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domingo, 2 de febrero de 2014

Las vistas

Ya terminaba la faena de la instalación de los  trajes,  galas,  joyas  y  ropa  interior  y  de mesa y casa, lo que nuestros padres llamaban las vistas y nosotros llamamos el trousseau, cometiendo un galicismo y tomando la parte por el todo. En el gran salón, forrado de brocatel azul, retirados los muebles, se había erigido, alrededor de las cuatro paredes, ancho tablero sustentado en postes de pino, cubierto  por  amplias  colchas  y  paños  de  seda azul  también,  el  color  predilecto  de  la  rubia novia; y simétricamente colocado y dispuesto con cierto orden que no carecía de simbolismo,  ostentábase  allí  el  lujo  de  la  boda,  los miles de duros gastados en bonitas cosas semi-inútiles.
A lo largo de los tableros podía estudiarse, prenda por prenda, no solo el secreto del tocado íntimo de la futura señora de Granja de Berliz, sino de la vida común, la ya inminente vida conyugal. Los ojos curiosos se recreaban en las faldas de crujiente seda tornasol, con volantes soplados como pétalos de flor fresca; en las enaguas, donde se encrespan las concéntricas orlas de espuma del encaje; en los  pantalones  y  suits  de  forma  indiscreta, con  moñitos  provocativos;  en  las  docenas  y docenas de camisas vaporosas y guarnecidas, de escote atrevido, ondulante; en los cubrecorsés, que repiten el motivo galante y gracioso de la camisa; en las luengas medias flexibles,  de  transparente  seda  pálida,  caladas allí  donde  las  han  de  llenar  las  finas  curvas del empeine y del tobillo, y se ha de adivinar la  seda  más  delicada  aún  de  la  piel;  en  las batas  salpicadas  de  lazos  fofos,  blandos,  de tejidos esponjosos y sin apresto, como arrugadas  de  antemano,  lánguidas  con  voluptuosa languidez; en los corsés breves, moldeados, enrollados, y uno de ellos -el del día solemne, florido en su centro por diminuto ramito de azahar... Y después, la ropa que ya pertenece al hogar, al menaje: las sábanas con arabescos de bordados primorosos o con encajes de elegante diseño; las mantas que prometen dulce calor  familiar  en  el  invierno;  las  colchas  de espesa seda, veladas por guipures, todo rebordado con cifras cuyo enlace significa el de las almas; las mantelerías brillantes, los caprichosos servicios de té en forma rusa, los in-finitos refinamientos de la riqueza y del gusto, el derroche que se admira un día y pasa después a los armarios.
En maniquíes se gallardeaban los vestidos, los abrigos, los sombreros; en varias mesas, dentro  del  gabinete  contiguo,  las  joyas  y  la plata labrada, los velos y volantes, las sombrillas, los abanicos. Cuando las amigas y ami-gos convidados a la exhibición penetraron en las  dos  habitaciones  y  empezaron  a  cumplir su  deber  de  deslumbrarse,  envidiar,  alabar alto y criticar bajo todo aquello, subía la escalera el novio, Cayo Granja de Berliz, uno de los buenos partidos que por espacio de ocho o diez años de soltería militante se disputaron a alfilerazos varias señoritas de la corte, y a quien,  por  fin,  había  logrado  prender  en  su red de oro Nina Valtierra. Red de oro, no solo porque Nina era rubia, sino porque Nina tenía hacienda, brillante porvenir dorado.
Y, sin embargo, a pesar de las ventajas y atractivos de Nina, Cayo, al ascender a casa de su novia, llevaba formada la resolución de romper el concertado enlace. Enganchado primero por ardides de coquetería y por esa insensible  derivación  de  los  sucesos  que  nos lleva a donde nunca pensamos ir; comprometido después por la misma virtud de lo dicho y hecho, que tantas veces no responde ni a lo sentido ni a lo pensado, Cayo, poco a poco, durante los meses de cortejo oficial, se había dado  cuenta,  con  una  especie  de  terror,  de que no quería a su futura. Gustábale, eso sí; gustábale para la charla y el devaneo, para la somera intriga amorosa, para la superficie y la película del sentimiento, que ni sentimiento llega a ser, bien mirado; pero había momentos en que, a aquella mujer que le gustaba, creía Cayo detestarla con todo su corazón, y de  buen  grado  le  diría  la  frase  del  hierro  al imán: "Te odio más que a cosa alguna, porque  atraes  y  no  eres  capaz  de  sujetar."  La tristeza  y  la preocupación  que  algunos  más observadores notaban en Cayo no tenían otro origen sino esta idea, que, en vez de borrarse se alzaba de relieve, a cada día más importuna,  más  tenaz,  más  torturadora.  A  nadie  lo decía; a nadie se hubiese atrevido a confiarlo.
Se  reirían  de  él.  ¡Vaya  una  ocurrencia!  ¿No era Nina Valtierra una muchacha guapa, fina, lista, con caudal, de parentela ilustre, de tan buena reputación como las demás de su esfera y clase? ¿Qué tacha podía ponerle? ¿Qué requisito  le  faltaba?  Y  Cayo,  sonriendo  con amargura, se decía a sí mismo: "La tacha es mía. El requisito me falta a mí. Es que no la quiero. Y a ella también le falta esa divina quisicosa. Tampoco me quiere. Casarse, bueno; quererse..., no nos queremos de ninguno de los modos..., ni siquiera del modo inferior. Ni aun disfrutaremos de la locura corta que termina en tontería muy larga. Y ¿por qué no lo he visto antes? ¿Qué venda me cubría los ojos a mí, que no estaba enamorado? Es -añadía Cayo, disculpándose a sí mismo; en esto paran todos los soliloquios- que no me he fijado en que el matrimonio es cosa seria, la más seria de la vida. He ido a él como se va a una comida o a un sarao. Ahora veo que no tengo derecho a casarme.  Le  diré  la  verdad a  Nina.  Es  lo  mejor...
Antes de saltar al precipicio, retroceder."
No sin lucha, se decidió Granja a realizar este  acto  de  sinceridad  inusitado. Adivinaba la extrañeza y los comentarios, el remolino de escándalo  que  levanta  al  desbaratarse  una boda;  presentía  las  reconvenciones  de  los padres; dolíale el bochorno de la novia. Con todo eso, iba determinado ya. Hablaría con lisura, francamente; haría todas las reservas y daría  todas  las  explicaciones  que  pudiese apetecer el amor propio, hasta la vanidad de Nina; proclamaría la verdad a gritos, o si era preciso,  la  reemplazaría  con  la  mentira  más conveniente y discreta; se declararía arruinado, enfermo, vicioso, lo que quisiesen y le impusiesen;  pero  rompería  la  boda.  ¡Ah,  sí, la rompería!
Y subía la escalera del bonito palacete de los Valtierra, detenido a cada peldaño por una felicitación, un apretón de manos, una frase de amabilidad de los que acudían a admirar las vistas o se volvían habiéndolas admirado.
Al pronto, Cayo no entendía; tardó en hacerse cargo del motivo de tantas enhorabuenas.
Cuando  acordó,  sintió  una  especie  de  golpe allá  dentro,  parecido  a  brusco  encontronazo con la realidad. ¡Las vistas! Sí; aquel día se enseñaban. ¿Tan pronto? ¡Sin duda se había adelantado la fecha! Nina decía la víspera, riendo:
-¡Quia! Ni en ocho días es posible que se exponga  el  trousseau.  Falta  una  inmensidad de cosas. Solo por milagro...
El milagro estaba allí: el trousseau, completo, se exponía desde las tres de la tarde..., y eran las seis. Aturdido, Cayo penetró, siguiendo la corriente de los extraños, en el salón azul, y miró alrededor con género de curiosi-dad, como se mira lo que no nos afecta personalmente. Le asombró la cantidad, la calidad de lo expuesto, y esta idea, que el novio no  formulaba,  se  encargó  de  expresarla  en voz  alta  Perico  Gonzalvo,  el  cual,  tocándole familiar-mente en el hombro a Cayo, dijo, con énfasis:
-¡Chico! ¡Menuda sangría al bolsillo de los papás!
Sí,  todo  aquello  debía  de  haber  costado mucho: una atrocidad de dinero. Aunque los hombres,  oficialmente,  no  entienden  de  trapos,  el  hábito  y  el  roce  de  la  sociedad  los convierte en expertos y casi en modistos. Telas, guarniciones, cintas, bordados, pieles, se les  presentan  con  su  valor,  con  su  cifra  al frente: son dinero gastado. ¡Vaya si se habí-an  corrido  en  los  preparativos  de  la  boda!
Nunca  se  acababa  de  ver  preciosidades:  los murmuraban  con  halagüeño  y  suave  runrún las señoras que iban desfilando, echando por última vez los lentecitos de concha a los tableros cargados de magnificencias. Cayo sentía lo que siente, si es artista, el que va a destruir, a arrasar algo bello y suntuoso. Dos palabras de su boca, un "no quiero", y el soberbio trousseau  queda  inútil  y  perdido;  materia explotable  para  las  revende-doras.  Esta  preocupación aumentó al pasar al gabinete donde Nina, radiante, enseñaba a sus amigas regalos  y  alhajas.  De  los  abiertos  estuches, donde centelleaba la pedrería; de los reflejos lisos y fulgurantes de la plata; del sutil y elegante contorno de los abanicos abiertos, mostrando el incrustado varillaje y las artísticas pinturas del país; de los brazaletes que han de ceñir la muñeca; de las cadenas que han de rodear el cuello, se desprendía, se elevaba el concepto de algo definitivo, consumado, irreparable. Cayo pensaba oír cómo le decían los objetos: "Tonto, pero ¿tú crees que no te has casado ya? Reflexiona.  Tanto  como  la  bendición  del  cura, tanto  como  las  fórmulas  de  la  ley,  y  antes que  todo  ello,  casamos  nosotros.  Las  vistas son  ya  el  matrimonio  hecho  y  derecho;  las cifras bordadas y entrelazadas de tu nombre y  el  de  tu  futura  no  permiten  que  separéis vuestros  destinos.  No  sueñes  con  romper  lo que unieron modistas, sastres, diamantistas y bordadoras. Te acordaste tarde. Eres marido, eres consorte; se han realizado tus nupcias."
Y Cayo, pensativo, oprimido el corazón, hizo  un  movimiento  de  hombros,  como  quien dice:  "Al  agua",  y,  resuelto  al  consorcio,  se acercó al grupo, donde Nina le sonreía lo mismo que acababa de sonreír a los demás.

"Blanco y Negro", núm. 554, 1901.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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