Cuando la razapa
entró, cargada con el haz de leña que acababa de me rodear en el monte del
señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de
picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de
ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.
Ildara soltó el
peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y
revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después,
con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró
las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal
troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al
cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo
chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillo dos hoyos como sumideros,
grises, entre el azuloso de la descuidada barba
Sin duda la leña
estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una
humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien
hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para sopla y activar la llama,
observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las
remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en
una media roja, de algodón...
Incorporóse la muchacha,
y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del
pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca
apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.
Una luz de ira
cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas,
del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su
hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared,
mientras barbotaba:
Ildara, apretando
los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era
siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase,
como le había sucedido a la
Mariola , su prima, señalada por su propia madre en la frente
con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su
belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir.
Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en
cuyas entrañas tanto de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se
habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el
oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería
emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía: pues
que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho,
que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de
señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio,
ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a
la moza, repetía:
-Ya te cansaste
de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada?
¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que
tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes...
Y con el cerrado
puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas
manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara,
trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un
cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de
intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la
nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese
matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi
imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con
sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al
fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.
Salió fuera,
silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito,
juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.
Como que el
médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un
desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que
consistía... en quedarse tuerta.
Y nunca más el
barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de
holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres,
con sus ojos alumbrando y su dentadura completa...
«Por esos mundos», 1914.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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