Nos detuvimos
ante la iglesia ojival, abierta al culto, pero agrietada de un modo amenazador,
ruinosa por el abandono de las generaciones, indiferentes a tanta hermosura. El
sol iluminaba oblicuamente los canecillos de la imposta, prolongando las
graciosas caricaturas del imaginero antiguo en sombras grotescamente elegantes.
La floreada cruz recordaba sus pétalos de piedra dorada por los siglos sobre un
fondo de un azul transparente como cristal veneciano. Y en la desierta plazuela
irregular, donde los atrios sobrepuestos de los templos parecen disputarse la
devoción del creyente y el interés del artista, no había más que nosotros y las
golondrinas, describiendo su airosa curva rápida y silbadora, que desgarra el aire.
Como yo me
apoyase en uno de los pilares del pórtico, mi cicerone -uno de esos duendes
familiares imprescindibles en los pueblos de tradición, que conocen los
secretos bien guardados de las silenciosas piedras señaló hacia el pilar, apoyó
el dedo en la base, donde muere la columna formando un esconce, y silabeó:
-Este rinconcito
recuerda un hecho novelesco, que pudiera también llamarse histórico, aunque
ningún historiador lo haya recogido en sus anales.
Pedí aquel
pedazo de alma que dormía cautivo en la piedra, olvidado de la gente, y el
cicerone, con más pintorescos detalles de los que yo puedo recordar, me refirió
la anécdota.
Según el
improvisado cronista, esto pasaba en el tiempo de los pronunciamientos
liberales a favor de una Constitución llamada a labrar la felicidad de los
españoles... Una de las muchas ensoñaciones de oro y luz que dejan, al
desvanecerse, tal vacío en la vida y tal desencanto en los espíritus... Lo
cierto es que de la Niña
bonita, o sea la
Constitución salvadora, andaban enamorados muchos brazos
mozos en toda España; y no enamorados platónicamente, sino con resolución firme
de dejar por ella fluir de cien heridas la encarnada sangre, y saltar del roto
cráneo los sesos, si los tuviesen. Sin embargo, la Niña bonita,
que no era celosa, permitía infidelidades a sus galanes, y aquellos exaltados
políticos tenían aventuras en las cuales ponían también su alma juvenil, de
época en que no se nacía viejo.
Este era el caso
de Ramón Villazás, que, sin descuidar la propaganda, reuniéndose todas las
noches con las demás cabezas calientes del pueblo para preparar el golpe cuando
de Madrid... o de más cerca llegasen instrucciones precisas, no dejaba tampoco
de asistir puntual a cuantas funciones se celebraban en esta misma iglesia cuya
fachada corona la cruz de pétalos de flor. Ni las novenas con sus gozos y
letanías, ni las salves, ni las misas cantadas y rezadas, ni el rosario
marmoneado al oscurecer, hubiesen atraído a Ramón, si no se diese la casualidad
de que una beatita de ojos de infierno y labios de llama -que bajo la mantilla
resplandecían como gajos de coral avivados por el agua salobre, también hacía
sus devociones aquí.
Y la beata, la
linda Tecla Roldán, correspondía a las miradas y señas de Ramón con mayor
empeño de lo que quisiera el comandante de la fuerza acantonada en el pueblo a
fin de asegurar el orden y defender a la sociedad contra sus «eternos
enemigos». Como que en la beatita, doncella rica y noble, había puesto el jefe
la mira, para hacerla su esposa. Al enterarse de que el más empedernido de los
conspiradores locales era también el apasionado de Tecla, redobló sus deseos de
coger entre puertas a Ramón Villazás.
El cual, sin
menguar en fervor político, sentía aumentarse el religioso, y a ser cera estas
columnas, guardaría la impronta del gallardo cuerpo que tantas veces se reclinó
en ellas, aguardando la salida de las rezadoras para alumbrarse el alma con el
negro reflejo de unas pupilas y el carmesí relámpago de risa de unos labios.
Para entretener la impaciencia fumaba Ramón papelito tras papelito, y cuando la
gente empezaba a salir, retiraba de los labios el cigarro, lo depositaba en ese
esconce donde se unen la base y el fuste, precipitábase hacia la portada
interior, donde el ángel Gabriel, esbelto y delicado, labrado en piedra,
sonreía a la Virgen ,
envuelta en la simetría de los pliegues de su túnica gótica, y sin conceder
atención a la gentileza de las dos figuras, acechaba el paso de Tecla, que
salía con los ojos bajos, para murmurar a su oído palabras del color de su
abrasada boca... Después, Ramón echaba a andar, y recogiendo su cigarro, lo
encendía de nuevo si se había apagado ya, y se largaba cuesta arriba detrás de
su quebradero de cabeza, para encontrarla otra vez en la penumbra de los
soportales y decirle de nuevo lo ya sabido de memoria.
Sucedía todo
esto en un invierno largo y lluvioso, durante el cual se tramó, aplazándolo
para la primavera, estación favorable, uno de esos alzamientos, seguro término
de un ominoso estado de cosas.
Y al asomar el
renuevo, pintado de un verde más tierno la campiña y haciendo brotar las locas
gramíneas y los junquillos tempranos, una mañana que más convidaba a amor que a
lucha, salieron del pueblecito para reunirse con fuerzas que suponían acampadas
ya a corta distancia, unos cuantos exaltados -muchos menos de los
comprometidos, porque, cuando el momento llega, la gente se tienta la ropa.
Entre los que no retrocedieron contábase Ramón Villazás. Iba embriagado de
esperanza, frenético de alegría, convencido de que era el resultado infalible y
de que volvería y pasaría bajo los balcones de Tecla, triunfador, entre
aclamaciones y vítores...
Y poco después
volvía, en efecto, cubierto de polvo, destrozada la ropa, liados con una soga
boyal los brazos al pecho, ensangrentada la sien de un fogonazo. El comandante
había tenido soplo y acechaba; se les siguió de cerca; la fuerza que contaban
encontrar más allá del puente, pronunciada, amiga, no se había movido de su
cuartel en la capital de provincia, abortado el movimiento a última hora por
noticias de Madrid; y al día siguiente, Ramón y tres de sus compañeros salían
de la cárcel para ser pasados por las armas en un campillo próximo a esta
iglesia... Quería despachar pronto el comandante.
Ramón caminaba
con paso firme. Entre sus labios oprimía un cigarro acabado de encender. Al
encontrarse delante del pórtico, sus ojos se fijaron en él con insistencia
amorosa. Creía ver bajo su arcada a una beatita de rostro nimbado por la
mantilla, tras de la cual resplandecen dos ojos de misterio y una boca de
tentación. Y, con acción instintiva, recordando las veces que había cruzado
aquel pórtico, para espiar la salida de su amada, quitóse el cigarro de los
labios y lo dejó en el acostumbrado esconce, como si hubiese de volver por
él...
Ya estaba arrodillado
y vendado, aguardando la descarga, cuando sudoroso, jadeante, agitando los
brazos, llegó un ordenanza, que acababa de reventar un buen caballo para traer
el indulto... Estos golpes teatrales no escaseaban en tal época, en que las
pasiones, los odios y los fanatismos jugaban con vigor sanguíneo a salvar o
perder vidas. Tecla, que se había arrojado bañada en lágrimas a los pies del
capitán general, el terrible Eguía, esperaba detrás de su ventana, medio muerta
de fatiga y miedo, el desenlace...
Los reos, ya
perdonados, subían la cuesta que conduce del campillo a los atrios
sobrepuestos... Ramón reía y bromeaba, y el pitido de las golondrinas resonaba
jubiloso en su corazón. ¡Aún quedaban horas de amor, aún vería las pupilas de
sombra y los labios bermejos! Al cruzar ante el pórtico, buscó su cigarro en el
esconce, lo recogió con movimiento pronto y volvió a encenderlo y a chuparlo...
«El Imparcial», 11 de septiembre de
1905.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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