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domingo, 2 de febrero de 2014

Los rizos

Cuando pasa la reducida cajita blan­ca con filetes azules o color de rosa, que en hombros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando capullos con el mismo brío cer­tero con que siega los árboles añosos.
Aquella caja, sin embargo (rosados eran los filetes), me obligó a recordar un incidente ya olvidado... La señora que me acompañaba me refrescó la memoria.
-¿Sabe usted de quién es el entie­rro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a usted la atención.... ¡y mu­cho!, en la visita a las escuelas muni­cipales, cuando fuimos a designar las niñas para la colonia escolar del año...
-Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso... Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros, grandes, que le co­mían la cara, y unos rizos negros tam­bién, flotantes por los hombros; una melena maravillosa... ¿Y es ésa?
-Esa misma...
Evoqué la escena, el rebaño de cria­turitas en pie ante sus pupitres, respe-tuosamente derechas e inmóviles a la voz de la profesora. Una serie de cabe­citas mal peinadas, de pelo bravío, cor­to y revuelto; de semblantes colorados y cachetudos, o macilentos, señalados por el linfatismo con el estigma que anuncia tan graves desórdenes fisioló­gicos para lo por venir; un calabazal gracioso a veces -¡la niñez es tan fá­cilmente graciosa!-, pero, en conjunto, entristecedor, como lo son las mu­chedumbres infantiles de asilos y hos­picios, como suele ser la prole nume­rosa de los necesitados... Las privacio­nes -que se revelan para el hombre de ciencia en el peso, en la estatura, en la estructura ósea del chiquillo- las des­cubre el novelista en lo reviejo de la tez, en la impureza de los ojos, en la naciente deformidad de los miembros... El niño está más cerca que el adulto de la vida vegetativa; bien cuidado, parece una flor regada y lozana; mal cuidado, es la planta que se ahila por falta de agua y de aire. Entre el plan­tel destacóse la niña de los rizos, y ante el tono algo céreo de su menuda faz encantadora, a un tiempo resolvi­mos: «Esta necesita playa y campo.»
-Habrá que cortarle el pelo -obser­vó alguien de nosotros, en el tono con que se reconoce una necesidad doloro­sa, porque el pelo nos había deslum­brado desde el primer momento, como deslumbra la pluma magnífica, torna­solada, de un ave tropical. Sabíamos de sobra que la rapadura es el rito inicial de caridad y de higiene en las colo­nias. De caridad, porque es preciso te­nerla para realizar y hasta para orde­nar y dirigir esa operación, que descu­bre tantas veces en las cabelleras infan­tiles la fauna asquerosa de la miseria; de higiene, porque al niño que le me­dran los cabellos se le desmedra el cuerpo, es sabido... Ni aun para los hijos de los ricos, familiarizados con el peine y los petróleos de tocador, es bueno cultibar esos bucles de paje del siglo quince.
Sin embargo, desde que pronuncia­mos las fatales palabras «Habrá que cortarle el pelo...», comprendimos que no sería fácil... La niña, fijándonos des­de lo hondo con el par de moras ma­duras de sus ojazos, parecía decirnos silenciosa y expresivamente: «No me quitaréis mis rizos, no tal...» El lacito colorado que una coquetería de madre engreída de la belleza de una criatura había prendido cerca de la sien izquierda, era como banderín de la vanidad de aquellos siete u ocho años ya feme­niles.
Y los ojos sombríos nos miraban maldiciéndonos, y las facciones hechas a torno se contraían con mohín de re­pugnancia...
Al día siguiente lo supimos ya de un modo positivo, por referencias diver­sas: la niña de los rizos no vendría a la colonia. Su familia compartía la opi­nión de que la salud no compensa el desmoche de unos tirabuzones tan ricos y tan ondeantes. Mejor dicho (conviene ser exactos), aquel menaje de obreros, habituado a la vida sórdida y angustia­da, en que si no falta el pan del todo, no hay nunca de sobra; reñido con el jabón y el aseo, en la promiscuidad y estrechez del domicilio, creía firmemen­te que eso de rapar a los chicos es una manía de burgueses metidos a filán­tropos, que distraen el aburrimiento, inventando molestias, a cambio de pro­blemáticos beneficios. ¡Llevarse a la chica un mes a una playa! ¡Gran pu­ñado sori tres moscas! ¡Y, en cambio, quitarle aquellos rizos, orgullo de la madre, envidia de la demás chiquillería y comadrería del barrió! El único lujo del hogar, lo que hacía sonreír babo­samente al padre cuando conducía a su hija al «gallinero» del teatro por horas, o al «cine», y en el ambiente vi­ciado, deletéreo, cargado de olor huma­no, resonaban las frases de admiración. ¡Mira ese pelo!... ¡Mira esa pequeña! ¡Si parece un cromo!»
Tuvimos que sustituir a la niña de la melena por otra, que se dejó pelar sin oposición, aunque no sin pena, pues es increíble el cariño que tienen a su ás­pera zalea hasta los chicos más feos y pobres. Las criaturas fueron lavadas y fregadas; averiguaron que a unos huesos que tenemos en la boca hay que frotarlos diariamente con cepillo; se vistieron de limpio, comieron a mantel blanco, con flores silvestres en el cen­tro y servilleta nívea; corretearon en la playa, ganaron en peso y estatura; se pusieron alegres y morenas, el mo­reno sano del pan íntegro..., y volvie­ron al pueblo contentas, envanecidas del veraneo aquel, con hábitos de «se­ñoritas», que en sus casas eran repro­bados...
La de los rizos seguía causando la misma impresión, mientras jugaba en el arroyo, vestida de percal rosa sucio y con el moñito rojo entre las alboro­tadas y finas ondas del soberbio pelo. Sin embargo, transcurrido bastante tiempo después del día en que la cono­cimos, las frases de la gente que la admiraba se habían modificado un po­co. «¡Qué pelo!», era siempre lo pri­mero, y después: «¡Está consumidi­ta!... ¡Qué color tan malo!...» La gente del pueblo, nadie lo ignora, no se anda en contemplaciones para decir lo que piensa en la cara de todo el mundo... Hubo quien soltó crudamente: «¡Que, lástima! Esta no llega a grande...»
¿Cayeron en la cuenta los padres; consultaron médico? Ello es que, al ca­bo, la madre murmuró tristemente la misma frase por nosotros pronunciada: «Habrá que cortarle el pelo...»
El desconsolado llanto de la niña (próxima a convertirse en mujercita) impidió que se verificase la poda... El doctor que la vió (postrada ya en mal jergón, que compartía con dos herma­nos menores) movió la cabeza, y deci­dió que era inútill darle el disgusto. De todas maneras, había de ser igual... Y los rizos no cayeron bajo la fría mor­dedura de la tijera, y envuelta en su regia aureola de sombra, la colocaron en la exigua caja blanca con filetes ro­sados, qué los compañeros del padre (marmolistas, gente muy familiarizada con el cementerio y sus esplendores) conducían a hombros cuando acerta­mos a verla...
En el fondo de mi alma de artista (¿a qué negarlo?) latía una especie de respeto ante aquella muerte ocasionada por el culto ciego, inconsciente, idolá­trico, de la Belleza... Yo hubiese man­dado a tiempo trasquilar a la desdicha­da Absalona, víctima de su hermosa cabellera; sí, en nombre de la Ciencia y del bien, yo hubiese dispuesto sin ningún escrúpulo ese crimen... Pero, como tengo dos almas (¡dos lo menos!), me gusta que en el ara de la eterna Her­mosura se sacrifiquen sin piedad niños y adultos. El olor de tales sacrificios es grato a la impasibe Diosa...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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