Había oído hablar Ramiro Nozales de cierto filósofo, el
cual no era
de estos metafísicos sutiles consagrados día y noche a
la investigación de las causas y orígenes, relaciones y sustancialidades de lo creado
y lo increado, sino que, al contrario,
complaciéndose en bajar a la tierra, aplicaba su inteligencia ejercitadísima a
comprender lo relativo, aceptando al hombre, no cual salió de las manos
divinas, sino con las modificaciones que le impone la sociedad. En suma; el tal
filósofo, en vez de profesar
teología, ontología o
cosmología, profesaba mundología, pero mundología elevada, quinta-esenciada y
sutil; sus alumnos aprendían de él la aguja de marear
más sensible y la gramática parda encuadernada en el tafilete de Esmirna más
suave y bien curtida; y Ramiro Nozales, incitado por la fama que el filósofo
iba ganando, se resolvió a consultarle y a oír sus lecciones, que en verdad le
hacían buena falta.
Recibió el filósofo al nuevo alumno de noche, en
la biblioteca, de
elegante severidad, muy
abarrotada de libros y alumbrada por un gran quinqué, cuya pantalla figuraba
melancólico búho; al través de sus
pupilas de esmeralda se traslucía claridad misteriosa y fosfórica. Nada hay que
desate la lengua como la
semioscuridad y la
luz verdosa y
velada; así es que Ramiro abrió su corazón, hizo su completa biografía,
refirió sus cuitas y declaró que se encontraba a los treinta años de edad,
saturado de desengaños y amarguras, semiarruinado y
con un pinchazo
en el cuerpo, que, si no acierta la espada a
resbalar en una costilla, bien podría haberle atravesado el corazón. Escuchó el
maestro atentamente, aca-riciándose la aliñada barba negra, sonriendo a ratos,
y otros reflexio-nando; la
blancura marfileña de su frente calva y reflejo de sus limpios dientes
iluminaban su faz, en que los ojos
parecían dos manchas
de sombra. Así que hubo terminado Ramiro, el filósofo
tomó la palabra.
-Su historia de usted -dijo- nada tiene de particular. Se parece a la
de otros muchos, a quienes he curado, asegurándoles existencia dichosa, solo
con un sencillísimo
cuerpo de doctrina reunido
en breve espacio.
Todo lo que le ha sucedido a
usted de malo y desagradable es debido
a que usted
ignora esa doctrina sabia y
benéfica. Los desengaños los ha recibido usted de sus amigos; del uno respondió usted,
y él cometió
desfalcos; en el otro depositó usted confianza, que él
vendió; el de más allá le quitó a usted la novia. La semirruina de usted
procede de prestar cantidades para sacar
de apuros a
determinadas personas, que todavía no le han devuelto un real. El
pinchazo es porque
tuvo usted la inadvertencia de avisar a un creyente de
que le engañaba una hembra, la cual le persuadió de que usted procedía así por
despecho. Esto lo sé por usted mismo; no puedo estar mejor informado.
-Verdad es -asintió Ramiro. Pero me parece asaz difícil, por no decir
imposible, evitar tales contingencias, viviendo entre hombres; y puesto que ya
lo pasado no se ha de remediar, quisiera precaverme contra lo que está todavía
por venir. No soy tan viejo que no deba esperar mejor fortuna, ni tan mozo que
la imprevisión me ciegue. Venga, pues, ese cuerpo de doctrina breve y
categórico, que yo lo pondré sobre mi
cabeza como se
ponen los textos sagrados.
-La doctrina -dijo
el filósofo lentamente- no consiste más que en una lista
o catálogo...
-¿Una lista? -repitió Ramiro con sorpresa.
-Sí, tal; una lista... de las veintisiete cosas que no le importan a
usted.
-¡De las que
me importan, querrá
usted decir!
-De las que no le importan, repito. Porque ha de saber usted que todas
las desazones, berrinches,
tribulaciones y pérdidas
que en este mundo padecen los
mortales, no las padecen por lo que les importa, sino por lo que debiera, en
rigor, tenerles sin cuidado; y así, desde el momento en que usted se imponga y
entere de lo que no le importa un comino, meditará usted despacio en que no
debe arriesgar ni el
valor de ese
comino por ello,
y después de asimilarse verdad tan patente, si procede usted en
consecuencia, libre quedará de
cuantos sinsabores hasta
el día le han
agobiado. Voy a escribir la lista; entre tanto, diviértase usted en recorrer
esos libros, que tienen grabados muy hermosos.
Obedeció Ramiro, algo
mortificado en su amor propio, y a la media hora recibía de
mano del filósofo una tira de vitela que encerraba veintisiete renglones
manuscritos, separados por barras de tinta roja. Al recogerse a su casa, no
tuvo Ramiro cosa de más prisa que aprenderse de memoria el catálogo de las veintisiete
cosas que no le importaban... y, bien empapado
en aquellos preceptos
negativos, se dedicó a seguir su vida habitual.
En la primera reunión a que asistió, la casualidad le
hizo sorprender, en un espejo, furtivas señales de inteligencia
entre la única hermana de su mejor amigo, niña candorosa, y un tronera de peor
intención que un toro; su impulso fue avisar al hermano, pero inmediatamente
recordó la tira de pergamino: una de las veintisiete cosas que no le importaban
era "la conducta de la mujer ajena". Callóse, pues, como un muerto, y
a los quince días el tronera robó a la muchacha. Al salir del sarao, un mozalbete
provinciano, que había sido recomendado a Ramiro por su familia, se
despidió de él
delante de un
garito; Ramiro comprendió que iba a
jugar, a buscar,
probable-mente la desesperación
y la deshonra; pero su código fundamental decía
que una de las veintisiete cosas
eran "los vicios
de los demás"; y no
experimentó remordimiento alguno cuando poco tiempo después supo que el
mozalbete se había pegado un tiro.
A cada momento
resaltaba la eficacia
de las enseñanzas del
sabio: apenas se
ofrecía circunstancia que no la demostrase. En el catálogo de las
veintisiete se incluían todas las ocasiones
que de malgastar
oro, voluntad y salud se ofrecen a un hombre en la vida
social. Al practicar la doctrina del filósofo, aquel retraimiento discreto y
prudentísimo, aquella abstención admirable, Ramiro conocía que su calma, su
seguridad, su hacienda, su misma reputación y buen concepto crecían de continuo.
Cuanto menos hacía, menos se exponía, más
le respetaba y
consideraba la gente,
y aumentaba su crédito y ganaba simpatías. Al principio, Ramiro no
cesaba de bendecir al filósofo. Su estado
moral se traducía
en una sensación física muy rara.
Parecíale que alrededor de su
cuerpo iban elevándose
unos muros, invisibles para todos, visibles solo para él. Estos muros,
al principio leves y mal cimentados, poco a poco se convertían en grueso
reducto aspillerado, sólido e inexpugnale.
Detrás de aquella fortaleza, ¡que le atacasen!
¡Vengan enemigos! Y por si no bastaban los muros, sintió Ramiro que
sobre su torso también nacía y
se condensaba una
coraza de acero, templada,
recia, a prueba
de bala y puñal. ¡Qué tranquilidad tan grande y
provechosa sentirse resguardado por el impenetrable metálico forro!
Sin embargo, corriendo días, Ramiro notó como un vapor de angustia,
ligero al pronto, más caracterizado después.
Era opresión al corazón y a los pulmones; era falta de
aire, vago malestar, unido a cierta especie de mo-dorra. Juraría
él que la
dichosa coraza iba estrechándose y
por todos lados
le oprimía.
Tanto llegó a
fatigarle este mal,
que al fin, triste y mohíno, fue a llamar otra vez a
la puerta del sabio, a quien encontró en la misma severa biblioteca,
alumbrado por las
pupilas glaucas y fascinadoras del búho.
-¿Viene usted a
darme las gracias?
-preguntó apaciblemente.
-Sí y no... -fue la respuesta de Ramiro. No cabe duda que le debo a
usted gratitud. Me ha evitado usted desazones, gastos y ridiculeces sin
cuento. Me ha
granjeado usted la estimación general: desde que no me empeño
en hacerles ningún bien, los hombres me aprecian y consideran doblemente. Mi
situación es cien veces mejor que cuando vine aquí a recibir de manos de usted
el Alcorán de la sabiduría. Pero el caso es que me falta algo... no sé qué; y,
además, la coraza con que us-ted me ha revestido, me ahoga. Antes, cuando me
importaba lo que no me importaba..., creo..., sospecho a veces... perdóneme
usted si digo una tontería..., pero se me figura que, por momentos,
era yo más
feliz y más bueno... ¡De
esto sí que estoy
seguro! ¡Yo era más bueno!
Calló el sabio, y, entre tanto, sus pupilas de sombra,
vastas y profundas
en su cara descolorida por el reflejo verde, se
fijaron en
el afligido
discípulo. Al fin, en voz grave, esa voz que se timbra con broncíneo son al pronunciar
solemnes palabras, dijo:
-Usted vino aquí a pedirme el tuétano de la sabiduría humana. Yo se lo
di en lo que usted llama Alcorán. Si eso no le basta, si nota asfixia del alma,
vacío de abismo... entonces no le soy a usted necesario; mi Alcorán sobra. Coja
usted el Evangelio.
"El Liberal", 5 de agosto de 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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