Aun sin pecar de timorato, había
motivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora.
Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente
para presenciar desde él las regata, donde corría el equipo de la Sociedad , y las señoras
invitadas -lo mejor de la población- regresaban ya a tierra, al suave deslizar
de esquifes y botes sobre el agua oleosa y verde apenas picada por la
salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros -al menos una parte de
ellos, la más animada y jaranera- se habían quedado solos ante no pocas
botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de emparedados
frescos, y aprove-chaban la ocasión de alegrarse sin ordínariez, con cierto
tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.
Había entre ellos no pocos padres
de familia, excelentes y caseros; bastantes modestos empleados, oficiales de
la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de
familia mímados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos, reían a carcajadas,
rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen,
contra las barras de hierro del puente, y discutían exagerando las opiniones
bajo el influjo del espumoso.
La luna salía, roja e inflamada,
y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del
oleaje denso, cuyo chapaleteo esparcía soplos salobres.
En el grupo más gárrulo y
vocinglero se hacía abierta profesión de incredulidad religiosa. Las cabezas
calientes se expansionaban con alarde de franqueza. De los allí reunidos,
ninguno admitía ciertas cosas..., vamos..., eso que las mujeres se empeñan en
que se ha de admitir y que repugna a la razón.
Una cosa es que no vaya uno por
ahí buscando ruidos..., y otra que en lo interno... Y sonreían y alzaban los
hombros. Nadie quería -entre los casados-guerra en casa. Ante todo, ¡la buena
armonía! Y además, los hijos, el ejemplo... Sólo el incorregible don Zósimo
Guijarro, concejal, personal enemigo de Dios Nuestro Señor -amén de dueño de
un bien surtido almacén de ferretería, no estaba conforme, y gritaba que era
preciso hablar muy claro y muy alto, acabar con las pamemas y las pamplinas,
aunque chillasen las señoras. ¡Ya callarían! Cada marido manda en su hogar,
manda en jefe..., y es un tío calzonazos si se deja arrollar por el cura. ¡A él
con ésas!
-Pero usted es soltero, don
Zósimo -arguyó el presidente del club, dándole en el hombro la clásica palmada
de la confianza española. Usted no tiene que guardar respetos a nadie.
-Ni los guardaría.
-Eso se dice pronto, pero...
-Capaz soy de casarme dentro de
un mes para enseñarles a ustedes cómo se llevan los pantalones. ¡Baraja!
Y una ristra de vocablos de los
que no figuran en el Diccionario, a pesar de oírse a cada momento por doquiera,
salió de la boca airada del almacenista, La cual, de pronto, quedó muda y abier
ta, mientras en la cara rojiza se pintaba una especie de terror, mezclado con
extrañeza profunda. Se volvieron todos hacia donde miraba él, y entre la
penumbra que empezaba a envolver el puente distinguieron algo que también les
paralizó. Y no era basilisco ni dragón espantable ni viperina testa de Medusa,
sino un ciudadano que a primera vista se confundiría con otro cualquiera; un
vulgar burgués; que subía la escalera del entrepuente y avanzaba con timidez,
a paso receloso y zopo. Eran su andar y su actitud algo que recordaba
involuntariamente al insecto sombrío que al morir la luz sale de su guarida,
temiendo que un pie lo aplaste; había en él cautela y disimulo, conciencia de
que no debía mostrarse y ansia de que se perdonase su importuna presencia.
-¿Le ha convidado usted? -preguntó,
al fin, por lo bajo, Mauro Pareja, uno de los más antiguos socios del club, al
presidente, visiblemente contrariado.
-¿Yo? ¡Líbreme Dios! Pero ya sabe
usted lo que pasa en estas fiestas... Se cuela el que se le antoja...
-No se le ha visto antes...
¿Dónde estaría agazapado?
-¡Junto al carbón y como las
cucarachas! -bramó don Zósimo. Y cerrando enérgicamente el puño derecho, dejó
asomar el pulgar entre el índice y el dedo corazón: la higa típica, popular.
Muchos del grupo le imitaron;
otros presentaron los cuernos, a la napolitana, con índice y meñique; y dos o
tres muchachos jóvenes, afectando sonreír, pero fríos de emoción, murmuraron
bajo: «¡Lagarto!», repetidas veces..
Momentos después -habiendo sucedido
un silencio profundo a la alborotada charla, habiéndoseles quitado la sed a
todos y revuéltoseles dentro del alma el poso de la embriaguez triste- se deshizo
el grupo y fué desfilando por la escalerilla, al costado del vapor, en demanda
de los botes, que aguardaban. Allí se quedaron las botellas llenas, las copas
rebosantes de espumilla fina, los pasteles de fundente chocolate, la dulce
posdata de la merienda. ¡Qué remedio! Se huía del que hace mal de ojo, del que
trae consigo la negra sombra... Jamás se ha aproximado a nadie que no
sobrevenga la desgracia... Y se empujaban impacientes, como si se tratase de
salvarse de naufragio o incendio, porque el de la mala pata podía tener la
ocurrencia de meterse en la misma embarcación... El incauto que se rezagase no
evitaría ir acompañado del mirar fatídico. En el apresuramiento de la
desbandada, alguien queda atrás por fuerza, y tampoco es extraño que sucedan
atropellos, que haya encontrones involuntarios, máxime si las cabezas no van
serenas y frescas del todo. Fué don Zósimo el que más empujaba, quien, sin
poder evitarlo, resbaló en los peldaños estrechos y mojados de la escalerilla
y se cayó pesadamente al agua, entre el remolino del oleaje alborotado por la
maniobra de la embarcación chica al acercarse al vapor.
Salvado, auxiliado,
desembriagado, sentado ya en el bote, con la ropa chorreante, el profesional
del descreimiento y enemigo jurado de las supersticiones repetía bufando y
escupiendo aún amarguras :
-¿Lo ven ustedes? ¡Si tenía que
suceder! ¡Si donde entra ese demonio de hombre entra la fatalidad!
-Tanto como eso... -objetó el
socarrón de Mauro Pareja.
-Tanto y no rebajo nada. Sabe
Dios la enfermedad que me cuesta el bañitó. ¡Barajas, parece que se han
olvidado ustedes de todo lo que sabemos perfectamente! Cuando ese tío acompaña
a un estudiante a examinarse, salen las dos únicas papeletas, aquellas mismas,
que el estudiante no se ha aprendido de memoria..., y, claro, le suspenden.
Cuando asiste a una boda, al mes, divorcio. Si visita a un enfermo, que avisen.a
la funeraria. Si va a vivir con un pariente suyo, en una casa feliz, le
acompañan la muerte y la ruina. Si va en el tren, el tren descarrila. Si, se
acerca a usted en la calle, a los dos segundos se le viene encima un
automóvil. ¿Me lo van ustedes a negar? Hombre, ¡barajas!, bien escaparon,
ustedes así que él apareció...
-Bueno, corriente... -confirmaron
a coro los demás tripulantes. Los hechos nadie los niega... Pero usted, don
Zósimo, que es tan terne y no creo, en nada y puso verde a nuestro presidente
porque nos decía que todos los milagros son invenciones...
-¡No tiene que ver! -tiritó el
ensopado concejal. ¡Esto es otra cosa! ¡Estos son hechos!
-Hechos que pueden explicarse, naturalmente...
-advirtió el presidente, con seriedad mezclada de escepticismo.
-Bueno, yo me entiendo -contestó
don Zósimo. Y déjenme llegar a mi casa, que más he menester cama y friegas de
espíritu de vino que discusiones. Lo que sabemos, lo sabemos.
*
Callaron todos. Era noche
cerrada. Un terror a lo desconocido flotaba en el aire. El presidente del club,
que acababa de combatir con la palabra las aprensiones de don Zósimo, tenía la
mano derecha dentro del bolsillo de la americana, y sin ser visto hacía la
higa.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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