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domingo, 2 de febrero de 2014

Las veintisiete

Había oído hablar Ramiro Nozales de cierto filósofo,  el  cual  no  era  de  estos  metafísicos sutiles consagrados día y noche a la investigación de las causas y orígenes, relaciones y sustancialidades  de  lo  creado  y  lo  increado, sino que, al contrario, complaciéndose en bajar a la tierra, aplicaba su inteligencia ejercitadísima a comprender lo relativo, aceptando al hombre, no cual salió de las manos divinas, sino con las modificaciones que le impone la sociedad. En suma; el tal filósofo, en vez de profesar  teología,  ontología  o  cosmología, profesaba mundología, pero mundología elevada,  quinta-esenciada  y  sutil;  sus  alumnos aprendían de él la aguja de marear más sensible y la gramática parda encuadernada en el tafilete de Esmirna más suave y bien curtida; y Ramiro Nozales, incitado por la fama que el filósofo iba ganando, se resolvió a consultarle y a oír sus lecciones, que en verdad le hacían buena falta.
Recibió el filósofo al nuevo alumno de noche,  en  la  biblioteca,  de  elegante  severidad, muy abarrotada de libros y alumbrada por un gran quinqué, cuya pantalla figuraba melancólico búho; al través  de sus pupilas de esmeralda se traslucía claridad misteriosa y fosfórica. Nada hay que desate la lengua como la  semioscuridad  y  la  luz  verdosa  y  velada; así es que Ramiro abrió su corazón, hizo su completa biografía, refirió sus cuitas y declaró que se encontraba a los treinta años de edad, saturado de desengaños y amarguras, semiarruinado  y  con  un  pinchazo  en  el  cuerpo, que, si no acierta la espada a resbalar en una costilla, bien podría haberle atravesado el corazón. Escuchó el maestro atentamente, aca-riciándose la aliñada barba negra, sonriendo a  ratos,  y  otros  reflexio-nando;  la  blancura marfileña de su frente calva y reflejo de sus limpios dientes iluminaban su faz, en que los ojos  parecían  dos  manchas  de  sombra.  Así que hubo terminado Ramiro, el filósofo tomó la palabra.
-Su historia de usted -dijo- nada tiene de particular. Se parece a la de otros muchos, a quienes he curado, asegurándoles existencia dichosa,  solo  con  un  sencillísimo  cuerpo  de doctrina  reunido  en  breve  espacio.  Todo  lo que le ha sucedido a usted de malo y desagradable  es  debido  a  que  usted  ignora  esa doctrina sabia y benéfica. Los desengaños los ha recibido usted de sus amigos; del uno respondió  usted,  y  él  cometió  desfalcos;  en  el otro depositó usted confianza, que él vendió; el de más allá le quitó a usted la novia. La semirruina de usted procede de prestar cantidades  para  sacar  de  apuros  a  determinadas personas, que todavía no le han devuelto un real.  El  pinchazo  es  porque  tuvo  usted  la inadvertencia de avisar a un creyente de que le engañaba una hembra, la cual le persuadió de que usted procedía así por despecho. Esto lo sé por usted mismo; no puedo estar mejor informado.
-Verdad es -asintió Ramiro. Pero me parece asaz difícil, por no decir imposible, evitar tales contingencias, viviendo entre hombres; y puesto que ya lo pasado no se ha de remediar, quisiera precaverme contra lo que está todavía por venir. No soy tan viejo que no deba esperar mejor fortuna, ni tan mozo que la imprevisión me ciegue. Venga, pues, ese cuerpo de doctrina breve y categórico, que yo lo pondré  sobre  mi  cabeza  como  se  ponen  los textos sagrados.
-La  doctrina  -dijo  el  filósofo  lentamente- no consiste más que en una lista o catálogo...
-¿Una lista? -repitió Ramiro con sorpresa.
-Sí, tal; una lista... de las veintisiete cosas que no le importan a usted.
-¡De  las  que  me  importan,  querrá  usted decir!
-De las que no le importan, repito. Porque ha de saber usted que todas las desazones, berrinches,  tribulaciones  y  pérdidas  que  en este mundo padecen los mortales, no las padecen por lo que les importa, sino por lo que debiera, en rigor, tenerles sin cuidado; y así, desde el momento en que usted se imponga y entere de lo que no le importa un comino, meditará usted despacio en que no debe arriesgar  ni  el  valor  de  ese  comino  por  ello,  y después de asimilarse verdad tan patente, si procede usted en consecuencia, libre quedará de  cuantos  sinsabores  hasta  el  día  le  han agobiado. Voy a escribir la lista; entre tanto, diviértase usted en recorrer esos libros, que tienen grabados muy hermosos.
Obedeció  Ramiro,  algo  mortificado  en  su amor propio, y a la media hora recibía de mano del filósofo una tira de vitela que encerraba veintisiete renglones manuscritos, separados por barras de tinta roja. Al recogerse a su casa, no tuvo Ramiro cosa de más prisa que aprenderse de memoria el catálogo de las veintisiete cosas que no le importaban... y, bien empapado  en  aquellos  preceptos  negativos, se dedicó a seguir su vida habitual.
En la primera reunión a que asistió, la casualidad  le  hizo  sorprender,  en  un  espejo, furtivas señales de inteligencia entre la única hermana de su mejor amigo, niña candorosa, y un tronera de peor intención que un toro; su impulso fue avisar al hermano, pero inmediatamente recordó la tira de pergamino: una de las veintisiete cosas que no le importaban era "la conducta de la mujer ajena". Callóse, pues, como un muerto, y a los quince días el tronera robó a la muchacha. Al salir del sarao, un mozalbete provinciano, que había sido recomendado a Ramiro por su familia, se despidió  de  él  delante  de  un  garito;  Ramiro comprendió  que  iba  a  jugar,  a  buscar,  probable-mente  la  desesperación  y  la  deshonra; pero su código fundamental decía que una de las  veintisiete  cosas  eran  "los  vicios  de  los demás"; y no experimentó remordimiento alguno cuando poco tiempo después supo que el mozalbete se había pegado un tiro.
A  cada  momento  resaltaba  la  eficacia  de las  enseñanzas  del  sabio:  apenas  se  ofrecía circunstancia que no la demostrase. En el catálogo de las veintisiete se incluían todas las ocasiones  que  de  malgastar  oro,  voluntad  y salud se ofrecen a un hombre en la vida social. Al practicar la doctrina del filósofo, aquel retraimiento discreto y prudentísimo, aquella abstención admirable, Ramiro conocía que su calma, su seguridad, su hacienda, su misma reputación y buen concepto crecían de continuo. Cuanto menos hacía, menos se exponía, más  le  respetaba  y  consideraba  la  gente,  y aumentaba su crédito y ganaba simpatías. Al principio, Ramiro no cesaba de bendecir al filósofo.  Su  estado  moral  se  traducía  en  una sensación física muy rara. Parecíale que alrededor  de  su  cuerpo  iban  elevándose  unos muros, invisibles para todos, visibles solo para él. Estos muros, al principio leves y mal cimentados, poco a poco se convertían en grueso reducto aspillerado, sólido e inexpugnale.
Detrás de aquella fortaleza, ¡que le atacasen!
¡Vengan enemigos! Y por si no bastaban los muros, sintió Ramiro que sobre su torso también  nacía  y  se  condensaba  una  coraza  de acero,  templada,  recia,  a  prueba  de  bala  y puñal. ¡Qué tranquilidad tan grande y provechosa sentirse resguardado por el impenetrable metálico forro!
Sin embargo, corriendo días, Ramiro notó como un vapor de angustia, ligero al pronto, más  caracterizado  después.  Era  opresión  al corazón y a los pulmones; era falta de aire, vago malestar, unido a cierta especie de mo-dorra.  Juraría  él  que  la  dichosa  coraza  iba estrechándose  y  por  todos  lados  le  oprimía.
Tanto  llegó  a  fatigarle  este  mal,  que  al  fin, triste y mohíno, fue a llamar otra vez a la puerta del sabio, a quien encontró en la misma severa  biblioteca,  alumbrado  por  las  pupilas glaucas y fascinadoras del búho.
-¿Viene  usted  a  darme  las  gracias?  -preguntó apaciblemente.
-Sí y no... -fue la respuesta de Ramiro. No cabe duda que le debo a usted gratitud. Me ha evitado usted desazones, gastos y ridiculeces  sin  cuento.  Me  ha  granjeado  usted  la estimación general: desde que no me empeño en hacerles ningún bien, los hombres me aprecian y consideran doblemente. Mi situación es cien veces mejor que cuando vine aquí a recibir de manos de usted el Alcorán de la sabiduría. Pero el caso es que me falta algo... no sé qué; y, además, la coraza con que us-ted me ha revestido, me ahoga. Antes, cuando me importaba lo que no me importaba..., creo..., sospecho a veces... perdóneme usted si digo una tontería..., pero se me figura que, por  momentos,  era  yo  más  feliz  y  más  bueno...  ¡De  esto  sí  que estoy  seguro!  ¡Yo  era más bueno!
Calló el sabio, y, entre tanto, sus pupilas de  sombra,  vastas  y  profundas  en  su  cara descolorida por el reflejo verde, se fijaron en
el afligido discípulo. Al fin, en voz grave, esa voz que se timbra con broncíneo son al pronunciar solemnes palabras, dijo:
-Usted vino aquí a pedirme el tuétano de la sabiduría humana. Yo se lo di en lo que usted llama Alcorán. Si eso no le basta, si nota asfixia del alma, vacío de abismo... entonces no le soy a usted necesario; mi Alcorán sobra. Coja usted el Evangelio.

"El Liberal", 5 de agosto de 1897.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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