La helada endurecía el
camino; los charcos, remanente de las últimas lluvias, tenían superficie de
cristal, y si fuese de día relucirían como espejos. Pero era noche cerrada,
glacial, límpida; en el cielo, de un azul sombrío, centelleaba el joyero de los
astros del hemisferio Norte; los cinco ricos solitarios de Casiopea, el
perfecto broche de Pegaso, que una cadena luminosa reúne a Andrómeda y Perseo;
la lluvia de pedrería de las pléyades; la fina corona boreal, el carro de
espléndidos diamantes; la deslumbradora Vega, el polvillo de luz del Dragón; el
chorro magnífico, proyectado del blanco seno de Juno, de la Vía Láctea...
Hermosa noche para el astrónomo que encierra en las lentes de su telescopio
trozos del Universo sideral, y al estudiarlos, se penetra de la serena armonía
de la creación y piensa en los mundos lejanos, habitados nadie sabe por qué
seres desconocidos, cuyo misterio no descifra la razón. Hermosa también para el
soñador que, al través de amplia ventana de cristales, al lado de una chimenea
activa, en combustión plena, al calor de los troncos, deja vagar la fantasía
por el espacio, recordando versos marmóreos de Leopardi y prosas amargas y
divinas de Nietzsche... ¡Noche negra, trágica, para el que solo, transido de
frío, pisa la cinta de tierra encostrada de hielo y avanza con precaución,
sorteando esos espejos peligrosos de los congelados charcos!
Es una
mujer joven. La ropa que la cubre, sin abrigarla, delata la redondez de un
vientre fecundo, la proximidad del nacimiento de una criatura... Muchos meses
hace que Agustina vive encorvada, queriendo ocultar a los ojos curiosos y
malévolos su desdicha y su afrenta; pero ahora se endereza sin miedo; nadie la
ve. Ha huido de su pueblo, de su casa, y experimenta una especie de alivio al
no verse obligada a tapar el talle y disimular su bulto, pues las estrellas de
seguro la miran compasivas o siquiera indiferentes. ¡Están tan altas!
En el pueblo, ¡qué
desprecio, qué burla, qué reprobación habían caído sobre ella al saberse el
desliz! Era la segunda vez que delinquía en aquel honrado lugar una muchacha;
la primera, al quinto mes, se había arrojado a un pozo, de donde sacaron su
cadáver. Recordaba Agustina cómo la extrajeron del pozo con cuerdas y garruchas,
y cómo traía rota una sien y el pelo pegado a la cara lívida, y recordaba
también el haber soñado con la ahogada muchas noches. Cuando, al confirmarse su
desdicha, pensó Agustina en la solución de la muerte, la imagen de la rota sien
y la lívida cara le impidió poner por obra una desesperada resolución. Vinieron
al pueblo entonces unos misioneros franciscanos, y Agustina se confesó deshecha
en lágrimas.
-Grande es tu pecado
-dijo el fraile-; pero lo que pensaste es peor aún. No debes morir ni debe
morir por tu culpa el hijo. Sufre con paciencia, espera el último instante, y
entonces vete a Madrid con esta carta mía. El señor a quien va dirigida hará
que te admitan en la casa de Maternidad.
Acercábase el día. Sin
despedirse de nadie -ni de sus padres, que en vez de compadecerla la
maldecían-, Agustina puso en hatillo dos camisas y un refajo; en un bolso de
lienzo, unas pesetas; y guardaba la carta en el pecho, salió al oscurecer por
la puerta del corral antes de que empezasen a rondar los mozos, sabedores de su
desdicha y compañeros del que la ocasionó, y que, en vez de repararla,
cobardemente había desaparecido del pueblo. Era víspera de Nochebuena, y sería
milagro que no saliesen de parranda, Agustina apretó el paso. La vergüenza le
puso alas en los pies.
Dos horas hacía ya que
caminaba, y faltaba todavía para Madrid una legua. Deshabituada de hacer
ejercicio, el cansancio rendía a Agustina y el frío la penetraba hasta los
tuétanos. Además tenía miedo; ¡aquella carretera tan solitaria!
A uno y otro lado
extendíase la estepa gris, sin rastros de habitación; torcidos chaparros
remedaban figuras grotescas, enanos deformes o perros agachados para saltar y
morder. El silencio era majestuoso y aterrador. Y la fugitiva también sentía
hambre, el hambre próvida que avisa a las que van a ser madres que hay que
sostener a dos seres. En su precipitación, no había sacado de su casa ni un
mendrugo.
Quería llorar, y dos o
tres veces se detuvo para quejarse en alto, cual si alguien pudiese oírla. «¡Ay
señor! ¡Ay mi madre!», como si su madre, la dura paleta, no la hubiese tratado
peor que el padre todavía... La abrumaba un inmenso desfallecimiento, la
tentación de arrojarse al suelo y dormir. Durmiendo, creía que iba a remediarse
todo su padecer; que entraría en un estado de beatitud. Resabio de los últimos
meses, en que infaliblemente, al despertarse, tenía la ilusión de que su
desgracia era pesadilla de sueño, y se sentaba, y creía que el bulto del
vientre no existía... ¡Oh! ¡Si así fuese! ¡Quién volvería a sorprenderla, a
engañarla; quién se acercaría a ella sin llevar su merecido!
***
Los pies, calzados
toscamente, resbalaron de pronto sobre la vítrea superficie de una charca. El
movimiento fue de báscula, y la muchacha cayó hacia atrás, boca arriba,
atravesada en la carretera y desvanecida por el brutal sacudimiento del
batacazo.
Diez minutos después se
oyó en la carretera, a lo lejos, el cascabeleo y la rodadura de un carricoche.
La claridad de los faroles avanzó, y el caballejo que tiraba, no muy
gallardamente, del vehículo pegó una huida ante el cuerpo que obstruía el paso.
El hombre que guiaba refrenó al jaco y miró con sorpresa. Vamos, habría que
bajarse, que prestar socorro al borracho... ¡No se trataba de un borracho! De
una mujer... Peor que peor...
¡Una mujer! Nadie las
aborrecía como el mediquín rural que, llamado por asunto de interés se dirigía
a Madrid en noche tan cruda... El golpe de la traición sufrida, del amor
escarnecido por su novia, su ideal -rompiendo la concertada boda tres días
antes del señalado y casándose con otro hombre antes de un mes, fue origen,
primero, de grave fiebre nerviosa, de la cual conservaba huellas en el
amarillento rostro, y luego, de una misantropía profunda. Intelectual,
sentimental y con aspiraciones, cuando andaba enamorado, el desengaño le cortó
las alas de la voluntad; le causó una de esas humillaciones en que dudamos de
nosotros mismos para siempre, y le arrinconó en el poblachón oscuro donde
vegetaba como un asceta, haciendo penitencia de tristeza y retiro por el ajeno
pecado, caso más frecuente de lo que se supone. Sólo por estricta necesidad
había resuelto el viaje. ¡Y ahora aquel estorbo en el camino! ¡Una hembra!
Desencajó un farol del
coche y con él alumbró la cara de la mujer privada de sentido. Se sorprendió. Joven,
bonita, de facciones de cera, delicadas y dulces. ¡Y perdida a tal hora, en la
soledad! ¿Atentado? ¿Crimen? La quiso incorporar... Un gemido débil reveló la
vida.
¿Qué tiene usted? ¿Está
usted enferma? -preguntó el médico, sosteniéndola por los sobacos en el aire.
Otro gemido contestó; era
de sufrimiento, de un sufrimiento concreto, positivo.
-¿Está usted herida?
La muchacha se incorporó
difícilmente; parecía atónita y no se daba cuenta de por qué se encontraba
allí, por qué la interrogaba un desconocido. La memoria acudió, y con ella la
conciencia del mal... Su brazo derecho no obedecía; colgaba inerte, y una
sensación extraña de parálisis, iba extendiéndose al hombro.
-Se me figura que tengo
roto este brazo...
Las manos del médico
palparon, reconocieron... ¡Era verdad!
-¿Adónde iba usted? ¿De
dónde es usted?
Agustina miró al que le
dirigía la palabra y la amparaba enérgicamente. Vio un rostro consumido de
melancolía, una barba descuidada, unos ojos en que la indiferencia luchaba con
la compasión... No sería fácil explicar, a no ser por la franqueza súbita y
total del ser desamparado, que nada recela porque todo lo ha perdido, como
Agustina -la paletita cansada de disimular y mentir a su familia y a todo un
pueblo, no supo callar nada al incógnito que acababa de socorrerla. Habló
entre sollozos, sin reparo, hasta sin vergüenza ni confusión, como el que cree
estar contando a un desdichado desdichas mayores. Hizo su historia en pocas y
desgarradoras frases.
-Súbase usted al coche...
Tápese con la manta... Yo la llevaré al hospital.
Un cuarto de hora rodó el
coche por la carretera -despacio, porque en la helada resbalaba también el
caballejo, cuando Agustina, en el bienestar infinito de la ardiente gratitud,
al sentirse acompañada, salvada, extendió la mano izquierda, asió la del médico
y la besó sin saber lo que hacía. Él tembló. ¡Hacía tanto tiempo que sólo
sentía en sueños el roce de unos labios femeniles! Por su parte, la muchacha,
pasado el transporte, se quedó abochornada, acortada de confusión. ¡Qué había
hecho, ay mi madre! ¡Un hombre, y ella que estaba determinada a no tocar ni al
pelo de la ropa a ninguno! ¡Ella, la escarmentada, el gato escaldado, la del
aprendizaje cruel y definitivo! Pero ¿era realmente un hombre el que la llevaba
así, a su lado, con tanta caridad, con tanta consideración? No, hombre, no;
era... un santo; un santo como los que se ven en los altares...
De pronto, el médico
volteó el coche, emprendiendo la caminata en sentido opuesto.
-Estamos más cerca de mi
casa que de Madrid... Urge curarle a usted ese brazo. Si llegamos a Madrid
tarde, van a perderse horas... Es preciso que yo reconozca pronto esa fractura,
y que la atendamos... Viene usted a mi casa, allí nada le faltará.
Y cuando hablaba así a
una mujer, el escarmentado, el dolorido, el misógino, pensaba: «No es una
mujer; es una víctima, una mártir...».
Y bajo
la manta que les cubría y les prestaba calor y abrigo a medias, los efluvios de
la juventud, la necesidad de querer, se insinuaban riéndose del escarmiento.
Las
estrellas, más fulgentes a medida que la noche avanzaba, no se enterarían.
¡Están tan altas! ¡Tan distantes!
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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