Cuando
pasa la reducida cajita blanca con filetes azules o color de rosa, que en
hombros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago
del vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando
capullos con el mismo brío certero con que siega los árboles añosos.
Aquella
caja, sin embargo (rosados eran los filetes), me obligó a recordar un incidente
ya olvidado... La señora que me acompañaba me refrescó la memoria.
-¿Sabe
usted de quién es el entierro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a
usted la atención.... ¡y mucho!, en la visita a las escuelas municipales,
cuando fuimos a designar las niñas para la colonia escolar del año...
-Hace ya
lo menos dos o tres que sucedió eso... Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una
criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros,
grandes, que le comían la cara, y unos rizos negros también, flotantes por
los hombros; una melena maravillosa... ¿Y es ésa?
-Esa misma...
Evoqué la
escena, el rebaño de criaturitas en pie ante sus pupitres, respe-tuosamente
derechas e inmóviles a la voz de la profesora. Una serie de cabecitas mal
peinadas, de pelo bravío, corto y revuelto; de semblantes colorados y
cachetudos, o macilentos, señalados por el linfatismo con el estigma que
anuncia tan graves desórdenes fisiológicos para lo por venir; un calabazal
gracioso a veces -¡la niñez es tan fácilmente graciosa!-, pero, en conjunto,
entristecedor, como lo son las muchedumbres infantiles de asilos y hospicios,
como suele ser la prole numerosa de los necesitados... Las privaciones -que
se revelan para el hombre de ciencia en el peso, en la estatura, en la estructura
ósea del chiquillo- las descubre el novelista en lo reviejo de la tez, en la
impureza de los ojos, en la naciente deformidad de los miembros... El niño está
más cerca que el adulto de la vida vegetativa; bien cuidado, parece una flor
regada y lozana; mal cuidado, es la planta que se ahila por falta de agua y de
aire. Entre el plantel destacóse la niña de los rizos, y ante el tono algo
céreo de su menuda faz encantadora, a un tiempo resolvimos: «Esta necesita
playa y campo.»
-Habrá
que cortarle el pelo -observó alguien de nosotros, en el tono con que se
reconoce una necesidad dolorosa, porque el pelo nos había deslumbrado desde
el primer momento, como deslumbra la pluma magnífica, tornasolada, de un ave
tropical. Sabíamos de sobra que la rapadura es el rito inicial de caridad y de
higiene en las colonias. De caridad, porque es preciso tenerla para realizar
y hasta para ordenar y dirigir esa operación, que descubre tantas veces en
las cabelleras infantiles la fauna asquerosa de la miseria; de higiene, porque
al niño que le medran los cabellos se le desmedra el cuerpo, es sabido... Ni
aun para los hijos de los ricos, familiarizados con el peine y los petróleos de
tocador, es bueno cultibar esos bucles de paje del siglo quince.
Sin
embargo, desde que pronunciamos las fatales palabras «Habrá que cortarle el pelo...»,
comprendimos que no sería fácil... La niña, fijándonos desde lo hondo con el
par de moras maduras de sus ojazos, parecía decirnos silenciosa y
expresivamente: «No me quitaréis mis rizos, no tal...» El lacito colorado que
una coquetería de madre engreída de la belleza de una criatura había prendido
cerca de la sien izquierda, era como banderín de la vanidad de aquellos siete u
ocho años ya femeniles.
Y los
ojos sombríos nos miraban maldiciéndonos, y las facciones hechas a torno se
contraían con mohín de repugnancia...
Al día
siguiente lo supimos ya de un modo positivo, por referencias diversas: la niña
de los rizos no vendría a la colonia. Su familia compartía la opinión de que
la salud no compensa el desmoche de unos tirabuzones tan ricos y tan ondeantes.
Mejor dicho (conviene ser exactos), aquel menaje de obreros, habituado a la
vida sórdida y angustiada, en que si no falta el pan del todo, no hay nunca de
sobra; reñido con el jabón y el aseo, en la promiscuidad y estrechez del
domicilio, creía firmemente que eso de rapar a los chicos es una manía de
burgueses metidos a filántropos, que distraen el aburrimiento, inventando
molestias, a cambio de problemáticos beneficios. ¡Llevarse a la chica un mes a
una playa! ¡Gran puñado sori tres moscas! ¡Y, en cambio, quitarle aquellos
rizos, orgullo de la madre, envidia de la demás chiquillería y comadrería del
barrió! El único lujo del hogar, lo que hacía sonreír babosamente al padre
cuando conducía a su hija al «gallinero» del teatro por horas, o al «cine», y
en el ambiente viciado, deletéreo, cargado de olor humano, resonaban las
frases de admiración. ¡Mira ese pelo!... ¡Mira esa pequeña! ¡Si parece un
cromo!»
Tuvimos
que sustituir a la niña de la melena por otra, que se dejó pelar sin oposición,
aunque no sin pena, pues es increíble el cariño que tienen a su áspera zalea
hasta los chicos más feos y pobres. Las criaturas fueron lavadas y fregadas;
averiguaron que a unos huesos que tenemos en la boca hay que frotarlos
diariamente con cepillo; se vistieron de limpio, comieron a mantel blanco, con
flores silvestres en el centro y servilleta nívea; corretearon en la playa,
ganaron en peso y estatura; se pusieron alegres y morenas, el moreno sano del
pan íntegro..., y volvieron al pueblo contentas, envanecidas del veraneo
aquel, con hábitos de «señoritas», que en sus casas eran reprobados...
La de los
rizos seguía causando la misma impresión, mientras jugaba en el arroyo, vestida
de percal rosa sucio y con el moñito rojo entre las alborotadas y finas ondas
del soberbio pelo. Sin embargo, transcurrido bastante tiempo después del día en
que la conocimos, las frases de la gente que la admiraba se habían modificado
un poco. «¡Qué pelo!», era siempre lo primero, y después: «¡Está consumidita!...
¡Qué color tan malo!...» La gente del pueblo, nadie lo ignora, no se anda en
contemplaciones para decir lo que piensa en la cara de todo el mundo... Hubo
quien soltó crudamente: «¡Que, lástima! Esta no llega a grande...»
¿Cayeron
en la cuenta los padres; consultaron médico? Ello es que, al cabo, la madre
murmuró tristemente la misma frase por nosotros pronunciada: «Habrá que
cortarle el pelo...»
El
desconsolado llanto de la niña (próxima a convertirse en mujercita) impidió que
se verificase la poda... El doctor que la vió (postrada ya en mal jergón, que
compartía con dos hermanos menores) movió la cabeza, y decidió que era
inútill darle el disgusto. De todas maneras, había de ser igual... Y los rizos
no cayeron bajo la fría mordedura de la tijera, y envuelta en su regia aureola
de sombra, la colocaron en la exigua caja blanca con filetes rosados, qué los
compañeros del padre (marmolistas, gente muy familiarizada con el cementerio y
sus esplendores) conducían a hombros cuando acertamos a verla...
En el fondo de mi alma de artista (¿a qué
negarlo?) latía una especie de respeto ante aquella muerte ocasionada por el
culto ciego, inconsciente, idolátrico, de la Belleza... Yo
hubiese mandado a tiempo trasquilar a la desdichada Absalona, víctima de su
hermosa cabellera; sí, en nombre de la Ciencia y del bien, yo hubiese dispuesto sin
ningún escrúpulo ese crimen... Pero, como tengo dos almas (¡dos lo menos!), me
gusta que en el ara de la eterna Hermosura se sacrifiquen sin piedad niños y
adultos. El olor de tales sacrificios es grato a la impasibe Diosa...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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