Aunque una gitana desgreñada y negruzca le había predicho que llegaría a
apalear el oro, Pedro Nolasco ya iba descendiendo la árida cuesta de la vejez
sin que viese el suspirado instante de mejorar fortuna. Siempre sentado al pie
del tamborete o bastidor, donde bordaba con femenil paciencia -él fue uno de
los muchos del gremio que dieron nombre a la calle de Bordadores, en Madrid-,
apenas si el jornal alcanzaba a mantenerle de más gachas que jamón y más lentejas
que tocino, y pagar su humilde ropa y el alquiler de su exiguo tabuco. Y
desenredando y devanando el retorcido hilillo dorado con que recamaba casullas,
estolas y mantos de imagen, solía pensar para el raído coleto: «La maldita
gitana hablome de apalear el oro, porque siempre lo traigo entre mis manos
pecadoras... Chanflonerías de bruja, para burlarme y dejarme con un palmo de
narices».
Con estos melancólicos pensares batallaba una tarde Pedro Nolasco, en
ocasión de estar realzando las barrocas rosas del velo de seda que un devoto
quería regalar para su fiesta a Nuestra Señora de Guadalupe, cuando en la
puerta de su chiribitil se incrustó una figura de mujer desharrapada, y una voz
ronca y dejosa articuló:
-A la pa e Dios... A echarte la buenaventura vengo, zalao.
-A poner pies en polvorosa ahora mismo es a lo que vendrás -exclamó el
bordador montando en cólera, al reconocer a la empecatada egipcia. Más de diez
años hace profetizaste que yo sería rico, y aún sigo picándome los dedos con la
aguja y cegándome los ojos con el bordado. Quítate de en medio, o si no...
-Avinagrao, desconocío -contestó la gitana con sorna, ahora te voy a
cantar la verdá más fija que el sol que nos alumbra. Rico serás, y en doblones
has de ajogarte mu luego; pero ya que no das albricias a los que te traen el
bien e Dios, no te ha de aprovechar na, y has de querer gorverte a tu miseria,
y a pintar esas rosiyas pa los zantos. Y agur, y a la sepurtura te yeven tus
dineros, tiñoso.
Pronunciada la sentencia, la bohemia desapareció, no sin que Nolasco se
levantase hecho un basilisco, resuelto a darle una mano de puñadas y coces.
Tardó en apaciguársele la ira, que no tenía sobre quién recaer, y aquella tarde
no hizo cosa de provecho; temblábale el pulso, las hojas de rosa se desfiguraban,
el tafetán se encogía y el delicado hilillo se confundía y embrollaba entre los
dedos. Durmió muy mal y despertó despavorido, viéndose rodeado de gente; un
gentío, todo el barrio se agolpaba a su puerta; le sacudía por los hombros a
empellones un venerable clérigo, acabado de bajarse de la mula en que venía
desde Toledo, para notificar a Pedro Nolasco el fallecimiento de su tío don
Ramón Trijueque Salas, opulento negociante en paños y sedas, el cual dejaba por
único heredero al humilde bordador.
Pedro Nolasco pensó si era alguna pesadilla. No recordaba a su tío, no
comprendía por qué le daba éste tal prueba de afecto, y todo era pellizcarse a
ver si, en efecto, despertaba. Por fin hubo de convencerse, y de súbito,
entrando en él un gozo desatinado, sin poder contenerse rompió a bailar el
fandango, con tales piruetas y mudanzas, que lucía y mostraba patente la suela
de los zapatos, únicos que poseía, ya bien maltrechos por el uso. Reparando en
ellos un solícito vecino de los venidos a felicitar, prorrumpió: «Corro a traer
al señor Pedro Nolasco unos zapatos nuevos, pues no es razón que tan poderoso
caballero esté tan mal calzado». Y salió, y volvió con los zapatos en menos que
se cuenta, y el afortunado bordador, atónito de alegría, dejose descalzar y calzar
hecho una estatua. ¡Para fijarse en menudencias estaba él! Todo se le volvía
preguntar y repreguntar a cuánto ascendía la sucesión, que salió más pingüe de
lo que podía calcularse así de pronto. Dehesas en Extremadura; olivares en
Jaén; fértiles cigarrales en Toledo; casas en la misma corte; telas, muebles,
plata labrada por arrobas, de todo diéronle posesión sin tardanza a Nolasco, y
para los primeros gastos halló en arquillas y cofres repletos bolsones, donde
el sonido delicioso del oro hacía música celestial entre las mallas de seda
verde. Acordose Nolasco de la gitana, y rápida nube pasajera obscureció su
alborozo.
Poco tardó en serenarse y entregarse a gozar de su suerte, mudándose a
espaciosa y señoril vivienda, admitiendo criados y montando casa según
correspondía a su nuevo estado de fortuna. A fuer de rico, dedicose a pasarlo
regalado y ocioso, y presto se hizo muy melindroso y exigente, poniendo a todo
defectos y reparos, llamando bazofia a los platos exquisitos, y trapos a la
holanda y al velludo. Dimanaba quizá la impertinencia y descontento del
enriquecido bordador de una pequeñez, de una nadería en que tropezaba, pero que
iba amargándole infinito los gustos: su calzado. Desde aquellos primeros
zapatos que le trajo un vecino oficioso, cuantos ponía le molestaban y
lastimaban, llegando gradualmente a producirle sufrimiento intolerable. Fuese
que padeciese de gota, fuese que sus pies, cargados por el reposo y la vida
sedentaria de bordador, no consintiesen opresión alguna, es lo cierto que pasaba
Nolasco las penas del Purgatorio. Todo se le volvía zarandear al maestro de
obra prima, encargarle pares y más pares, y últimamente docenas de pares, sin
que, probados uno tras otro, advirtiesen algún alivio los pobres pies
magullados y en tortura. Echose Nolasco a recorrer una por una las zapaterías
de la villa y corte, que fue infructuosa diligencia. A cada salida, el dolor de
los pies se encruelecía y redoblaba. Ya eran punzadas violentas, ya latidos
sordos y desesperantes, ya un continuo roer como de can furioso, ya un estirar
análogo al que da en el potro la cuerda del verdugo. Y así se pasaba el
malaventurado Nolasco noches y días, en un puro ay, maldiciendo de su suerte,
renegando de Dios y de los hombres. ¿No habría persona caritativa que le curase?
De pronto clavósele en el magín una idea. Recordó que cuando le había caído de
golpe y porrazo el fortunón, no le hacían los pies el menor daño, y tenía
puestos unos zapatos infelices, viejísimos. Mandó que le trajesen sin tardanza
de las ropavejerías, prenderías y puestos del Rastro los zapatos más llevados y
traídos que se encontrasen. Presentáronle cestos de galochas, pero ninguna
venía a su pie; unos por estrechos, otros por holgados en demasía, éste por
torcido, aquél por arrugado y duro, los asquerosos zapatos, sobre revolverle el
estómago y encalabrinarle los nervios, no remediaban su mal. Éste había llegado
a ser intolerable. El ex bordador pedía a gritos la muerte. Sus porvidas,
pesias y reniegos, de una legua se oían. Escandalizados tenía a los servidores,
espantado al médico, que veía inútiles sus ungüentos y emplastos, y horrorizado
al buen clérigo que le había traído la herencia. Y he aquí que de improviso
Nolasco llama al vecino que le había descalzado en memorable ocasión, y le
ofrece una porrada de dinero si le devolvía sus zapatos del tiempo de la
miseria.
-Es el caso -dijo el vecino apurado y confuso- que los tiré al
estercolero de la Plaza ,
y a saber dónde habrán ido a parar. Haré diligencias por encontrarlos, pero
desconfío...
De allí a pocos días, el vecino se apareció con ciertos zapatos muy
semejantes a los de Nolasco -todos los zapatos de desecho se parecen; pero el
engaño conociose al ponerlos: al enfermo no le venían; el vecino, codicioso de
la recompensa, había traído cualquier calzado, un par suyo, probablemente. Y
Nolasco siguió poniendo el lamento en las nubes, retorciéndose y rabiando,
hasta que un día, entre alaridos, rugió:
-¡Mi caudal entero daría por mis zapatos viejos, los únicos que no me
destrozaban los pies!
Transcurridos breves instantes, el criado, respetuosamente, anunció que
allí estaba una gitana muy deseosa de entrar a ver a su señoría, y con promesa
de curarle.
-Que pase esa hija de Satanás -chilló el desesperado.
La gitana cruzó la puerta; era la misma bruja de la predicción, negra,
siniestra, horrible.
-Vengo -dijo con retintín- a entregarte tus zapatos, y por ellos me
darás cuanto heredaste, tiñoso. Ya ves si acerté. Te anuncié que renegarías de
la suerte, porque pa vivir rabiando, mejor vives trabajando. Güérvete a tu
tienda a ganarte el pan. ¿Trato hecho?
Pedro Nolasco se irguió, besó la mano de la gitana, recobró sus viejos
zapatos como recibiría un pedazo de Lignum
crucis, y corriendo se volvió a su tabuco, donde Nuestra Señora de
Guadalupe hizo que nunca le faltase pan, y le concedió una buena muerte.
Blanco y Negro, núm. 410,
1899
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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