¡Qué compasión
de señora Martina, la del tío Pedro el carretero! Si alguien se permitiese el
desmán de alzar la ropa que cubría sus honestas carnes, vería en ellas un
conclave, un sacro colegio, con cardenales de todos los matices, desde el rojo
iracundo de la cresta del pavo, hasta el morado oscuro de la madura berenjena.
A ser el pellejo de las mujeres como la badana y la cabritilla, que cuanto
mejor tundidas y zurradas más suaves y flexibles, no habría duquesa que pudiese
apostárselas con la señora Martina en finura de cutis. Por desgracia, no está
bien demostrado que la receta de la zurra aprovecha a la piel ni siquiera al
carácter femenil, y la esposa del carretero, en vez de ablandarse a fuerza de palizas,
iba volviéndose más áspera, hasta darse al diablo renegando de la injusticia de
la suerte. ¿Ella qué delito había cometido para recibir lección de solfeo
diaria? ¿Qué motivo de queja podía alegar aquel bruto para administrar cada
veinticuatro horas ración de leña a su mitad?
Martina criaba
los chiquillos, los atendía, los zagaleaba; Martina daba de comer al ganado;
Martina remendaba y zurcía la ropa; Martina hacía el caldo, lavaba en el río,
cortaba el tojo, hilaba el cerro, era una esclava, una negra de Angola..., y
con todo eso, ni un solo día del año le faltaba en aquella casa a San Benito de
Palermo su vela encendida. En balde se devanaba los sesos la sin ventura para
arbitrar modo de que no la santiguase a lampreazos su consorte. Procuraba no incurrir
en el menor descuido; era activa, solícita, afectuosa, incansable, la mujer más
cabal de toda la aldea. No obstante, Pedro había de encontrar siempre arbitrio
para el vapuleo.
Solía Martina
desahogar las cuitas y penas domésticas con su compadre el tabernero Roque,
hombre viudo, de tan benigno carácter como agrio y desapacible era el de Pedro.
Oía Roque con interés y piedad la relación de la desdichada esposa, y se
desvivía en prodigarle sanos consejos y palabras de simpatía y compasión.
«Aquel Pedro no
tenía perdón de Dios en tratar así a la comadre Martina, que después de haber
echado al mundo cinco rapagones, era la mejor moza de toda la aldea y hasta, si
a mano viene, de Lugo. Y luego, tan trabajadora, limpia como el oro, mansita
como el agua. ¡Ah, si él hubiera tenido la fortuna de encontrar mujer así, y no
su difunta, que gastaba un geniazo como un perro!» Martina entonces rogaba al
compadre que intentase convertir a su marido, que le hablase al corazón, y el
tabernero prometía hacerlo con mucha eficacia y alegando mil razones
persuasivas.
-Como quejas,
nada; fantasías, antojos, rarezas... Que el caldo estaba salado, y a él le
gusta con poca sal... Que el pan estaba medio crudo... Que le faltaba un botón
al chaleque...
Y, en efecto,
redablando el cuidado y el cariño, Martina se descuajaba por quitar pretexto a
las atrocidades de su hombre.
La casa marchaba
como trompo en uña: la comida era gustosa, dentro de su pobreza; los suelos
estaban barridos como el oro, y ni con poleas y cabrias se podían arrancar los
botones del chaleque del tío Pedro. Así y todo, éste encontraba ingeniosos
recursos en que fundan la consuetudinaria solfa. Por poco que duerma la buena
voluntad, anda más despierta la mala, que nunca pega ojo.
Sin embargo,
como también las costillas doloridas y brumadas infunden sutileza, Martina, a
fuerza de paciente estudio, de hábil observación, de minuciosa solicitud y de
eficaz memoria, llegó a amoldarse a los menores caprichos, a las más ridículas
exigencias de su cónyuge, bailándole el agua de tal manera, que el tío Pedro no
acertaba ya a buscar pretexto para enfadarse. Mas no era hombre de reparar en
tan poco, y he aquí lo que discurrió para no dar reposo a la estaca.
Consistía,
generalmente, la cena de los esposos en una taza de caldo guardado de mediodía
y unos huevos fresquitos, postura de las gallinas del corral. Deseosa de
complacer al amo y señor, Martina se esmeraba en variar el aderezo en estos
huevos, presentándolos unas veces fritos, escalfados otras, ya pasados, ya en
tortilla. Pero el tío Pedro empezó a cansarse de tales guisos y a pedir, con
sus buenos modos de costumbre, que se los variasen; y una noche que gruñó y
renegó más de la cuenta, su mujer se atrevió a decirle, con gran dulzura:
Con el dolor y
el susto, Martina no se atrevió a preguntar qué clase de aderezo era aquel;
pero a la noche siguiente preparó los huevos por un estilo que le había
enseñado una vecina, ex cocinera de un rico hacendado lugués.
El plato
trascendía a gloria cuando entró el carretero muy mal engestado y se sentó sin
contestar a su mujer, que le daba las buenas noches. Con mano trémula depositó
Martina sobre el artesón que servía de mesa el apetitoso guiso... Y su marido,
¡siniestro presagio!, callado, fosco, sin soltar la aguijada con que picaba a
los bueyes de su carreta. Al divisar el guiso, una risa diabólica contrajo su
rostro; apretó la vara, y levantándose terrible, exclamó:
A estas frases
acompañó un recio varazo en las espaldas de Martina, seguido de otro que se
quedó un poco más cerca del suelo; y tal fue la impresión, que la infeliz hubo
de exclamar, con voz de agonía:
Algún efecto
produjo en el carretero la invocación, porque conviene saber que en la
parroquia se profesaba devoción ferviente a las imágenes de estos grandes
Apóstoles, dos efigies muy antiguas que adornaban la iglesia desde tiempo
inmemorial. Pero poco duró el respeto religioso, pues el marido, volviendo a
enarbolar la vara, alcanzó a su mujer de un varazo en la cintura, tan recio y
cruel, que Martina hubo de echar a correr, exclamando:
Disparada como
un venablo atravesó la aldea, hasta refugiarse en la taberna del compadre
Roque, a quien encontró disponiéndose a trancar la puerta, porque a semejante
hora de la noche no contaba ya con parroquianos. Causóle gran sorpresa la
llegada repentina de la comadre, y viéndola tan sobresaltada y fatigosa, se
apresuró a brindarle «una pinga, que no hay otra cosa como ella para espantar
los disgustos». Bebió Martina, y ya más confortada, refirió, entre hipo y
sollozos, la tragedia conyugal.
-Mire, ahora sí
que estoy convencida de que aquel infame no tiene temor de Dios, ni caridad, ni
vergüenza en la cara, y tira a acabar conmigo, a echarme a la sepultura... Que
me reprendiese y me pegase tundas cuando notaba faltas, andando... Pero
amañárselo todo a voluntad, matarme a hacerle bien la comida y los menesteres,
y ahora inventar eso de los huevos arrefalfados, que un rayo me parta si sé lo
que son Compadre, por el alma de quien tiene en el otro mundo, me diga cómo se
ponen esos huevos.
-Nunca tal guiso
oí mentar, comadre -respondió el tabernero, ofreciendo a la desconsolada otra
pinga. Es una bribonada de ese mal hombre, porque no encuentra chatas que
poner y quiere arrearle. A fe de Roque que ha de llevar su merecido. Comadre,
déjeme a mí. Usted calle y haga lo que yo le diga. Y ahora no piense en volver
allá hasta mañana por la mañana...
-Lo dicho, no
vuelva... Quédese aquí, que mal no le ha de pasar ninguno -profirió el
tabernero, mirándola con encandilados ojos. Cena para los dos la hay, y más un
vino de gloria, y castañas nuevas. Que no lo sepa en la parroquia ni el aire...
En amaneciendo se va a su casita. Guíese por mí; descanse en el compadre Roque.
Que me muera, si dentro de dos o tres días no ha de estar aquel brutón más
amoroso que la manteca. Ya me dará las gracias.
Tan cansada,
dolorida, asustada y hambrienta estaba Martina, que se dejó convencer, y
saboreó el mosto y las tempranas castañas. Antes de ser de día, envuelta en el
mantelo, llamaba con temor a la puerta de su casuca. El corazón le pegaba
brincos, y creía sentir ya en los hombros el calor de la vara, o en los
carrillos los cinco mandamientos del indignado esposo. ¡Cosa rara, y
explicable, sin embargo, por ciertas corrientes psicológicas a que obedecen las
oscilaciones del barómetro conyugal! El tío Pedro la recibió con una
cordialidad gruñona, que en él podría llamarse amabilidad y galantería.
-Las espinas de
los tojos, mal hombre; pero Dios consuela a los infelices y castiga a los
sayones judíos como tú; ya te llegará la tuya, verdugo.
-Demasiado
hablas -refunfuñó el carretero, queriendo desplegar gran aparato de enojo, pero
subyugado indudablemente por el tono y el acento de su mujer. ¿Quién te ha
dado ese gallo que traes?
-No fue bruja
ninguna, ladrón; no fue sino Dios del cielo, que ya se cansa de aguantar tus
perradas...
-Dios, no; pero
San Pedro y San Pablo, sí; que los vi tan claros como te estoy viendo, y con la
mar de angelitos alrededor, y unas caras muy respetuosas, y unas barbas que
metían devoción; y me dijeron que ya te ajustarán ellos las cuentas por estarme
crucificando.
Atónita Martina
de ver que su tirano no pasaba a vías de hecho, obedeció y se ocupó en labores
domésticas, mientras el carretero, algo cabizbajo y mohíno, preparaba su carro
para acarrear leña a Lugo.
El mismo camino
tomó el tabernero Roque, y apenas llegado a la ciudad, se dio a buscar a un su
amigote, barbero por más señas, con quien celebró misterioso conciliábulo; y
entre tajada de bacalao y copa de aguardiente, trazaron la broma que habían de
ejecutar aquella misma noche. Para el objeto se procuraron una sábana blanca,
una manta colorada, dos barbas postizas, dos pelucones de cerro y una linterna.
La hora del anochecer sería cuando el tabernero y barbero se apostaron cerca
del puente por donde el carretero tenía que pasar a la vuelta con el carro
vacío. Ya se habían disfrazado los dos cómplices, riendo a carcajadas y
auxiliados por Martina, que ajustó al uno las barbas blancas y el manto rojo de
San Pablo, y al otro, la sábana y el pelucón del primer pontífice. Y cuando
ambos apóstoles, empuñando sendos garrotes, o, mejor dicho, claveteadas mocas,
se ocultaron a corta distancia del puente, Martina tuvo un escrúpulo, y les
dijo, con suplicante voz:
-No me manquéis
a mi hombre, que al fin él es quien gana el pan de los rapaces. Escarmentailo
un poco, para que sepa cómo duele.
Al paso tardo de
los bueyes, que mugían de nostalgia conforme se acercaban al establo,
adelantaba el tío Pedro por el caminito estrecho y escabroso que limitaba de
una parte el monte y el río Miño de otra. Apuraba al ganado, porque, sin
explicarse la razón, aquel día deseaba verse en su hogar despachando su cena, y
la noche se había entrado muy pronto, como que corría entonces el solsticio de
invierno. El carretero aguijaba a la yunta con la misma vara que le había
servido para medir el costillaje de su esposa el día anterior. La luna,
asomando por entre negros nubarrones, alumbraba medrosamente el paisaje, el
agua triste del río, el monte próximo, los árboles decalvados por la estación
invernal. Un estremecimiento de pavor heló el espíritu del carretero al
acercarse al puente y ver blanquear las tapias de la tejera en la falda de la
colina. De repente, el carro se detuvo, y al resplandor lunar, dos figuras
tremendas, saliendo de la sombra que proyectaba el arco del puente, se
plantaron en mitad del camino. Eran los mismos apóstoles del retablo de la
iglesia: San Pablo, con sus barbazas hasta la cintura y su manto colorado; San
Pedro, rechoncho y calvo, con su cerquillo de rizo y su blanca túnica
sacerdotal. Solo que, en vez de espada y las llaves, los apóstoles enarbolaban
cada tranca que ponía miedo, y a compás las dejaban caer sobre los lomos del
cruel esposo, gritando para animarse más al castigo:
***
El carretero se
arrastró hasta su casa gimiendo, sin cuidarse de carro ni de bueyes. Llevaba
las costillas medio hundidas, la cabeza partida por dos sitios, la cara
monstruosa. Quince días pasó en la cama sin poderse menear. Hoy anda como si
tal cosa, porque los labriegos tienen piel de sapo; y lo único en que se le
conoce que no pierde la memoria de la zurra es en que, cuando Martina le
presenta cariñosamente el par de huevos de la cena, preguntándole si «están a
gusto», él contesta, aprisa y muy meloso:
«El Imparcial», 31 de marzo de
1890.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario