Era en el doble, reducto de
la plaza el cuerpo se rinde a la necesidad de fuerte de Mahanaim. Entre ambas
líneas de fortificaciones, sobre el reborde de piedra gris que sostenía la
casa-mata, David, extenuado, se sentó a esperar noticias. Más de dos horas
hacía que daba vueltas, impaciente, porque no acababan de llegar los
mensajeros. Aumentaba su fiebre la imposibilidad de acudir en persona al campo
de batalla, lo cual rompería su propósito firme de no mandar nunca tropas en
casos de guerra civil. Si se tratase de combatir a los filisteos y de renovar
los laureles de Balparasim, derramando la heroica libación del agua sagrada de
Belén, por no aplacar la sed cuando desfallecían los soldados, o de organizar otra
batalla de Rafaim, donde por primera vez en el mundo antiguo hizo milagros la
estrategia; si se encendiese la lucha con los moabitas idólatras y libres, o
con los opulentos arameos, o con los insolentes amonitas, que habían ultrajado
a los embajadores de Israel, allí estaría David el hondero, el gibor, el aventurero para quien es dulce
música, más que el acorde de la cítara, el choque de las armas. Pero oponerse a
los suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza para que busque el costado
de un amigo, de un pariente, de un compañero, había repugnado a David. Y ahora,
en el trágico momento presente, el rey bendecía aquella antigua resolución, que
le evitaba luchar con su propia sangre, el preferido de su alma, la luz de su
ojo derecho, su hijo.
Hay en las situaciones
violentas y en las horas de extremada ansiedad un instante en que los nervios
se aflojan y el cuerpo se rinde a la necesidad de descanso. La inquietud, la
calentura del viejo monarca se aplacaron desde que se dejó caer sobre aquel
reborde de piedra en el solitario fortificado recinto. Por las saeteras vió la
luz roja de poniente, que abrasaba el campo con reflejos de hoguera enorme.
Aquella claridad purpúrea, sangrienta, devoradora, fué lo último que advirtió
David antes de cerrar los párpados y reclinar la cabeza en el muro, olvidando
lo presente, las angustias de la incertidumbre y los terrores del espíritu...
Y después siguió viendo la
misma claridad del ocaso; pero sus tonos se habían dulcificado, fundiéndose en
suaves medias tintas naranja, oro y verde. Era el divino atardecer de los
países orientales, cien veces más hermosos que la aurora. Irisaciones de perla
abrillantaban las imperceptibles nubecillas, desgarradas como jirones del velo
de una danzarina filistea; y sobre el arrebolado horizonte, las ramas de los
sicomoros y de los cedros formaban un pabellón de misterio y sombra sugestiva.
La frescura del aire atenuaba las emanaciones fuertes de las resinas y las
gomas; una languidez voluptuosa se apoderaba del corazón. David se levantaba,
se apoyaba en el balaustre de jaspe de la terraza, se inclinaba para hundir la
mirada en los macizos de verdura, atraído por el rumor delicioso de los chorros
de agua que se deshilan en el ancho pilón de mármol, surtiendo por diez bocas
de bronce. Y al punto mismo en que el rey se inclina, sobre las gradas que
conducen a la pila aparece una viviente estatua, rosada por el reflejo del
cielo, vestida únicamente de la negra cabellera caudalosa, que se reparte como
los hilos del agua, y ondea y brilla, y juega, y se esparce, recién ungida de
aceite de nardo que la mujer, alzando los brazos, extiende por los rizos
sombríos, enredándolos entre los dedos...
Todo el incendio del
firmamento ardió dió en las venas de David. El mismo, desde aquella hora, se
maravilló dentro de sí, no comprendiendo. Estaba bien seguro de que su fiel
copero no le había vertido en el vino zumo de hierbas, en las cuales el conjuro
de alguna, nigromántica como la de Endor insinúa traidoramente el filtro de la
pasión repentina y mortal. Pasados eran para David los días de la juventud,
cuando su mano certera clavaba el guijarro afilado en la frente del descomunal
gigante. Innumerables mujeres habían impregnado el olfato del rey con el
perfume de sus cabelleras, y al disiparse éste se borraba la imagen, porque es
indigno del sabio, del profeta, del caudillo, del legislador, reblandecerse en
el harén, ser cautivo de una débil hembra. Y, sin embargo, en aquel instante,
no cabía duda, era el incendio del cielo el que ardía en las venas de David, y el
rey conocía que ni toda el agua de la piscina, ni la de los torrentes que bajan
impetuosos de Cedar y Hebrón, sería bastante a extinguirlo. Betsabé le había
robado el seso, no con el crujir de sus sandalias, porque descalzos tenía los
finos pies y hasta sin argolla de plata el sutil tobillo, sino con el aroma
peculiar de sus bucles negros coma la tentación.
Rápidamente sobrevenía la
noche, y muchas noches más, durante las cuales David se abismaba en su pecado,
esperando de un modo confuso la hora del arrepentimiento. Presentía la
aparición de la conciencia, el descenso del ángel severo y terrible, Era
inútil: su pecado yacía hondo en su corazón, arraigado allí y fijo a manera de
saeta en la herida. Ni la ciencia arcana que había de recibir, andando el tiempo.
Suleimán, a quien llamamos Salomón, acertará a explicar las causas de la
perseverancia en el amor, fenómeno extraño que induce fatalmente a un ser hacia
otro ser. David no podía vivir sin la esposa de Urías el Héteo, el mejor
oficial, el valiente compañero de armas. ¡Si aquella mujer hubiese pertenecido
a un enemigo! David, estremeciéndose, pensaba en las sugestiones del miedo de
la favorita, en las súplicas tiernas e insinuantes como silbo de culebra entre
las rosas del valle dé Jericó: «No accederé», murmuraba; pero la idea del
engaño y del crimen iba ya deslizándose en su alma, impregnándola de veneno.
Urías estaba senten-ciado... El sentimiento más generoso y bello que crea la
vida militar, el leal compañerismo, el cariño de los que a un mismo riesgo se
exponen y ganan la misma gloria, le gritaba a David: «Vas a cometer la mayor de
las infamias.» Y a sabiendas, David, el de la conciencia despierta, el gran
arrepentido, el que sentía incesantemente la tremenda presencia de
Eloim-Jehová, por el olor de unos cabellos de mujer, envió al capitán Urías,
uno de los treinta gibores o
valientes, bajo los muros de Rabat-Amón, con mensaje cerrado para el general
Joab; y en cumplimiento de la real orden, Urías fué puesto a la cabeza de un
destacamento que a toda costa debía entrar en la ciudad. Y Urías obedeció,
gozoso, ansioso de victoria, y su cuerpo quedó tendido al pie de la muralla,
bañado en sangre.
En los oídos de David,
llenos de la voz acariciadora y ambiciosa de Betsabé, sonaba entonces otra voz
terrible, la del vidente Natán, por cuya boca hablaba el Señor. Trémulo en
brazos de la favorita, de la que ya era su esposa, se humillaba ante el airado
anatema, la maldición fatídica. «Porque hiciste lo malo en mi presencia, no se
apartará espada de tu casa, y sobre tu casa levantaré el mal...»
Al evocar las palabras del
vidente, David exhalaba un gemido doloroso…, y se despertaba, empapadas las
sienes en sudor frío. Miraba alrededor con ojos extraviados y atónitos, y
reconocía el lugar, aquel doble recinto fortificado de Mahanaim, tétrico y
ceñudo, donde sólo resonaban los pasos del centinela y se escuchaba, a trechos,
el alerta gutural del vigía. A la roja brasa del poniente había sucedido el
azul negruzco de la noche, sobre el cual parpadeaban las estrellas tristemente.
¿Sin noticias aún? ¿Qué podía haber sucedido allá en la selva de Efraim, donde
desde la hora de la mañana luchaban las fuerzas del rebelde Absalón con las de
David, mandadas por Joab? ¿Qué estragos hacía la espada aquella, nunca apartada
de su casa, según la profecía? De súbito, un clamoreo a distancia, una algazara
inmensa: Confundíanse el trotar de los corceles, el choque de las armas, el
estrépito de la infantería hiriendo la tierra con el duro calzado militar, y
empujando a los cautivos entre alaridos de muerte y gritos de cólera, el mugir
de los bueyes que arrastraban las carretas de botín, todo lo que al oído
experto del guerrero suena a triunfo. David se incorporó, pálido y espantado.
La guarnición de la plaza acudía con teas ardiendo, y el primer mensajero caía
a los pies del rey, sin aliento, ahogándose.
-Alabemos al Señor...
-tartamudeaba. Deshecha la rebelión, pasados a cuchillo tus enemigos...
¡Gloria al rey!
Arrojándose sobre el
emisario, David exclamó furiosamente:
-¿Y mi hijo? ¿Y Absalón, mi
hijo, mi heredero, el príncipe real?
No hubo respuesta. Otro
emisario llegaba jadeante, loco de júbilo.
-El Señor ha confundido a
los que te querían dañar. Veinte mil quedan en el campo de batalla, consumidos
por la espada, sirviendo de pasto a los buitres. Y Absalón, suspenso entre el
cielo y la tierra, colgado de las ramas de un terebinto, ha recibido en el
pechó muchos dardos. Dicha tuya ha sido, ¡oh rey!, que los hermosos cabellos
del príncipe, todos impregnados de esencia, se, enredaran en las ramas y le
detuviesen en su precipitada fuga. A no ser por los negros bucles, que caían
como maduros racimos de vid a lo largo de la espalda, tu enemigo se hubiese
salvado: tan ligera iba su mula...
Y el emisario calló, porque
el rey acababa de desplomarse en tierra, arañándose el rostro, arrancándose el
pelo y sollozando: «¡Hijo, hijo mío!»
Cuento antiguo
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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