Cuando me
enseñaron a la condesa de Serená, no pude creer que aquella señora fuese, hará
cosa de cinco años, una hermosura de esas que en la calle obligan a volver la
cabeza y en los salones abren surco. La dama a quien vi con un niño en brazos y
vigilando los juegos de otro, tenía el semblante enteramente desfigurado,
monstruoso, surcado en todas direcciones por repugnantes cicatrices blancuzcas,
sobre una tez denegrecida y amoratada; un ala de la nariz era distinta de la
compañera, y hasta los últimos labios los afeaba profundo costurón. Solo los
ojos persistían magníficamente bellos, grandes, rasgados, húmedos, negrísimos;
pero si cabía compararlos al sol, sería al sol en el momento de iluminar una
comarca devastada y esterilizada por la tormenta.
Noté que el
amigo que nos acompañaba, al pasar por delante de la condesa, se quitó el
sombrero hasta los pies y saludó como únicamente se saluda a las reinas o a las
santas, y mientras dábamos vueltas por el paseo casi solitario, el mismo amigo
me refirió la historia o leyenda de las cicatrices y de la perdida hermosura,
bajando la voz siempre que nos acercábamos al banco que ocupaba la heroína del
relato siguiente:
-La condesa de
Serena se casó muy niña, y enviudó a los veintiún años, quedándole una hija, a
la cual se consagró con devoción idolátrica.
La hija tenía la
enfermiza constitución del padre, y la condesa pasó años de angustia cuidando a
su Irene lo mismo que a planta delicada en invernadero. Y sucedió lo natural:
Irene salió antojadiza, voluntariosa, exigente, convencida de que su capricho y
su gusto eran lo único importante en la tierra.
Desde el primer
año de viudez rodearon a la condesa los pretendientes, acudiendo al cebo de una
beldad espléndida y un envidiable caudal. De la beldad podemos hablar los que
la conocimos en todo su brillo y -¿a qué negarlo?- también suspiramos por ella.
Para imaginarse
lo que fue la cara de la condesa, hay que recordar las cabezas admirables de la Virgen , creadas por Guido
Reni: facciones muy regulares y a la vez muy expresivas, tez ni morena ni
blanca, sino como dorada por un reflejo solar; agregue usted la gallardía del
cuerpo, la morbidez de las formas, la riqueza del pelo y de los dientes, y esos
ojos que aún pueden verse ahora..., y comprenderá que tantos hombres de bien
anduviesen vueltos tarumba por consolar a la dama.
Perdieron, digo,
perdimos el tiempo lastimosamente; ella se zafó de sus adoradores, despachando
a los tercos, convirtiendo en amigos desintere-sados a los demás, convenciendo
a todos de que ni se volvía a casar ni pensaba en otra cosa sino en su hija, en
fortalecerle la salud, en acrecentarle la hacienda. Vimos que era sincero el
propósito; comprendimos que nada sacábamos en limpio; observamos que la condesa
se vestía y peinaba de cierto modo que indica en la mujer desarme y neutralidad
absoluta y nos conformamos con mirar a la hermosa lo mismo que se mira un
cuadro o una estatua.
Y empleo la
palabra mirar, porque hasta las palabras lisonjeras y galantes conocimos
que no eran gratas a la condesa, sobre todo desde que Irene empezó a espigar y
presumir. Quiso la mala suerte que la hija de tan guapa señora heredase, al par
que el temperamento, los rasgos fisonómicos de su padre, por lo cual Irene, en
la flor de la juventud, era una mocita delgada y pálida, sin más encantos que
eso que suele llamarse belleza del diablo y yo comparo al saborete del
agraz. Y la misma suerte caprichosa hizo que la condesa, acaso por efecto de la
vida metódica y retirada en que economizó sus fuerzas vitales, entrase en el
período de treinta a treinta y cinco luciendo tan asombrosa frescura, tal
plenitud de todas sus gracias, que a su lado la chiquilla daba compasión.
De nada servía
que su madre la emperejilase y se impusiese a sí propia la mayor modestia en
trajes y adornos; los ojos de las gentes se fijaban en el soberano otoño,
apartándose de la primavera mustia, y en la calle, en la iglesia, en el campo,
en los baños, doquiera que la madre y la hija apareciesen juntas, indiscretas y
francas exclamaciones humillaban a Irene en lo más delicado de su vanidad
femenil y herían a la condesa en lo más íntimo de su ternura maternal.
Fue peor todavía
cuando, llegado el momento de introducir a Irene en lo que por antonomasia se
llama sociedad, la condesa, que no había de presentarse hecha la criada
de su hija, tuvo que adornarse, escotarse y lucir otra vez joyas y galas. Por
más que ajustase su vestir a reglas de severidad y seriedad que nunca
infringía; por más que los colores oscuros, las hechuras sencillas, la
proscripción de toda coquetería picante en el tocado dijesen bien a las claras
que solo por decoro se engalanaba la condesa, lo cierto es que el marco de
riqueza y distinción duplicaba su hermosura divina, y de nuevo la asediaban los
hombres, engolosinados y locos. De Irene apenas sí hacía caso algún muchacho
imberbe, y hubo ocasiones en que la madre, con piadosa astucia, toleró las
asiduidades de apuesto galán para adquirir el derecho de que sacase a bailar a
Irene o la llevase al comedor.
Lo triste era
que ya Irene, mortificada, ulcerado su amor propio, se mostraba desabrida con
su madre y pasaba semanas enteras sin hablarle. Notaba también la condesa que
los párpados de la muchacha estaban enrojecidos y varias veces, al animarla a
que se vistiese para alguna fiesta, Irene había respondido: «Ve tú; yo no voy,
no me divierto.» De estas señales infería la condesa que roían a Irene la
envidia y el despecho, y en vez de enojo, sentía la madre lástima infinita. Con
vida y alma se hubiese quitado -a ser posible- aquella tez de alabastro y
nácar, aquellos ojos de sol, y poniéndolos en una bandeja, como los de Santa
Lucía, se los hubiese ofrecido a su niña, al ídolo de toda su honrada y noble
existencia.
No pudiendo
regalar su beldad a Irene, pensó que resolvía el conflicto buscándole novio.
Satisfecha con el amor de su esposo, pudiendo ir con él a todas partes y
retirada la condesa en su hogar, cesaba la tirante situación de madre e hija.
Encontrar marido
para la rica Irene no era difícil, pero la condesa aspiraba a un hombre de
mérito y su instinto de madre la guió para descubrirle y para aproximarle a
Irene, preparando los sucesos. El elegido -Enrique de Acuña- era uno de los
muchos admiradores y veneradores de la condesa, y puede asegurarse que influyó
en él ese sentimiento que nos lleva a preferir para esposas a las hijas de las
mujeres a quienes profesamos estimación altísima, y a quienes no hemos amado,
pura y simplemente, porque sabemos que no se dejarían amar. Persuadida la
condesa de que Enrique reunía prendas no comunes de talento y corazón; viéndole
tan guapo, tan digno de ser querido, tan hombre y tan caballero, en suma,
trabajó con inocente diplomacia y triunfó, pues no tardaron Irene y Enrique en
ser amartelados prometidos.
Casáronse pronto
y salieron a hacer el acostumbrado viaje de luna de miel, que fue un siglo de
dolor para la condesa. Acostumbrada a absorber su vida en la de su hija, a
existir por ella y para ella solamente, ni sabía qué hacer del tiempo, ni podía
habituarse a no ver a Irene apenas despertaba, a no besarla dormida. Ya se
sentía enferma de nostalgia, cuando regresaron a Madrid los novios.
La condesa notó
con alegría que su yerno le demostraba vivo cariño, gran deferencia y
familiaridad como de hermano. Le consultaba todo; juntos trabajaban en el
arreglo de las cuestiones de interés, y en broma solía repetir Enrique que,
solo por tener tal suegra, cien veces volvería a casarse con Irene Serená. La
satisfacción de la condesa, no obstante, duró poco, pues advirtió que, según
Enrique extremaba los halagos y el afecto, Irene reincidía en la antigua
sequedad y dureza y en los desplantes y murrias. Delante de su marido
conteníase; pero apenas él volvía la espalda, ella daba suelta al mal humor y a
la acritud de su genio.
Cierto día,
saliendo la condesa a ver unos solares que deseaba adquirir, encontró en la
puerta a Enrique, que se ofreció a acompañarla. A la mesa, por la noche,
Enrique habló de la excursión, y dijo, riendo, que por poco le cuesta un lance
acompañar a su suegra, pues todos le decían flores y hasta un necio la siguió,
requebrándola...
-¿No sabes?
-añadió Enrique, dirigiéndose a Irene. Tuve que llamarle al orden al
caballerito... Lo gracioso es que me tomó por marido de tu mamá, y yo, para
hacerle rabiar, le dije que sí lo era...
Al oír esto,
Irene se levantó de la mesa, arrojando la servilleta al suelo; corriendo salió
del comedor y la oyeron cerrar con estrépito la puerta de su cuarto. Miráronse
la madre y el esposo, y aquella mirada todo lo reveló; no necesitaron hablar.
Enrique, ceñudo, siguió a su mujer y se encerró con ella. Al cabo de media hora
vino inmutadísimo a decir a la condesa que Irene no quería vivir más en la casa
materna, y que era tal su empeño de irse, que si no se realizaba la separación,
amenazaba con hacer cualquier disparate.
-Pero
tranquilícese usted -añadió en amargo tono de reconcentrada cólera, he sabido
imponerme y la he tratado con severidad, porque lo merece su locura.
Estas
interioridades se supieron, según costumbre, por los criados, que las cazaron
al vuelo entre cortinas y puertas; y ellos, los enemigos domésticos, fueron
también los que divulgaron que el día del disgusto la señora condesa se acostó
dolorida y preocupada y no se fijó en que quedaba la luz ardiendo cerca de las
cortinas; de modo que, a media noche, despertó envuelta en llamas, y aunque
pudo evitar la desgracia mayor de perder la vida, no evitó que la cara
padeciese quemaduras terribles.
Con el susto y
la impresión y la asistencia, Irene olvidó su enfado, y desde aquel día
vivieron en paz: el señorito Enrique, muy metido en sí; la señora, cada vez más
retirada del mundo, pensando solo en cuidar a los niños que le fueron naciendo
a la señorita.
-Que esta María
Coronel vale más que la otra -respondí, inclinándome a mi vez ante la madre de
Irene, la cual, sospechando que hablábamos de ella, se levantó y se retiró del
paseo con sus nietecillos de la mano.
«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30,
1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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