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domingo, 2 de febrero de 2014

Los cirineos

Aquella cuitada de Romana Melén­dez, tan mona, en lo mejor de la edad, los veinticinco; unida por su familia, sin previa consulta del gusto, al vejete socio de su padre, a don Laureano Ca­lleja, pasó dos años medio secuestrada, recluída en su casa de Madrid, grande, cómoda, hasta lujosa, pero que trasuda­ba por las paredes murria y aburri­miento. El viejo marido, observando la perpetua melancolía de su esposa, a su vez se mostraba hosco y gruñón; los criados desempeñaban sus quehaceres de mal talante, recelosos; nunca lla­maba a la puerta una visita; nunca se le ofrecía a Romana ningún honesto esparcimiento: a misa los domingos y fiestas de guardar; a «dar una vuelta» por Recoletos cuando hacía bueno, y el resto del tiempo sepultada en su buta­ca, peleándose con una eterna labor de gancho, una colcha, que no se aca­baba porque a la labrandera no le in­teresaba que se acabase, y en lugar de mover los dedos, dejaba el hilo y las tiras sobre el regazo y se entregaba a una de esas meditaciones sin objeto, fatigosas como caminar sobre guija­rros, entre polvo.
Tal género de vida y la pasión de ánimo que se originó de él, minaron la salud de. Romana. Contrajo una de esas propensiones a languidecer que ago­tan y secan la vida en sus mismos ma­nantiales y pueden dar origen a afec­ciones consuntivas. Tuvo una elevación diaria de temperatura, que en vano combatió con la quinina, y el médico, no sabiendo qué disponer, no teniendo remedios para aliviar, la envió a que pasase un mes respirando aire puro y saturado de emanaciones balsámicas en un sanatorio del Mediodía, de esos en que la sobrealimentación y la suavidad del clima suelen proporcionar alivio; pero el tedio y la contemplación de tan­tas miserias fisiológicas abruman con la pesadumbre de la fatalidad que nos rodea. Para Romana el tedio era un compañero antiguo, y la variación, ya por sí sola, distracción segura y apro­vechable. Además, la casualidad le de­paró la adquisición de una amiga, una señora que ocupaba la habitación con­tigua: llamábase Ignacia López, y era esposa de un modestísimo empleado de Hacienda.
Ignacia no padecía mal ninguno; se encontraba en el sanatorio acompañan­do y cuidando a una hermanita suya, criatura muy interesante, tísica confir­mada. Simpatizaron Ignacia y Romana desde el primer momento; en el pinar allegaron las mecedoras, y entre eflu­vios de resina y tibias caricias de sol, charlaron con alegrías y vivezas de pájaros. Eran casi de la misma edad; fuera de eso, en nada se parecían. La actividad de Ignacia contrastaba con la pasividad de Romana, siempre re­signada y en brazos del Destino, mien­tras su nueva amiga luchaba con él y aspiraba a vencerlo. Inteligente y ja­más cansada, Ignacia, sin dejar de atender a la tísica, discurría diabluras, organizaba entre los pinos meriendas y paellas que galvanizaban hasta a los moribundos. Romana ponía el dinero; la empleadita, el buen humor y la dis­posición. Pero la tísica empeoró y hubo que pensar en volverse al domicilio, que es, al fin y al cabo; donde mejor lo pasa un enfermo. La idea de quedar­se sin su amiga achicó el corazón de Romana; en un santiamén hizo la ma­leta; reunidas se metieron en un de­partamento de segunda (no podía dar­se el lujo de primera Ignacia) y, muy hermanadas, llegaron a Madrid. Se des­pidieron en la estación, en la cual na­die las esperaba, con estrechos abrazos y letanías de promesas. Romana, al meterse en un coche, se sintió oprimi­da, como si le faltase de golpe aire blando y regenerador.
Desde entonces, su vida tuvo un ob­jeto, una finalidad: escaparse a ver a la amiga, pasarse el tiempo en su casa, insensiblemente; aquel interés era vi­talidad, era rayo de luz en el limbo. Hasta cuidar a la tísica le parecía gé­nero de diversión; y no digamos vestir, y desnudar a los chiquitines (tres te­nía Ignacia), porque eso si que envol­vía inmenso placer. ¡Tan guapos, tan zalameros, tan rubios, tan ricos! ¡Si daban ganas de comérselos por pan! A la insípida existencia propia, Romana sustituyó la ajena; careciendo de afec­tos, recogió con avidez los que no la pertenecían; no padeciendo disgustos ni cuidados, adoptó los de Ignacia; la escasez de metálico, las inquietudes por la enferma, por el sarampión de los chiquillos, por la urgencia de vestirse de invierno...; y se acostumbró a no entrar en casa de Ignacia sin un pa­quetito: ropa, artículos de consumo, medicamento caro, juguete... El mo­mento de desenvolver el regalo propor­cionaba a Romana gratisima emoción. Los chicos se agarraban a sus faldas, trepaban hasta su cuello, la asfixiaban a cariños.  
-¡Hija, quién como tú! -exclamaba la empleadita-. ¡Si estás mejor que quieres! ¡Encontrarte el primero de mes con mil pesetas que no sabes qué hacer con ellas! ¡Yo, que sólo me en­cuentro recibos atrasados de la tienda, del zapatero, del casero! ¡Tener un ma­rido formal, que se babará por ti!
-Pues mira: yo -contestaba Roma­na, acariciando al angelito menor- te trocaba la suerte. Si me das este muñe­co, ¡quieto, diabólico!, te entrego las mil pesetas en un billete. Y ya que te gusta el marido viejo..., te lo tras-pasaba, cediéndome tú, por supuesto, al jo­ven...
Fué dicha esta enormidad como se dicen las frases humorísticas más gor­das cuando hay confianza y ternura; las dos amigas rieron a carcajadas y se besaron. Es de advertir que por en­tonces ninguna de las dos conocía al marido de la otra. El de Ignacia esta­ba en Zamora, con licencia de dos me­ses, ultimando asuntos de una testa­mentaría; el de Romana, envuelto tam­bién en negocios, y, por contera, hura­ño y escamón, prevenido contra todo y todos, y, en especial, contra «los pobre­tes» y «los pegotes», no permitía ni oír nombrar a las recién adquiridas rela­ciones de su esposa. Mas sucedió que cierta mañana dominical, volviendo de las Calatravas el señor Calleja, en la acera de Alcalá le paró una señora... ¡Demontre! ¡Qué señora más despabi­lada! Aquello fué un acosón chancero, igual que si se hubiesen tratado tú por tú desde la cuna Ignacia y don Lau­reano. Hubo dichos graciosos, tiroteo de picantes frases. «A mí ya sé que no me puede usted ver ni en pintura...», repetía Ignacia, riendo, enseñando los dientes blancos, las bien frotadas en­cías. Nadie gastaba bromas con el vie­jo; se le hablaba en tono grave, al dia­pasón de su cara seca y muerta como una hoja arrancada del árbol. La chis­tosa franqueza de Ignacia le hizo el efecto que hace al sobrio un vaso de vinillo puro. «¿Pues quién le privó a usted de venir a mi casa..., digo, a la de usted?», barbotaba confusamente. «Usted mismo, que es capaz de espan­tarme con un palo...» «Nada de eso.» «Pues . si no me pega usted, cónstele que voy..., a ver si me querrá usted tanto así cuando vea que soy. una bue­na persona, aunque me esté mal el de­cirlo...; y yo también me convenceré de que usted no es un tirano, sino un barbián simpático y amable...»
A la hora de comer, don Laurea­no rezongó entre los vapores de la sopa:
-No sé por qué has de andar co­rriendo la fama de.que soy raro... ¿Te quito yo ningún gusto? Hoy mismo vendrá aquí esa amigota que te echas­te en el sanatorio...
Y vino «la amigota», y de un modo gradual fué repitiendo las visitas, di­ciéndo a Romana:
-Hija, no te celes si atiendo más a tu esposo que a ti, si le llevo las ma­nías al buen señor... Nos conviene con­quistarle... Que crea que me tiene pren­dada... Tú hazte la sueca...
¡Ya lo creo que se haría la sueca, y loca de contento! Y el viejo se acos­tumbró a la presencia de Ignacia a la hora del café, a su pico fresco y vivaz, a sus entretenimientos de mal tono, pero chuscos y divertidos. Había aque­llo de: «¡Jesús, y qué hombre tan ta­caño! ¿Por qué no hace usted así..., o asado?... ¡Si yo fuese su mujer de us­ted...!» Y la respuesta: «Pues como fuese yo su marido..., la encerraba, por aturdida, por liosa...»
Transcurrido un mes, Calleja se co­rrió e invitó a «esa golfa» a cenar los domingos. Romana notó, con agradable admiración, que ese día su marido se mudaba, se acicalaba, se afeitaba cui­dadosamente, recortándose los cuatro pelitos de la calva, y se ponía la levita, anticuada por desuso; y colmó su satis­facción el anuncio de que tenían palco en Lara, donde acabaron la noche di­vertidísinios, riendo como tontos con las ocurrencias y los gestos de Rodrí­guez...
Poco después llegó a Madrid el esposo de Ignacia, y fué presentado a Ro­mana. Como sucede siempre. que se ha hablado mucho de una persona antes de conocerla, hubo cortedad, al pronto, en las relaciones. Miguel -así se llama­ba ba el consorte- frisaría en los treinta; el rubio bigotillo, la boca roja, le daban aspecto más juvenil aún; su cara era adamada, su piel fina; pero sólido su tronco y sus piernas, ágiles y nervio­sas. A la segunda entrevista, confesó a Romana su única debilidad, su único vicio: la afición a la fotografía. A la sordina, el entretenimiento es caro; nadie sabe lo que se gasta, amén de los aparatos, en placas, películas, re­activos, cartones, mil accesorios. Eso sí, con Huertas y Franzen se las tenía él...
-Anda, enseña tus monos -exclamó Ignacia, como quien se aviene al ca­pricho de un niño-. Hija, ya verás... Yo le digo que se establezca; al menos nos valdrá guita la manía de las ins­tantáneas...
Romana y Miguel se instalaron cer­ca de la ventana, con un velador de­lante, y el fotógrafo de afición fué tra­yendo álbumes, carteras, envoltorios de papel: su tesoro. Los niños jugaban en la antesala; se oían sus voces, sus chi­llidos, su batalla con las cuatro sillas que les servían para improvisar un co­che; allá, muy abajo, en la calle; poco transitada, rodaba algún simón, se al­zaba algún pregón; el sol se ponía; un frío suave, ligero cruzaba los vidrios,,y las cabezas de Miguel y de Romana se aproximaban involuntariamente, al in­clinarse para mejor ver las pruebas.
-Mañana haré una instantánea de usted -declaró el aficionado.
-¿Dónde?
-¡Bah! En cualquier parte... En la calle... Cuando vaya usted a misa, a tiendas... Los mejores clisés son esos que se obtienen así, cogiendo al modelo descuidado...
Ignacia, que entraba en aquel mo­mento, intervino:
-En la calle, no. ¡Qué tontería! Cru­za un perro, cruza un golfo..., ¡echa a perder la placa! Es más bonito en el Retiro, con el fondo de los árboles sin hojas, que dices tú que hace tan fino... ¿No sabes? Como la que sacaste cuan­do éramos novios...
Se convino el sitio, la hora, todos los detalles. La mañana de aquel día, Ro­mana se levantó agitada, cual si espe­rase que algo extraordinario, algo: des­conocido iba a aparecerse en su hori­zonte. Desde temprano se lavó, se pei­nó, se rizó, se acicaló, se puso su mejor traje, su sombrero más de moda. Lue­go, sin saber en qué invertir el tiempo que faltaba, dio por la casa mil vuel­tas; y de pronto, pensando que ya era tardísimo, descendió las escaleras pre­cipitada y tomó un coche de punto. A la entrada del Retiro la esperaba; solo, el marido de su amiga. Esta no había podido venir por no sé qué pupa del menor de los pequeños...
Era la mañanita una de las que el calumniado clima de Madrid ofrece co­mo regalo divino: bañada de luz, de una luz rubia, vibrante, reanimadora; una luz que parecía que nunca iba a acabarse, que nunca transigiría con la noche. Las calles enarenadas y los arrietes del Retiro convidaban a ejer­citarse en pasear; las estatuas blancas, sin pedestal, destacándose de su alfom­bra de césped, parecían sugerir cosas recónditamente dulces, un misterio go­zoso de la vida. La ramazón rojiza del arbolado desnudo de hoja, formaba un fondo como de viejo guipur, y la masa sombría, intensamente verde, de las co­níferas, realzaba aquellas delicadezas otoñales, contrastando con ellas de un modo brusco y vigoroso. De los maci­zos de arbustos ascendían perfumes de violetas tardías, y azules estrellitas de agerato miraban a Romana y a Miguel. como miran las cándidas pupilas de los niños. No había un alma en el parque; la gloria matinal, la hermosura de un día tan radioso, pertenecía únicamente a la pareja, la cual podía creer qué el cielo celebraba fiesta en su honor. Se sentaron en un banco. No sabían qué decirse. Al fin, Miguel, bromeando, en­tabló la conversación lírica la que na­turalmente fluye en la soledad, cuando escucha una mujer. Habló de amores, de cosas pasadas; disertó sobre lo que forma el único atractivo real y pode­roso de la existencia. Aquello no era ofender a Romana; pues no era corte­jarla. Un palique dulce, entretejido de recuerdos, una página de subjetivismo, la lectura en alta voz de una novela vivida.... Miguel había querido mucho a una mujer; obstáculos invencibles le habían separado de ella, después de aventuras románticas, bonitas... y ra­ras... Ya las referiría, ya... En una cri­sis de desaliento, para olvidar, fué cuando se casó con Ignacia. «A usted se lo puedo contar, a usted, su mejor amiga...; pero guárdeme el secreto... Esto entre los dos...» Romana prome­tía discreción, reservil absoluta. ¡El primer secretillo de amor que le fia­ban! Un cosquilleo delicioso activaba en sus venas el curso de la sangre...
Al preguntar por la tarde Ignacia: «¿Qué tal el Retiro?», Romana respon­dió, titubeando un poco:
-Divinamente... ¡Qué mañana! ¡Parecia de primavera! Sólo faltabas tú...
-Pues, serrana...; yo a cada paso más sujeta. Entre los muñecos de car­ne y la enfermita... Pero me encanta que os hayáis divertido la mar... Paseí­tos así te convienen, hija; tienes hoy una cara que te la han hecho de nue­vo. Hay que mirar por la salud. Cuan­do quieras, Miguel te acompañará. Me lo cuidas, ¿eh? Porque él es de la piel de Barrabás, y si no hay quien le lla­me al orden...
Y como el empleado protestase son­riendo, Ignacia insistió:
-Nada, nada; que te pongo a Romi­ta de guardia civil...
Establecido así el modus vivendi, fué la existencia fácil y suave como el cur­so de un arroyo, y crecieron en sus márgenes florecillas y plantas frescas, tersas, lozaneadoras, cuyo color rego­cija el espíritu. Romana, poco a poco, recobró la salud, se puso inmejorable; una de esas curaciones que hacen de­cir a los doctores: «El efecto de la ae­roterapia no se nota hasta el invierno.» Lo extraño es que don Laureano, sin tomar más aires que los que descien­den armados de navaja barbera de las altitudes del Guadarrama, también se mostró remozado, al menos en el genio y condición; volvióse expansivo y casi galante; su dinero, oculto por la parsi­monia, sudoroso de fatiga al multiplicarse en negocios sórdidos, empezó a ostentarse, a relucir, a correr con ar­gentinos choques, sonoros y limpios co­mo una explosión de risa. El viejo, ¡qué maravilla!, se abonó a landó y palco, señaló cantidades para trapos y moños, despidió a la cocinera por gui­sar mal.
-Ignacia solía dejar en el pla­to la blanqueta de gallina- y declaró a voces:
-¡Para el tiempo que hemos de vi­vir...! Pasémoslo bien; ¿verdad, Ro­mana?
Romana lo aprobaba todo. Por las tardes, largas ya, los dos matrimonios paseaban en coche descubierto; y si la esposa de Calleja tenía algún capricho especial y necesitaba cuartos, decía a su amiga:
-Mujer, Nacita, tú que entiendes mejor el carácter de Laureano, ¿eh?
Hacia mediados de abril expiró la tí­sica, cuya vida se prolongaba a fuerza de cuidados y de alimentos exquisitos. Ignacia se mudó a un piso mejor, que no le recordase tristezas, y llevó un lu­to elegante; primero, crespón inglés; luego, ríos de azabache y oleadas de encaje negro. Romita no manifestó ex­trañeza ante la prosperidad de su ami­ga; pero ésta le hizo confidencias en tono chancero...
-¿No te enteraste? Pues en la lote­ría de febrero me ha caído un premio regular... ¡Qué suertaza! Sí, serranita, unos cuantos miles de pesetas... Y yo pensé: «¿Por qué no he de disfrutar algo? Bastantes privaciones he aguan­tado... El dinero es redondo... »
-Has hecho perfectamente -contes­tó Romana, acariciando a la emplea­dita.
Sin embargo, hacia el mes de julio, cuando empezaba a agitarse la cuestión de veraneo y a discutirse las ventajas de San Sebastián comparadas a las de Santander, Romana, a solas con su marido, sacando los pies del plato, in­dicó que debía preferirse una playa modesta.
-Si han de acompañarnos Ignacia y Miguel... -advirtió. Ellos no son ri­cos... El gasto de dos matrimonios, uno de ellos con niños...
-¿Qué importa? -exclamó enfurru­ñado don Laureano. Los ayudare­mos...; al fin, nosotros no tenemos hi­jos..., ni esperanzas...
Romana se turbó, bajó los ojos y murmuró, sobando el lindo broche de «estrás» de su cinturón grana:
-¿Quién sabe?
El viejo, inmóvil de sorpresa, le mi­raba de hito en hito. Al fin, halagado, envanecido, tendió las manos, atrajo hacia sí a su mujer y la abrazó des­pacio, de un modo lento y profundo, mientras ella se ponía toda del color de su cinturón. Y ambos, al darse aquel abrazo, se sintieron dichosos, libres un instante del peso de la cruz.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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