Era el tiempo en que las
víboras de la discordia, agasajadas en el cruento seno de la guerra civil,
bullían en cada pueblo, en cada hogar tal vez. El negro encono, el odio lívido,
la encendida saña encarnando en el cuerpo de aquellas horribles sierpes,
relajaban los vínculos de la familia, separaban a los hermanos y les sembraban
en el alma instintos fratricidas. Hoy nos cuesta trabajo comprender aquel
estado de exasperación violenta, y quizá cuando la Historia , con voz serena
y grave, narra escenas de tan luctuosos días, la acusamos de recargar el
cuadro, sin ver que las mayores tragedias son precisamente las que suelen
quedar ocultas...
Sin embargo, en algunas
provincias españolas andaba más adormecida y apagada la pasión política, y una
de éstas era el jardín de Galicia, Pontevedra la risueña y encantadora. En ella
nació y se crió Luis María, y en el seminario de Orense estudió Teología y
Moral, para ordenarse. Era hijo único de un pobre matrimonio; el padre, aragonés,
vendedor ambulante de mantas y pañuelos de seda; la madre, aldeana, nacida
cerca de Poyo, en las inmediaciones de la bella Helenes, mujer tan sencilla que
ni sabía leer ni aún coser, pues se ganaba la vida con una rueca y un telar
casero informe y primitivo si los hubo. Luis María salió aplicado, devoto,
dulce, formal, gran ayudador de misas y despabilador de velas, y desde muy
pequeño declaró que soñaba con cantar misa. La madre instigó al padre a fin de
que implorase de cierto opulento y caritativo señor aragonés, don Ramón de
Bolea, dinero para costear la carrera del muchacho; y tan bien cayó la súplica,
que el señor no sólo costeó la carrera sino que, al ordenarse Luis María, le
apadrinó, y poco después, muerto el padre del misacantano, el generoso
protector llamó al joven para que fuese su capellán. Ejerció este cargo dos
años el presbítero con gran satisfacción de su patrono, y como vacase el curato
parroquial del pueblo, presentación de la mitra, el mismo don Ramón de Bolea lo
solicitó y obtuvo para su ahijado, pues nada negaba el obispo de Teruel al
pudiente señor.
Al verse investido con la
cura de almas, dueño de lo que cabía llamar una «posición», Luis María se
acordó, ante todo, de su madre, que vegetaba solita allá en su aldea, tascando,
hilando y tejiendo lino. Realizó el viaje, entonces largo y penoso, y no se
volvió a su parroquia sin la viejecita, que por humildad y abnegación empezó
negándose a acompañarle. Fue preciso que el hijo demostrase a la madre cuánto
la necesitaba para gobernar las haciendas de la casa, para poner la olla al
fuego y para que no le murmurasen si tomaba a su servicio una moza. Al fin la
anciana se dejó convencer, y siguió al hijo, en el fondo del alma loca de gozo
y de orgullo.
Estableciéronse en el
pueblo, deseosos de vivir tranquilos y arrimados el uno al otro, como aves en
su nido humilde. Así que empezaron a enardecerse las luchas civiles, Luis María
hizo especial estudio en abstraerse y apartarse de ellas. Terror y repulsión le
causaban las escenas de crueldad y barbarie, los apaleamientos de «cristinos» y
de «faiciosos», las coplas desvergonzadas e insultantes que de zaguán a zaguán
se disparaban las muchachas de opuestos bandos, las noticias de encuentros en
que perecían tantos infelices, los degüellos de religiosos que habían
ensangrentado las gradas del altar mismo. Sentía el párroco que ni aun por
espíritu de clase podía vencer su repugnancia a tales salvajadas y horrores;
había salido a su madre: tímido, manso, indiferente en política, accesible sólo
a la piedad y a la ternura; gallego, no aragonés, cristiano, pero no carlista.
«Bienaventurados los pacíficos», solía repetir tristemente cuando oía alguna
noticia espantable, el incendio de una villa, el sacrificio de unos prisioneros
arcabuceados en represalias.
Es peculiar de estas épocas
agitadas y febriles que nadie, por más que lo desee, pueda mantenerse neutral.
En el pueblo, de los más divididos y engrescados de todo Aragón, no se le
consentía al cura no tener opiniones. Dos circunstancias hicieron que la voz
pública afiliase a Luis María entre los adictos al Pretendiente: la primera,
que cumplía con fervor sus deberes, que era casto, mortificado, prudente en
palabras y pacato en obras; la segunda, el de ser protegido, ahijado, capellán,
hechura, en fin, de aquel don Ramón de Bolea, antaño el principal señorón del
pueblo, hoy jefe de una partida facciosa. La gente aragonesa, ruda y lógica,
que identifica el agradecimiento con la adhesión, contó, pues, a Luis María
entre los «serviles»; pero no entre los declarados y francos, sino entre los
solapados y vergonzantes, mil veces más aborrecidos. Y por los muchos
«cristinos» de pelo en pecho que el pueblo albergaba, el cura fue mal mirado;
se le atribuyeron inteligencias ocultas y confidencias y delaciones hechas a
don Ramón de Bolea, cuya tropa rondaba a pocas leguas de allí, deseosa de
ajustar cuentas a los «nacionales».
Luis María sintió la
hostilidad en la atmósfera, y se encogió y retrajo cada vez más, pues era de
los que no combaten ni en legítima defensa. Su ardor místico, ya intenso, se
acrecentó, y cuanto más ascético y macilento le veían sus enemigos, más le
creían entregado a conspirar para el triunfo del absolutismo y de los serviles.
El odio del pueblo empezaba a traducirse en hechos: cada vez que la madre del
párroco salía a la compra era denostada y llamada facciosa en voz en grito por
las baturras; delante de sus ventanas se situaban grupos vociferando canciones
patrióticas. Una tarde de día de fiesta, al volver los mozos rasgueando la
guitarra y echando coplas con alusiones que levantaban ampolla, mano atrevida
disparó una piedra que fue a estrellar un vidrio de la rectoral. La madre lloró
silenciosamente al cerrar las maderas, mientras Luis María, arrodillado ante la
imagen de Nuestra Señora, rezaba, sin volver la cabeza, sordo al choque de los
cantos rodados, que seguían haciendo añicos los cristales.
Pocos días después
difundióse por el pueblo la tremenda noticia de que Bolea había cogido a dos
vecinos, «nacionales» exaltados y reos de apaleamiento de serviles, y los había
arcabuceado contra una tapia; y al regresar del mercado, al día siguiente,
encogida y recelosa, la madre del cura oyó a su paso, no ya injurias, pullas y
cantaletas, sino amenazas siniestras, anuncios que daban frío en el tuétano.
Temblando se encerró en su casa la infeliz, y allí encontró a Luis María en
oración, pidiendo a Dios que perdonase a su protector Bolea la sangre
derramada.
Cenaron madre e hijo,
pálidos y mudos, abatidos, disimulando, y cuando se disponían a acostarse
resonó en la calle gran estrépito y fuertes aldabonazos en la puerta. Corrió la
madre a preguntar, sin atreverse a abrir, qué se ofrecía, y una voz bronca y
mofadora respondió:
Oír esto Luis María y
lanzarse a la ventana fue todo uno; pero su madre, acaso por primera vez en su
vida, se interpuso resuelta, le paró, agarrándole de la muñeca con inusitado
vigor, con toda su fuerza aldeana, centuplicada por la angustia, y desviándole
bruscamente se apoderó de la falleba.
-Tú no te asomes -ordenó en
voz imperiosa, una voz diferente de la mansa y acariciadora voz con que siempre
hablaba a su hijo. Apártate... quitaday... Me asomo yo, no te apures.
Y antes de que Luis María
pudiera oponerse, apagando de un soplo el velón para no ser reconocida, abrió
la ventana con ímpetu, sacó el busto fuera...
El bárbaro que ya tenía
apuntada la escopeta, disparó, y la madre, con el pecho atravesado, se desplomó
hacia adentro, en brazos del hijo por quien aceptaba la muerte.
«Blanco
y Negro», núm. 263, 1896.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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