Un paseo -díjome Servando- a las horas concurridas, por la acera de la
calle de Alcalá, que desde hace muchos años está bautizada con el nombre de mar de las de Gómez, o por la playa
de Recoletos, en que se sienta la gente de a pie a ver cómo desfila el boato de
los trenes, es un filón de asuntos regocijados para un sainetero y un trozo de
dolor humano para un novelista. Dolor pequeño, envuelto en apariencias cómicas,
y por lo mismo más punzante.
La observación y la sensibilidad se afinan cada día; llegamos a tener en
carne viva el corazón. ¿A qué sentir males que no podemos ni aliviar? Y, sin
embargo, los sentimos, y sobre nuestra serenidad destiñen manchones de
melancolía las miserias ajenas. La melancolía de lo frustrado, de lo inútil, de
lo ridículo... ¡Sobre todo, lo ridículo, que tanto hace reír, es infinitamente,
profundamente melancólico!
Todo el contenido amargo de las reflexiones que sugiere el gentío
aglomerado en esas vías madrileñas me dio por encerrarlo en un solo sujeto: una
muchacha rubia vistosa, que indefectiblemente ocupaba, con su mamá y su
hermanita pequeña, las sillas más próximas al quiosco de las flores. Desde
lejos creyerais que era alguna señorita del gran mundo. La nivelación en el
traje, en las modas, es uno de los absurdos de nuestra civilización, y los
recursos y triquiñuelas del falso lujo, el suplicio y el bochorno del hogar
modesto. Poco valían aquellas plumas alborotadas del sombrero amplísimo,
aquellos encajes del largo redingote, aquellos guantes calados, aquellas medias
transparentes; no podían deslumbrar a nadie el hilo de perlas, el
brazalete-reloj, la sombrilla con puño de nácar figurando una cabeza de
cotorra; pero así y todo, ¡qué sacrificios no suponían, vistos al lado de la capota
ya rojiza de la mamá y el dril cien veces lavado del blusón de la hermana
menor!
Rondando por allí, me fijé más despacio en la rubia. Lo mismo su traje
que su belleza querían ser vistos de lejos. Las plumas eran ordinarias y
tiesas; el encaje, basto; los guantes, zurcidos con habilidad; las perlas,
descarada-mente falsas; el brazalete, de similor; el pelo, teñido baratamente
con agua oxigenada; la tez, clorótica al través de la pintura, y la mano,
huesuda y curtida bajo el calado, mano que en el secreto del domicilio tiene
que empuñar la escoba y mondar el medio kilo de patatas... En su actitud
-estudiadamente artística, tendiendo a la silueta de cubierta de semanario
ilustrado- se descubría, a pesar suyo, el cansancio que engendra todo lo que no
es natural, todo lo que se hace únicamente porque nos miran... La sonrisa,
violenta como la de las bailarinas cuando jadeantes dan gracias al público, se
exageraba al pasar un hombre que fijase en la rubia esa ojeada, curiosa e
indiferente a la vez, del desocupado. Un hombre, claro está, vestido con el
mismo ropaje de las personas decentes,
disfraz tantas veces del extremo apuro económico; para la rubia los de chaqueta
no existían.
Ojos y labios forzaban su juego; pero ningún transeúnte se detenía,
deseoso de entablar conversación. Una mirada de soslayo, tal vez un trillado
piropo...
Nada más. Con el instinto de los merodeadores callejeros, que rara vez
se equivocan al juzgar la posición social de una mujer, adivinaban la honradez
y la estrechez, las pretensiones y la bambolla... y comprendían que allí se
buscaba marido lícita y legalmente, y ni por sueños nada pecaminoso. El
espectro de la Vicaría
helaba la sangre a los que, encaprichados un momento por la vista del pie,
arqueado y breve, cautivo en estuche de cuero gris, se hubiesen sentado de
buena gana a gastar un rato de palique con la rubia del sombrero atrevido y el
peinado a la Cleo...
Las osadías postalescas del traje..., ¡cómo contrastaban con la
realidad, encogida, mezquina, menesterosa del vivir de la rubia! Al
contemplarla así, enguantada, calzada de fino, oscilando el plumaje clorón
sobre el cuello velado de tul, ¡quién creyera que al volver a casa, depuesto el
disfraz, cayese sobre ella todo el peso del menaje, porque no tenía criada, y
la madre sufría violentos ataques de un asma que la impedía acercarse al fogón!
La rubia hacía de fregona, guisaba..., ¡a bien que allí había que guisar tan
poco! Las sopas de ajo, con su olorcillo castizo y doméstico, parecían cantar
un anticuado himno a la virtud efectiva de la rubia, una virtud escondida, como
se esconden los vicios... Y engullida la humilde pitanza a la luz de la
candileja de petróleo, velaba la señorita hasta las dos de la madrugada,
volviendo patas arriba sus pingos, transformando el redingote en fígaro, el
sombrero de campana en chambergo, lavando los guantes, almidonando un tantico
el volante fru-fru de las enaguas... Era preciso variar, sorprender con una
nueva combinación de elegancia suprema a los transeúntes, por si alguno se
fijaba, y el Mesías conyugal -capitán de Infantería o empleado en Hacienda-
surgía en el horizonte.
Ocurrió que la fascinación compasiva que me obligaba a observar
frecuentemente a la rubia, estudiando el artificio complicado y laborioso de
sus galas y el heroico esfuerzo de su sonrisa, la hicieron creer... Fue una
cosa cruel de esas que nos abruman con el remordimiento de malas acciones no
cometidas y, sin embargo, presentes en la conciencia. Mi manía de estudiar, de
analizar y descomponer la vida que pasa a mi lado, había producido este fruto:
una ilusión en la pobre cabeza blonda -blonda artificial, y para lo venidero
la semilla de una decepción acerba. Yo seré siempre en las conversaciones
familiares «aquel que te dio el camelo...», «aquel tipo que te creíste que te
hacía el amor...». Y la mirada burlona de la hermana pequeña -una chicuela
despabilada ya- se le clavará a la mayor, como alfiler de a ochavo, en la cara
y en las entrañas... Así es que me sentí culpado, reo de algo malo y duro, de
un desalmamiento, y decidí desaparecer -el recurso de los cobardes. Por una de
esas anomalías del sentimiento, tan frecuentes en los imaginativos, no quería,
sin embargo, dejarle a la rubia -¡pobrecilla!- un mal recuerdo. A fuerza de
discurrir, tuve una idea... desastrosa.
Ya he dicho que las tres sillas ocupadas por la señorita de medio pelo y
su familia estaban cercanísimas al quiosco de las flores. Más de una vez, al
observar, vi que los ojos de la muchacha se posaban en la embalsamada cosecha
traída de Valencia o de Murcia, los mazos de claveles cuyos rabos empapaba y
salpicaba de bolas de azófar el agua, los haces de rosas y de narcisos cuyos
colores claros reían al sol. Adivinaba yo la amante debilidad de la mujer joven
por las flores, el ansia de rodearse de ellas, de prenderlas en su pecho, de
disponerlas en un búcaro sobre su tocador... cuando lo tiene. Y el último día
en que paseé por Recoletos di una orden a la florista, y la entregué un billete
de Banco... Todo el mes recibió la rubia por las mañanas, en su casa, un ramillete
fresco: tales eran mis órdenes, y me enteré de que se cumplían puntualmente.
-¿Y no sabes el efecto que le hizo a la cursi un obsequio tan galante?
-pregunté a Servando, que al terminar esta larga relación se había quedado
pensativo.
-¡El efecto! -Servando saltó. ¡Sí; lo supe, por desgracia, al cabo de
mucho tiempo... y casualmente, como se sabe, por lo general, lo que más puede
afectarnos!... La hizo un efecto... ridículo, como todo lo suyo... No pensaba
sino en mí... Se... se preocupó... de un modo tal, que... que enfermó... y...
al cabo...
-¡Basta...! -exclamé. Ya, ya entiendo... ¡No te habrás hecho mala
sangre por eso, criatura! Esas chicas insuficientemente alimentadas, sin
higiene, torturadas de vanidad, en espera febril de lo que no llega: del
esposo, de la posición, son candidatos naturales a la tisis.
Servando movió la cabeza, suspiró, y en toda la tarde se le pudo sacar
del cuerpo otra palabra.
«Blanco y negro», núm. 785, 1906
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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