Mucho se comentó
la repentina «zambullida» de un hombre tan joven, festejado, rico, e ilustre
como Jorge Afán de Rivera. En la flor de sus años, Jorge, tipo de sociabilidad
entre los vagos de Madrid, se retiró a una finca que poseía en lo más selvático
y bronco de los montes de Extremadura, negándose a ver a nadie, a recibir a
ningún amigo, a abrir cartas y telegramas y viviendo sin más compañía que la de
algunos servidores, gañanes y pastores, que atendían al cuidado de la casa y
del ganado, pero a quienes sólo por indispensable necesidad admitía el amo a su
presencia.
Repito que se
hicieron mil comentarios sobre el acceso de misantropía de Jorge. Quién lo
atribuyó a desengaños amorosos; quién, a pérdidas al juego; quién, al
descubrimiento de trágicas historias de familia... Los íntimos de Jorge -que
éramos Paco Beltrán y yo- nos reíamos al oír tales hipótesis. Ni Jorge había
sufrido desengaño alguno, ni sabíamos que amase de veras a ninguna mujer: sus
aventuras eran cosa pasajera, sin consecuencias. Todavía menos jugador que
enamorado: no tocaba una carta y le aburría la Bolsa. En cuanto a
historias de familia, mi padre, que había sido constante amigo del suyo,
aseguraba que no era posible en tan honrado hogar ningún misterio bochornoso.
Por suponer algo, supusimos que Jorge padecía uno de esos males del alma que no
tienen nombre conocido, y así pueden impulsar al suicidio como al claustro o al
manicomio. Jorge quería ser ermitaño laico... Ya se cansaría de vivir entre fieras
y volvería al mundo, a divertirse por todo lo alto, como en sus buenos
tiempos...
Y con esa
esperanza íbamos olvidando suavemente al amigo, cuando recibimos un urgente
telegrama, una nueva terrible. Cazando por los breñales se le había disparado
la escopeta a Jorge Afán, había recibido el plomo en el vientre y se hallaba
expirante.
Beltrán y yo
salimos en el primer tren, y sólo llegamos a tiempo de recoger el último
suspiro del desdichado, pero no de oír su voz, pues se encontraba tan a punto
de muerte, que tal vez no se dio cuenta de que éramos nosotros, llamados por
él, los que apretábamos su mano. Por mutuo convenio nos declaramos los amos
allí, para evitar desmanes de servidores y hacer dignos funerales al amigo
muerto.
La noche que
precedió a su entierro y mientras le velábamos, volvimos a comentar el extraño
destino de aquel hombre que voluntariamente había truncado su existencia
social; y Paco sacando del bolsillo una llavecita dorada, dijo con alterada
voz, señalando a un mueble antiguo, con ricos herrajes, perdido en un rincón
del vasto aposento:
-En ese mueble
debe encerrarse el secreto de Jorge, porque esta llave que le encontramos en el
cuello, pendiente de una cinta, al amortajarle, es la que abre el bargueño.
La tentación era
demasiado fuerte para nuestra curiosidad, y, entendién-donos de una ojeada, nos
decidimos a usar la llave. Cayó la cubierta, dejando ver la graciosa cajonería
dorada y las columnitas del templete, y encontramos los cajones llenos de
frioleras sin valor, hasta acertar con uno que encerraba un manuscrito de letra
de Jorge. Nos apoderamos del tesoro, y lo desciframos a la luz de las velas que
alumbraban el cadáver... Era extenso; pero lo resumiré en pocos renglones, a
fin de que el lector conozca la singular alucinación de aquel desventurado
amigo nuestro:
«Maldigo -viene
a decir en sustancia la confesión de Jorge- la curiosidad que me impulsó a
asistir a algunas sesiones de espiritismo y sugestión hipnótica en casa de
Mirovitch, el secretario de la
Embajada rusa. No es que llegase a prestar fe a tales
historias; antes por el contrario, me parecieron casi todas ellas patrañas y
mojigangas buenas para chiquillos; pero, sin duda, la excitación que tales
jugueteos con el mundo invisible causaron en mi sistema nervioso fue honda y
funesta: sin duda vibraron en mí cuerdas desconocidas y muy sensibles, pues
desde entonces comencé a advertir un fenómeno que no sé si existe tan solo en
mi imaginación exaltada, o tiene alguna corres-pondencia con la realidad, y se
debe a causas físicas que ignoramos aún, pero que la ciencia estudiará y
demostrará en los siglos venideros.
Es el caso que
al día siguiente de la última sesión -en que Mirovitch, fijando en mí
tenazmente sus ojos verde esmeralda, había intentado dormirme- fue cuando sentí
el primer ataque del padecimiento; fue cuando empecé a ver «los hilos», los
horribles hilos que forman la misteriosa tela donde mi alma agoniza.
Intentaré
explicar lo que son estos hilos, para que si alguien lee después de mi muerte
mi confesión, comprenda que yo no estaba loco, sino a lo sumo alucinado: que
fui víctima de una morbosa perturbación de los sentidos, pero que mi razón supo
interpretar mis visiones.
Sucedió que al
otro día de la sesión espiritista, ya aburrido de tales farsas y resuelto a no
tomar más parte en ellas, me fui al Real, donde cantaban Hugonotes. Había un
lleno, y estaban allí todas mis relaciones: todas las mujeres que, afables y
expresivas, me saludaban con dulces sonrisas, todos los hombres me apretaban la
mano afectuosamente. Recorrí con los gemelos butacas y palcos. A tiempo que
dirigía los cristales al rostro de la condesa de Saravia, bella dama a quien yo
trataba mucho y respetaba más, por su intachable reputación y la dignidad de su
porte, distinguí, ¡Jesús me valga!, el primer hilo. Era -me acuerdo bien- rojo,
como abrasadora llama y salía del corazón de la señora, yendo, después de
flotar y culebrear en el aire, a enroscarse sutilmente en el cuerpo de Tresmes,
el galanteador más perdido de la corte. Al pronto no entendí la significación
del maldito hilo. Froté con el pañuelo los vidrios de los gemelos y me froté
después los ojos. No cabía duda, el hilo ardentísimo iba de la intachable
esposa a buscar al galán impuro.
Persuadido de
que estaba malo de la vista, torcí los gemelos y encontré la carita angelical
de Chuchú Cárdenas, una de esas criaturas de dieciséis años que perecen
desprendidas de un lienzo murillesco, un rostro matizado por el rubor y
aureolado por la candidez virginal..., y vi, sin que cupiese duda, otro hilo
dorado que salía de su ebúrnea frente y se deslizaba hasta las butacas para
introducirse en el bolsillo del opulento negociante Rondón, calvo como una bola
de billar, gordo y colorado como un pavo, por más señas...
Varié de
objetivo con repugnancia; pero fue inútil; dondequiera que me volviese, la
atmósfera del teatro se poblaba de hilos que flotaban en todas direcciones, y
la lucerna de cristal, fija en medio, me parecía, con más razón que nunca,
enorme araña pronta a saltar sobre la presa. Vi un hilo negrísimo, de odio y
traición, que iba del político X*** a su jefe natural y gran protector Z***; un
hilo verde, asqueroso, de la recién casada Eloísa D*** a la decrépita persona
del general N***; un doble hilo oscuro, de envidia mortal, que recíprocamente se
enviaban las dos amigas A*** y B***; un hilo sombrío, de fúnebre aspecto, del
mozo H*** a su padre R***, que no acababa de morirse y dejarle su codiciada
herencia... Y yo veía tenazmente los hilos, invisibles para todos, y sentía
espesarse la tela oscura y polvorienta que me rodeaba, y crecer hasta el
paroxismo mi angustia y mi horror, que me oprimía el espíritu. Allí se
patentizaban los bajos apetitos, las vilezas, las miserias de nuestra
condición, reveladas por los hilos infames, de concupiscencia, de codicia, de
dolo, de maldad, de instintos homicidas... Y como el fenómeno se repitiese las
noches siguientes; temiendo que de las personas a quienes creía yo inspirar
algún efecto puro y generoso saliesen también hacia mí los hilos, resolví de
pronto recogerme a la soledad más completa y poder, con tal arbitrio, conservar
algunas ilusiones, sin las cuales no cabe vivir, a no ser en el infierno.»
Al terminar la
lectura del manuscrito que he resumido brevemente, Paco Beltrán y yo nos
miramos despacio, estremecidos, y luego nos volvimos a contemplar la faz del
muerto, serena, afilada ya por la nariz, con esa palidez de cera que presta
tanta majestad a las caras de los que emprendieron el gran viaje.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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