Como el Añito nuevo tenía tan buena
traza y estaba tan monín con su traje de marinero y sus bucles rubios, la gente
le piropeaba en la calle; algunas mujeres, más atrevidas, besaban sus mejillas
frescas de adolescente, y, a su paso, un rumor de simpatía le halagaba, una
oleada de adoración le envolvía.
El Añito quiso corresponder
cariñosamente a tantas demostraciones, y, metiendo la diestra en la bolsa de
raso que llevaba pendiente del brazo izquierdo, sacaba diminutos objetos liados
en papel de oro; sin duda bombones. La dádiva del Año era recibida con
explosiones de entusiasmo y gratitud. Aquellos envoltorios dorados no podían
menos de traer dentro algo sabrosísimo. Y un coro de bendiciones se alzaba,
mientras la gente, palpitando de esperanzas vivaces, desliaba las envolturas e
hincaba el diente a las golosinas, regalo del lindo mocoso, que sonreía al
hacer el obsequio...
Rápidamente cundía la voz:
-¡El Año nuevo regala dulces!
Desde gran distancia acudía la
gente, corriendo, al cebo del reparto halagador. Los dulces habían de ser
distintos de los conocidos ya, y mejores, amén de distintos. La muchedumbre se
comunicaba impresiones, y, suplicante, alzaba las manos. Notó el Año nuevo que
cuantos le rodeaban pidiendo un dulcecito se declaraban muy desgraciados, muy
combatidos por la vida, muy frustrados en todas sus aspiraciones y deseos.
-¡Año nuevo! -exclamaban. ¡Niño
bonito! ¡A ver qué alegría nos traes! ¡A ver qué regalo nos vas a hacer!
Y de la inagotable bolsa, que
brujas enemigas y malignas iban llenando con manos invisibles a medida que se
vaciaba, salían, como la lluvia que cayó sobre el seno de Dánae, gotas y más
gotas de oro, arrebatadas por manos ávidas, por garras ansiosas y rapaces. Ya
no era que el Año repartiese, sino que le robaban, le despojaban, sin darle
tiempo ni a hacer el ademán de la distribución... Voces de angustia, ayes de
sufrimiento, quejas de dolor, suspiros de melancolía incurable, demostraban que
cada cual que se agregara al tropel era un desdichado, un vencido, agobiado por
la carga de la existencia insufrible. Y el Año regocijado y juguetón en los
primeros instantes de su salida al mundo, empezaba a ponerse también de perro
humor, al convencerse de tantas calamidades.
Le quedaba, no obstante, una
ilusión al Año nuevo: la de que, con los confites dorados, remediaría buena
parte, si no todo, del mal que ya comprendía. No era posible que cosa tan
elegantemente envuelta, de tan coquetón aspecto, no encerrase, si no la
ventura, al menos el consuelo y el alivio. Y ese consuelo sería su obra. Le
aclamarían como a un bienhechor. Cientos de miles de bocas le colmarían de
bendiciones. Así como así, no era justo que tanto se padeciese bajo la capa del
cielo. Unos miseria, otros enfermedades, éste desengaños y traiciones, aquél
desaliento y convicción de la propia inutilidad, todos eran atormentados hasta
más allá de las fuerzas humanas. Aunque el dorado confite no fuese sino una
gota de miel, contrastaría un instante la amargura...
Pero he aquí que de la muchedumbre
apiñada, que desenvolvía y tragaba con avidez el regalo del Año nuevo, empiezan
a brotar quejidos, protestas, reniegos, voces de furia; mientras los más
prudentes se limitan a decir, con aflicción reprimida:
-¡Válgame Dios! ¡Lo mismo que
antes!
-¡No, peor que antes!, comentan los
rabiosos.
-A mí me duele más la ciática,
declara una vieja.
-Yo estoy más pobre y hambriento
que nunca, grita un desarrapado.
-¡A mí se me ha muerto un hijo más!
-¡Me han quitado la plaza de la cual
vivía!
-¡Me ha salido fallido el negocio!
-¡Se me ha caído la casa!
-¡La amada me ha vendido!
-¡He perdido el pleito!
-¡Dice el doctor que tengo que
dejarme cortar la pierna!
Y cada uno de los obsequiados por
el Año nuevo, al ver que su suerte no cambia, o, mejor dicho, empeora, se
arranca los pelos, se arroja al suelo, enseña los puños o arroja al rostro del
Año un pellón de lodo, una inmundicia recogida en la calle...
Entonces el Año emprende la fuga.
No quiere morir ignominiosamente a manos de la vil canalla; y, a paso veloz, se
aleja, busca un lugar solitario donde reflexionar sobre lo que le ocurre. ¿De
modo que, por haber dado dulces, por haber repartido aquellos gentiles
bomboncitos áureos, a poco le linchan? Estaba visto; la Humanidad era un hato de
desagradecidos infames, y convenía apartarse lo más posible de ella.
Y el Año, con el corazón oprimido y
una invasión de pesimismo en el alma, subió a la escarpada cima de un monte y
se emboscó en sus fragosidades, a fin de huir de la humana especie. Al
desembocar en un claro, rodeado de hayas centenarias y copudas, vio con
sorpresa que ¡también allí había llegado el hombre! A la puerta de mísera
cabaña estaba un carbonero que acababa de soltar, rendido y sudoroso,
pesadísimo haz de leña. El infeliz se volvió, sorprendido.
-Oye -le dijo el Año. Tú, de fijo,
no serás ingrato con los beneficios que recibas.
-No me atrevo a decir que sí
-respondió con flema el carbonero. ¡Soy hombre...!
-De todos modos, toma.
Y le puso en la mano un puñado de
los dorados confites.
-Gracias -murmuró el miserable;
pero no los tomaré sin saber qué contienen. Si no encierran unas gotas de
resignación, mezcladas con otras de olvido, no los cataré.
¿De modo que no quieres nada de mí?
-exclamó el bienhechor. Sabe que soy el Año nuevo...
-¡Ah! En ese caso, puedes hacerme
un favor infinito.
-¿Dime cuál?, interrogó el Año.
-Pasar pronto -rogó el carbonero,
volviendo a cargar trabajosamente con su haz de leña.
«La ilustración española y americana», almanaque, 1913
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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