Siempre que
salían los esposos en su cesta, tirada por jacas del país, a entretener un poco
las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo
matorral formado por una maraña de saúcos en flor, a la misma mujer de ridículo
aspecto. Era un accidente del camino, cepo o piedra, el hito que señala una
demarcación, o el crucero cubierto de líquenes y menudas parasitarias. Manolo
sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.
-Ya pareció tu Leliña...
¡Qué fea, qué avechucho! En este momento, el sol la hiere de frente... Fíjate.
La mayordoma les
había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe
tener menos historia que Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en
cobertizos y pajares -¡a veces en los cubiles y cuadras del ganado!- y
comía..., si le daban «un bien de caridad».
Sin embargo, no
mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de
previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso.
¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela,
«leliña»? ¡Ella pedir!
Un can pide
meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos... Leliña ni
aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia, allí se moriría
de hambre.
Inútil
socorrerla con dinero; a la manera que su abierta boca de imbécil dejaba fluir
la saliva por los dos cantos, de sus manazas gordas, color de ocre, se
escapaban las monedas, yendo a rodar al polvo, a perderse entre la espesa
hierba trigal. Manolo y Fanny lo sabían, porque, al principio, acostumbraban
lanzar al regazo de la tonta pesetas relucientes... Ahora preferían atenderla
de otro modo: con ropa y alimento. El pañuelo de percal amarillo, el pañolón
anaranjado de lana, el zagalejo azul de Leliña, se lo habían regalado
los esposos. ¡Cosa curiosa! Leliña, indiferente a la comida, gruñó de
satisfacción viéndose trajeada de nuevo. Una sonrisa iluminó su faz
inexpresiva, al ponerse, en vez de sus andrajos, las prendas de esos matices vivos,
chillones, por los cuales se pirran las aldeanas de las Mariñas de Betanzos, el
más pintoresco rincón del mundo...
Fanny ansiaba
hacer algo bueno; tenía el alma impregnada de una compasión morbosa, originada
por la íntima tristeza de su esterilidad. Diez años de matrimonio sin sucesión,
el dictamen pesimista de los ginecólogos más afamados de Madrid y París,
pesaban sobre sus tenaces ilusiones maternales. «Ensayen ustedes una vida muy
higiénica, aire libre, comida sana...», les ordenó, por ordenarles algo, el
último doctor a quien acudieron en consulta. Y se agarraron al clavo ardiendo
de la rusticación, método que si no les traía el heredero suspirado, al menos
debía proporcionarles calma y paz. Pero en medio de la naturaleza remozada,
germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares, la nostalgia de
los esposos revistió caracteres agudos; se convirtió en honda pena. Fanny no
contenía las lágrimas cuando encontraba a una criatura. ¡Y en la aldea mariñana
cuidado si pululaban los chiquillos! A la puerta de las casucas, remangada la
camisa sobre el barrigón, revolcándose entre el estiércol del curro,
llevando a pastar la vaca, tirando peladillas a los cerezos o agarrándose al
juego trasero del coche y voceando: «¡Tralla atrás...!»; en el atrio de la
iglesia, a la salida de misa, con un dedo en la boca, en la romería comiendo
galletas duras, en la playa del vecino pueblecito de Areal escarabajeando al
través de las redes tendidas a manera de cangrejillos vivaces... no se hallaba
otra cosa: cabezas rubias, ensortijadas, que serían ideales si conociesen el
peine; cabezas pelinegras, carnes sucias y rosadas, chiquillería, chiquillería.
-Los pobres,
señorita, cargamos de hijos... Es como la sardina, que cuanta más apañamos, más
cría el mar de Nuestro Señor... -decía a Fanny una pescadora de Areal, la Camarona , madre de
ocho rapaces, ocho manzanas por lo frescos...
La dama torcía
el rostro para ocultar al esposo la humedad que vidriaba sus pupilas, y allá
dentro, dentro del corazón, elevaba al cielo una oferta. Quería realizar algo
que fuese agradable al poder que reparte niños, que fertiliza o seca las
entrañas de las mujeres. No permitiría ella aquel invierno que la idiota, la
mísera Leliña, tiritase en la cuneta encharcada y helada; apenas soplase
una ráfaga de cierzo, recogería a la inocente, dándole sustento y abrigo, y la Providencia , en
premio, cuajaría en carne y sangre su honesto amor conyugal... Por eso -al
divisar a Leliña cuando cruzaban al pie del enredijo de saúcos en flor,
Manolo, confidencialmente, empujaba el codo de Fanny, y una esperanza loca,
mística, ensoñadora, animaba un instante a los dos esposos. La idiota no les
hacía caso. Ellos, en cambio, la contemplaban, se volvían para mirarla otra vez
desde la revuelta. Les pertenecía; por aquel hilo tirarían de la misericordia
de Dios.
Fue Manolo el
primero que advirtió que los cocheros se reían y se hacían un guiño al pasar
ante la idiota, y les reprendió, con enojo:
-Señorito...
-barbotó el cochero, que era antiguo en la casa y tenía fueros de confianza.
Si es que... ¿No sabe el señorito?... -y puso las jacas al paso, casi las paró.
Un ademán
completó la frase; Fanny y Manolo se quedaron fríos, paralizados, igual que si
hubiesen sufrido inmensa decepción. La señora, después de palidecer de
sorpresa, sintió que la vergüenza de la idiota le encendía las mejillas a ella,
que había proyectado redimirla y salvarla. Bajó la frente, cruzó las manos,
hizo un gesto de amargura.
-Eso debe de ser
mentira -exclamaba Manolo, furioso-. ¡Si no se comprende! ¡Si no cabe en cabeza
humana!... ¡La idiota! ¡La lela! Digo que no y que no...
Marido y mujer,
entre el ruido de las ruedas y el tilinteo de los cascabeles de las jacas, que
volvían a trotar, examinaron probabilidades, dieron vueltas al extraño caso...
¡Vamos, Leliña ni aun tenía figura humana! ¿Y su edad? ¿Qué años habían
pasado sobre su testa greñosa, vacía, sin luz ni pensamiento? ¿Treinta?
¿Cincuenta? Su cara era una pella de barro; su cuerpo, un saco; sus piernas,
dos troncos de pino, negruzcos, con resquebrajaduras... ¡Leliña!... ¡Qué
asco! Y al volver de paseo, envueltos ya en la dulce luz crepuscular de una
tarde radiosa, viendo a derecha e izquierda cubiertos de vegetación y
florecillas los linderos, respirando el olor fecundo, penetrante, que derraman
los blancos ramilletes del vieiteiro, y a Leliña ni triste ni
alegre, indiferente, inmóvil en su sitio acostumbrado, Manolo murmuró, con
mezcla indefinible de ironía y cólera:
No hablaron más
del proyecto de recoger a la idiota. Ya era distinto... ¿Quién pensaba en eso?
Preguntaron a derecha e izquierda, poseídos de curiosidad malsana, sin lograr
satisfacerla. ¿El culpable del desaguisado? ¡Asús, asús! Nadie lo sabía, y Leliña
de seguro era quien menos. No sería hombre de la parroquia, no sería cristiano;
algún licenciado de presidio que va de paso, algún húngaro de esos que vienen
remendando calderos y sartenes... ¡Qué pecado tan grande! ¡Hacer burla de la
inocente! El que fuese, ¡asús!, había ganado el infierno...
El verano
transcurrió lento, aburrido; comenzaron a rojear las hojas, y Fanny y Manolo,
al acercarse a los saúcos, donde ahora el fruto, los granitos, verdosos, se
oscurecían con la madurez, volvían el rostro por no mirar a Leliña.
De reojo la
adivinaban, quieta, en su lugar. Un día, Fanny, girando el cuerpo de repente,
apretó el brazo de su marido, emocionada.
Cruzaron una
ojeada, entendiéndose. No añadieron palabra y permanecieron silenciosos todo el
tiempo que el paseo duró. Durmieron con agitado sueño. Tampoco estaba Leliña
a la tarde siguiente. Más de ocho días tardó la idiota en reaparecer. Antes aún
de llegar al grupo de saúcos, Fanny se estremeció.
Abierto el ya
haraposo pañolón de lana, recostada sobre el ribazo, colgantes los descalzos
pies deformes, la idiota amamantaba a su hijo, agasajándole con la falda del
zagalejo, sin cuidarse de la humedad que le entumecía los muslos.
Fanny no
contestó; de pronto sacó el pañuelo y ahogó con él sollozos histéricos,
entrecortados, que acabaron en estremecedora risa.
-Calla...,
calla... Déjame... No me consueles... ¡No hay consuelo para mí! Ella con su
niño... ¡Yo, nunca, nunca! -repetía, mordiendo el pañuelo, desgarrándolo con
los dientes, a carcajadas.
«El Imparcial», 9 de marzo de 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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