntar, así, todo tartamudo:
-Estuve enfermo
de cólico por la mañana, y tuve que tomar medicinas... Ya le mandé allá recado
de que hoy doblaba usted.
Yo sabía que el
tal Cuco era el paniaguado y compinche de mi enemigo, y no necesité más
para comprender la asechanza.
Mire usted, el
tantarantán de furia que me entró al oír esto parecía un ataque de alferecía:
los dientes míos sonaban como castañuelas. Me habían cazado lo mismo que una
liebre. ¡Cogido, cogido! No me cabía duda; detrás de la puerta me atisbaba mi
enemigo, y así que me vio comer las tres cerezas, apareció, seguro ya de
atraparme.
Bien combinado:
o mi vida, que me la quitarían a palos los mozos -se les oía jurar, y maldecir,
y bramar detrás de la puerta- o mi alma, que iba a matar cometiendo un
sacrilegio horrible... Aquí no valen bravatas; la verdad pura; yo titubeaba; el
sudor me corría en gotas por la frente abajo, y era frío, frío, lo mismo que la
escarcha; la vista se me turbaba y el corazón se me encogía como si lo
apretasen poco a poco en una prensa de hierro...
Aquello no sé si
duró un segundo o diez minutos; porque hay ocasiones en que el tiempo no se
calcula. «Usted está en ayunas», repetía el malvado para tentarme... Pero, ¡qué
pateta!, una cosa es ser pecador e imperfectí-simo y otra que, cuando se trata
del Cuerpo y de la Sangre
de Nuestro Señor Jesucristo, no le tiemblen a uno de respeto las carnes... Me
acordé de lo que es la misa... Cesé de sudar, se me aclararon los ojos, se me
puso expedita la lengua y descarándome con mi enemigo, le dije así..., no sé de
qué manera...: creo que con una especie de alegría y de afán de padecer:
-No estoy en
ayunas, no... He comido tres cerezas de las que usted puso ahí... ¡Si tiene
usted conciencia, hará que no me rompan el alma, y si no..., ya sé que me
espera la misericordia de Dios, porque no he querido hacerme reo de su Cuerpo
sacratísimo! Que vengan, que me trituren... ¡Hay otra vida, y en ella le aguardo!
No sé si fueron
estas mismas las palabras ni sabría ahora pronunciarlas como en aquel trance;
lo cierto es que el hombre se me quedó así, parado, sobrecogido... Su cara
cambió de expresión, y para mí, le entró el mismo sudor que acababa de
quitárseme y le castañetearon también los dientes..., hasta que, en un
arrebato, se me echa de rodillas y me dice:
-Absuélvame,
reconcílieme, que voy a misar... Fue verdad lo del cólico; pero no lo de las
medicinas... Yo sí que estoy en ayunas...
Le absolví; dijo
su misa...; ayudé a la función..., y tan campantes. Sólo que cuando veo una
cereza se me aprieta la garganta como si aún estuviésemos en la sacristía y se
oyesen tras la puerta los reniegos de los que querían escabecharme...
-¡Sí, amigos! Al
llegar las elecciones ya me preparó siete emboscadas diarias. Sólo estuvimos en
paz aquel minuto, que se colocó entre nosotros Cristo Nuestro Señor...
«El Liberal», 10 de julio de 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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