Llamaban así en
Baizás al cohetero, por su viveza de genio característica, por aquel
adelantarse a todo, que unas veces degeneraba en precipitación peligrosa, en su
arriesgado oficio, y otras, le había traído suerte, adelanto. En la pila le
habían puesto Manuel, y era toda su familia una hijastra, Micaela, lunática,
histérica, leve como una paja trigal, de anchos y negrísimos ojos
escudriñadores, y que tenía fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo,
porque se suponía que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría
decir quién era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué
mujer de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un
mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...
Además,
descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en una bolsita de tela
roja, a la testuz de las vacas y ternerillos, previniéndolos contra el
aojamiento y la envidia, y sabía de las encantaciones del famoso libro de San
Cipriano, encontrado entre otros muy ratonados en una alacena vieja, en casa
del cohetero. El oficio de éste se rozaba con la química elemental, que tenía
sus ribetes de alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.
El único
escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de Micaeliña, era su
padrastro... «A fe de Manoel, que un día agarro un palo de tojo y le saco del
cuerpo las meiguerías».
Entre sus
desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir, o moriría rica..,
¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se encontraría, bajo la corteza
de la tierra, en los huecos de las paredes so las vigas carcomidas de algún
antiguo edificio, un tesoro: y, con las fórmulas de encantamiento que estudiaba
un día tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.
Un día se supo
en la parroquia que acababa de morir, súbitamente, el cura. Una hemoptisis
fulminante se lo llevó, y la misma enfermedad había dado cabo, tres o cuatro
años antes, del hermano del párroco que, desde Montevideo, vino a reponer sus
fuerzas y a descansar de una vida de ímproba labor. Micaeliña solía ayudar en
las faenas del menaje a la vieja Angustias, ama del sacerdote. Una idea tenaz
la impulsaba a prestar estos servicios desinteresadamente, y con asiduo celo.
Aprovechando todas las ocasiones, la bruja moza registraba sin cesar la casa, a
pretexto de asearla y barrerla. El desván, sobre todo, era objeto de sus
predilecciones. En él se guardaban los tres baúles, que trajo el indiano, de cuero
de buey, con cantoneras de latón. Dos estaban vacíos, abiertos. El otro, con la
llave puesta, sólo guardaba papeles, cuentas comerciales, periódicos viejos,
botas, una bufanda... La moza no cesaba de percudar, esperando siempre el
indicio. Y un día, como pasase su mano por el fondo de uno de los baúles, en un
ángulo, sus uñas arrastraron un objeto menudo, circular... Lo miró a la escasa
luz que entraba por la claraboya. Sus pupilas destellaron. Era una monedita de
oro, una doblilla menuda, donde brillaba la grave faz paternal del pelucón
Carlos III.
Con husmear de
gata fina, con sigilo de vulpeja cazadora, con maña de ratoncillo que busca la
entrada de una despensa, empezó Micaela a investigar. Angustias, interrogada
capciosamente, fue soltando retazos de lo probable, mezclados con mil fábulas.
Sí, ya estaba ella enterada de que en la aldea eran unos mentirosos; creían que
el hermano del señor cura venía relleno de onzas..., y pensaban que toda esa
riqueza la había escondido el párroco debajo del altar mayor... ¡Invencionistas
del demonio, que armaban un cuento en el aro de una peneira!...
En su casa,
mientras Manuel envolvía en sucias cartas de baraja la cabeza de los cohetes,
sacaba Micaela la conversación del tesoro del párroco. ¿Sería verdad que
estuviese escondido en la iglesia? El cohetero reía. ¡Buenas y gordas! El
indiano traería..., ¡a ver!, unas cuantas pesetas roñosas; justamente había
muerto de privaciones, de la miseria que pasó allá en Montevideo. La muchacha
agachaba la cabeza y apretaba contra el pecho la monedita de oro, que llevaba
colgada del cuello, en un saco. Dos o tres veces tuvo al borde de los labios la
súplica: «Señor pá, aúdeme a buscare el tesoro...» Un inexplicable recelo la
contuvo. Notaba en su padrastro algo de singular. Andaba como agitado, como
fuera de sí. Para adquirir, según decía, los elementos del fuego artificial que
había de arder el día de la fiesta del Patrón, hacía salidas frecuentes, viajes
a Compostela, que duraban días. Y Micaela se quedaba sola frente al problema:
averiguar dónde se ocultaba una riqueza de cuya existencia no le quedaba ni la
menor duda, pero cuyo paradero sólo Dios... Porque en la casa del cura no
estaba el tesoro. Y en el altar mayor... ¡Imposible! Otro era el escondrijo.
¿Cuál? Una hermosa noche de plenilunio, la bruja resolvió apelar a los
encantos. Recitaba la fórmula del libro y, provista de una varita de avellano,
salió de su casa, encaminándose a la del cura. No corría ni un soplo de viento:
las madreselvas de los zarzales esparcían fragancia deliciosa y pura: a lo
lejos, los canes lanzaban su triste ¡ouuu!, y la queja de un carro
estridulaba muy distante también, como una despedida. Micaela desató el
pañuelo, cuyas puntas le cruzaban la frente, y desenvolviéndolo, lo ató sobre
los ojos, mientras con fuerza nerviosa apretaba la varita. Un temblor
convulsivo agitaba su cuerpo. A ciegas, creía sentir mejor la corriente de esa
extraña inspiración que se resuelve en adivinanza. No era ella la que avanzaba:
era una virtud desconocida la que la impulsaba hacia un lado o hacia otro. Por
allí se iba a la casa del cura y a la iglesia... ¿Adónde la guiaría la varita,
que se estremecía entre sus dedos?
Impulsada por
aquel temblor de la varita, andaba Micaela sin ver..., tropezando en los
conocidos senderos. Sus pies, al fin, se hundieron en la tierra blanda de un
huerto y por poco dan contra un muro... Alzó el pañuelo que le cubría los ojos,
y reconoció dónde estaba. Ante ella alzábase el abandonado palomar del cura.
Era una especie de torrecilla redonda, pequeña, cuyo tejado caía en ruina. La
puerta, medio desvencijada, aparecía abierta de par en par. La moza,
derechamente, se fue hacia el interior, donde penetraba la clara plata de la
noche. Un instinto le decía que era allí, y no en otra parte, donde había que
buscar la riqueza del indiano... Sus asombrados ojos miraban, miraban con
ansia, recorrían el recinto, confusamente tapizado de viejos plumajes y de
telarañas... A pique estuvo de hocicar un hoyo, no pequeño, recién abierto, al
borde del cual un objeto oscuro yacía caído. Micaeliña miraba, fascinada, el
agujero, la tierra de fresco removida, todas las señales de haber sido allí
destripado y violado un secreto, su secreto. Otro se había adelantado, otro
recogido el oro... Y no pudo la muchacha dudar ni un instante de quién fuese el
ladrón; allí estaba el testimonio acusador, la rota y deformada caperuza de su
padrastro...
Uno de los
ataques nerviosos de que era acometida, atacó a la moza, haciéndola retorcerse
y lanzar gritos y de arrojar espuma y, por último, provocando una crisis de
lágrimas.
¡Aquel malvado!
Aquel oro, en que ella fundaba sus esperanzas de otra vida diferente, hermosa,
colmada, se lo llevaba el tunante, que ya le había robado, años antes, el amor
de la madre, y acaso matándola a disgustos y a celos.
La crisis cesó.
La bruja se alzó, quebrantada, dolorida, y esta vez sin venda en los ojos, con
paso de autómata, zumbándole los oídos y sintiendo un raro deseo de morder
alguna cosa, se encaminó a su casuca. En el umbral de la puerta vio ya a Madrugueiro
despabilado y alerta. Reía con risa maliciosa e irónica, que se convirtió en
carcajada cuando Micaela le metió casi por el rostro la caperuza perdida.
-Madrugaras,
filla, madrugaras... Quien no madruga, no llega a la misa..., ¡je! Y dejáraste
de meigallos y de encantaciones. La encantación es llegare antes y tenere el
ojo abierto. Anda y tira al fuego las meiguerías y la uña de la Gran Bestia. A te
acostar... Paciencia y dormire.
A partir de este
momento, la incertidumbre envuelve el episodio... La aldea de Baizás sólo pudo
saber que poco antes de la salida del sol un ruido espantoso estremeció las
pocas casas de la aldea, la misma iglesia, que pareció tambolearse. La morada
del cohetero acababa de saltar, como castaña en la hoguera. Al discurrir sobre
las causas del caso atroz, opinaron los mejor enterados que Madrugueiro
tenía preparado el fuego de la fiesta patronal y por descuido dejaría caer un
ascua del fogón sobre tanta pólvora. Se encontró su cuerpo carbonizado, no
lejos de Micaela. Y sólo un año después se averiguó que el cohetero era rico.
Un sobrino descubrió los caudales, depositados en seguro en Compostela.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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