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domingo, 2 de febrero de 2014

Mal de ojo

Aun sin pecar de timorato, había mo­tivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regata, donde corría el equipo de la Sociedad, y las señoras invitadas -lo mejor de la población- regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes so­bre el agua oleosa y verde apenas pi­cada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros -al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera- se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de empa­redados frescos, y aprove-chaban la oca­sión de alegrarse sin ordínariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.
Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastan­tes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mímados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos, reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras de hierro del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.
La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapaleteo esparcía soplos salobres.
En el grupo más gárrulo y vocingle­ro se hacía abierta profesión de incre­dulidad religiosa. Las cabezas calientes se expansionaban con alarde de fran­queza. De los allí reunidos, ninguno ad­mitía ciertas cosas..., vamos..., eso que las mujeres se empeñan en que se ha de admitir y que repugna a la razón.
Una cosa es que no vaya uno por ahí buscando ruidos..., y otra que en lo interno... Y sonreían y alzaban los hombros. Nadie quería -entre los casa­dos-guerra en casa. Ante todo, ¡la buena armonía! Y además, los hijos, el ejemplo... Sólo el incorregible don Zó­simo Guijarro, concejal, personal ene­migo de Dios Nuestro Señor -amén de dueño de un bien surtido almacén de ferretería, no estaba conforme, y gri­taba que era preciso hablar muy claro y muy alto, acabar con las pamemas y las pamplinas, aunque chillasen las se­ñoras. ¡Ya callarían! Cada marido man­da en su hogar, manda en jefe..., y es un tío calzonazos si se deja arrollar por el cura. ¡A él con ésas!
-Pero usted es soltero, don Zósimo -arguyó el presidente del club, dándo­le en el hombro la clásica palmada de la confianza española. Usted no tiene que guardar respetos a nadie.
-Ni los guardaría.
-Eso se dice pronto, pero...
-Capaz soy de casarme dentro de un mes para enseñarles a ustedes cómo se llevan los pantalones. ¡Baraja!
Y una ristra de vocablos de los que no figuran en el Diccionario, a pesar de oírse a cada momento por doquiera, salió de la boca airada del almacenista, La cual, de pronto, quedó muda y abier ta, mientras en la cara rojiza se pin­taba una especie de terror, mezclado con extrañeza profunda. Se volvieron todos hacia donde miraba él, y entre la penumbra que empezaba a envolver el puente distinguieron algo que también les paralizó. Y no era basilisco ni dra­gón espantable ni viperina testa de Me­dusa, sino un ciudadano que a primera vista se confundiría con otro cualquie­ra; un vulgar burgués; que subía la es­calera del entrepuente y avanzaba con timidez, a paso receloso y zopo. Eran su andar y su actitud algo que recor­daba involuntariamente al insecto som­brío que al morir la luz sale de su gua­rida, temiendo que un pie lo aplaste; había en él cautela y disimulo, concien­cia de que no debía mostrarse y ansia de que se perdonase su importuna pre­sencia.
-¿Le ha convidado usted? -pregun­tó, al fin, por lo bajo, Mauro Pareja, uno de los más antiguos socios del club, al presidente, visiblemente con­trariado.
-¿Yo? ¡Líbreme Dios! Pero ya sabe usted lo que pasa en estas fiestas... Se cuela el que se le antoja...
-No se le ha visto antes... ¿Dónde estaría agazapado?
-¡Junto al carbón y como las cuca­rachas! -bramó don Zósimo. Y cerran­do enérgicamente el puño derecho, dejó asomar el pulgar entre el índice y el dedo corazón: la higa típica, po­pular.
Muchos del grupo le imitaron; otros presentaron los cuernos, a la napo­litana, con índice y meñique; y dos o tres muchachos jóvenes, afectando sonreír, pero fríos de emoción, mur­muraron bajo: «¡Lagarto!», repetidas veces..
Momentos después -habiendo sucedi­do un silencio profundo a la alborota­da charla, habiéndoseles quitado la sed a todos y revuéltoseles dentro del alma el poso de la embriaguez triste- se des­hizo el grupo y fué desfilando por la escalerilla, al costado del vapor, en de­manda de los botes, que aguardaban. Allí se quedaron las botellas llenas, las copas rebosantes de espumilla fina, los pasteles de fundente chocolate, la dul­ce posdata de la merienda. ¡Qué reme­dio! Se huía del que hace mal de ojo, del que trae consigo la negra sombra... Jamás se ha aproximado a nadie que no sobrevenga la desgracia... Y se em­pujaban impacientes, como si se tratase de salvarse de naufragio o incendio, porque el de la mala pata podía tener la ocurrencia de meterse en la misma embarcación... El incauto que se reza­gase no evitaría ir acompañado del mi­rar fatídico. En el apresuramiento de la desbandada, alguien queda atrás por fuerza, y tampoco es extraño que suce­dan atropellos, que haya encontrones involuntarios, máxime si las cabezas no van serenas y frescas del todo. Fué don Zósimo el que más empujaba, quien, sin poder evitarlo, resbaló en los pelda­ños estrechos y mojados de la escaleri­lla y se cayó pesadamente al agua, en­tre el remolino del oleaje alborotado por la maniobra de la embarcación chi­ca al acercarse al vapor.
Salvado, auxiliado, desembriagado, sentado ya en el bote, con la ropa cho­rreante, el profesional del descreimien­to y enemigo jurado de las supersticio­nes repetía bufando y escupiendo aún amarguras :
-¿Lo ven ustedes? ¡Si tenía que su­ceder! ¡Si donde entra ese demonio de hombre entra la fatalidad!
-Tanto como eso... -objetó el soca­rrón de Mauro Pareja.
-Tanto y no rebajo nada. Sabe Dios la enfermedad que me cuesta el bañitó. ¡Barajas, parece que se han olvidado ustedes de todo lo que sabemos perfec­tamente! Cuando ese tío acompaña a un estudiante a examinarse, salen las dos únicas papeletas, aquellas mismas, que el estudiante no se ha aprendido de memoria..., y, claro, le suspenden. Cuando asiste a una boda, al mes, di­vorcio. Si visita a un enfermo, que avi­sen.a la funeraria. Si va a vivir con un pariente suyo, en una casa feliz, le acompañan la muerte y la ruina. Si va en el tren, el tren descarrila. Si, se acer­ca a usted en la calle, a los dos segun­dos se le viene encima un automóvil. ¿Me lo van ustedes a negar? Hombre, ¡barajas!, bien escaparon, ustedes así que él apareció...
-Bueno, corriente... -confirmaron a coro los demás tripulantes. Los he­chos nadie los niega... Pero usted, don Zósimo, que es tan terne y no creo, en nada y puso verde a nuestro presidente porque nos decía que todos los mila­gros son invenciones...
-¡No tiene que ver! -tiritó el enso­pado concejal. ¡Esto es otra cosa! ¡Estos son hechos!
-Hechos que pueden explicarse, na­turalmente... -advirtió el presidente, con seriedad mezclada de escepticismo.
-Bueno, yo me entiendo -contestó don Zósimo. Y déjenme llegar a mi casa, que más he menester cama y frie­gas de espíritu de vino que discusiones. Lo que sabemos, lo sabemos.

*

Callaron todos. Era noche cerrada. Un terror a lo desconocido flotaba en el aire. El presidente del club, que aca­baba de combatir con la palabra las aprensiones de don Zósimo, tenía la mano derecha dentro del bolsillo de la americana, y sin ser visto hacía la higa.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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