Ya terminaba la faena de la instalación de los trajes,
galas, joyas y
ropa interior y de
mesa y casa, lo que nuestros padres llamaban las vistas y nosotros llamamos el
trousseau, cometiendo un galicismo y tomando la parte por el todo. En el gran
salón, forrado de brocatel azul, retirados los muebles, se había erigido, alrededor
de las cuatro paredes, ancho tablero sustentado en postes de pino, cubierto por
amplias colchas y
paños de seda azul
también, el color
predilecto de la
rubia novia; y simétricamente colocado y dispuesto con cierto orden que
no carecía de simbolismo,
ostentábase allí el
lujo de la
boda, los miles de duros gastados
en bonitas cosas semi-inútiles.
A lo largo de los tableros podía estudiarse, prenda por prenda, no
solo el secreto del tocado íntimo de la futura señora de Granja de Berliz, sino
de la vida común, la ya inminente vida conyugal. Los ojos curiosos se recreaban
en las faldas de crujiente seda tornasol, con volantes soplados como pétalos de
flor fresca; en las enaguas, donde se encrespan las concéntricas orlas de
espuma del encaje; en los
pantalones y suits
de forma indiscreta, con moñitos
provocativos; en las
docenas y docenas de camisas
vaporosas y guarnecidas, de escote atrevido, ondulante; en los cubrecorsés, que
repiten el motivo galante y gracioso de la camisa; en las luengas medias flexibles, de
transparente seda pálida,
caladas allí donde las
han de llenar
las finas curvas del empeine y del tobillo, y se ha de
adivinar la seda más
delicada aún de
la piel; en las
batas salpicadas de
lazos fofos, blandos,
de tejidos esponjosos y sin apresto, como arrugadas de antemano, lánguidas
con voluptuosa languidez; en los
corsés breves, moldeados, enrollados, y uno de ellos -el del día solemne,
florido en su centro por diminuto ramito de azahar... Y después, la ropa que ya
pertenece al hogar, al menaje: las sábanas con arabescos de bordados primorosos
o con encajes de elegante diseño; las mantas que prometen dulce calor familiar
en el invierno;
las colchas de espesa seda, veladas por guipures, todo rebordado
con cifras cuyo enlace significa el de las almas; las mantelerías brillantes,
los caprichosos servicios de té en forma rusa, los in-finitos refinamientos de
la riqueza y del gusto, el derroche que se admira un día y pasa después a los
armarios.
En maniquíes se gallardeaban los vestidos, los abrigos, los sombreros;
en varias mesas, dentro del gabinete
contiguo, las joyas
y la plata labrada, los velos y
volantes, las sombrillas, los abanicos. Cuando las amigas y ami-gos convidados
a la exhibición penetraron en las
dos habitaciones y
empezaron a cumplir su
deber de deslumbrarse,
envidiar, alabar alto y criticar
bajo todo aquello, subía la escalera el novio, Cayo Granja de Berliz, uno de
los buenos partidos que por espacio de ocho o diez años de soltería militante
se disputaron a alfilerazos varias señoritas de la corte, y a quien, por
fin, había logrado
prender en su red de oro Nina Valtierra. Red de oro, no
solo porque Nina era rubia, sino porque Nina tenía hacienda, brillante porvenir
dorado.
Y, sin embargo, a pesar de las ventajas y atractivos de Nina, Cayo, al
ascender a casa de su novia, llevaba formada la resolución de romper el concertado
enlace. Enganchado primero por ardides de coquetería y por esa insensible derivación
de los sucesos
que nos lleva a donde nunca
pensamos ir; comprometido después por la misma virtud de lo dicho y hecho, que
tantas veces no responde ni a lo sentido ni a lo pensado, Cayo, poco a poco,
durante los meses de cortejo oficial, se había dado cuenta,
con una especie
de terror, de que no quería a su futura. Gustábale, eso
sí; gustábale para la charla y el devaneo, para la somera intriga amorosa, para
la superficie y la película del sentimiento, que ni sentimiento llega a ser,
bien mirado; pero había momentos en que, a aquella mujer que le gustaba, creía
Cayo detestarla con todo su corazón, y de
buen grado le
diría la frase
del hierro al imán: "Te odio más que a cosa alguna,
porque atraes y
no eres capaz
de sujetar." La tristeza
y la preocupación que
algunos más observadores notaban
en Cayo no tenían otro origen sino esta idea, que, en vez de borrarse se alzaba
de relieve, a cada día más importuna,
más tenaz, más
torturadora. A nadie
lo decía; a nadie se hubiese atrevido a confiarlo.
Se reirían de
él. ¡Vaya una
ocurrencia! ¿No era Nina
Valtierra una muchacha guapa, fina, lista, con caudal, de parentela ilustre, de
tan buena reputación como las demás de su esfera y clase? ¿Qué tacha podía
ponerle? ¿Qué requisito le faltaba?
Y Cayo, sonriendo
con amargura, se decía a sí mismo: "La tacha es mía. El requisito
me falta a mí. Es que no la quiero. Y a ella también le falta esa divina quisicosa.
Tampoco me quiere. Casarse, bueno; quererse..., no nos queremos de ninguno de
los modos..., ni siquiera del modo inferior. Ni aun disfrutaremos de la locura
corta que termina en tontería muy larga. Y ¿por qué no lo he visto antes? ¿Qué
venda me cubría los ojos a mí, que no estaba enamorado? Es -añadía Cayo,
disculpándose a sí mismo; en esto paran todos los soliloquios- que no me he
fijado en que el matrimonio es cosa seria, la más seria de la vida. He ido a él
como se va a una comida o a un sarao. Ahora veo que no tengo derecho a casarme. Le
diré la verdad a
Nina. Es lo
mejor...
Antes de saltar al precipicio, retroceder."
No sin lucha, se decidió Granja a realizar este acto
de sinceridad inusitado. Adivinaba la extrañeza y los comentarios, el remolino de escándalo que
levanta al desbaratarse
una boda; presentía las
reconvenciones de los padres; dolíale el bochorno de la novia.
Con todo eso, iba determinado ya. Hablaría con lisura, francamente; haría todas
las reservas y daría todas las
explicaciones que pudiese apetecer el amor propio, hasta la
vanidad de Nina; proclamaría la verdad a gritos, o si era preciso, la
reemplazaría con la
mentira más conveniente y discreta;
se declararía arruinado, enfermo, vicioso, lo que quisiesen y le impusiesen; pero
rompería la boda.
¡Ah, sí, la rompería!
Y subía la escalera del bonito palacete de los Valtierra, detenido a
cada peldaño por una felicitación, un apretón de manos, una frase de amabilidad
de los que acudían a admirar las vistas o se volvían habiéndolas admirado.
Al pronto, Cayo no entendía; tardó en hacerse cargo del motivo de
tantas enhorabuenas.
Cuando acordó, sintió
una especie de
golpe allá dentro, parecido
a brusco encontronazo con la realidad. ¡Las vistas!
Sí; aquel día se enseñaban. ¿Tan pronto? ¡Sin duda se había adelantado la fecha!
Nina decía la víspera, riendo:
-¡Quia! Ni en ocho días es posible que se exponga el
trousseau. Falta una
inmensidad de cosas. Solo por milagro...
El milagro estaba allí: el trousseau, completo, se exponía desde las
tres de la tarde..., y eran las seis. Aturdido, Cayo penetró, siguiendo la
corriente de los extraños, en el salón azul, y miró alrededor con género de
curiosi-dad, como se mira lo que no nos afecta personalmente. Le asombró la
cantidad, la calidad de lo expuesto, y esta idea, que el novio no formulaba,
se encargó de
expresarla en voz alta
Perico Gonzalvo, el
cual, tocándole familiar-mente en
el hombro a Cayo, dijo, con énfasis:
-¡Chico! ¡Menuda sangría al bolsillo de los papás!
Sí, todo aquello
debía de haber
costado mucho: una atrocidad de dinero. Aunque los hombres, oficialmente,
no entienden de trapos, el hábito y
el roce de
la sociedad los convierte en expertos y casi en modistos.
Telas, guarniciones, cintas, bordados, pieles, se les presentan
con su valor,
con su cifra
al frente: son dinero gastado. ¡Vaya si se habí-an corrido
en los preparativos
de la boda!
Nunca se acababa
de ver preciosidades: los murmuraban con
halagüeño y suave
runrún las señoras que iban desfilando, echando por última vez los
lentecitos de concha a los tableros cargados de magnificencias. Cayo sentía lo
que siente, si es artista, el que va a destruir, a arrasar algo bello y
suntuoso. Dos palabras de su boca, un "no quiero", y el soberbio
trousseau queda inútil
y perdido; materia explotable para
las revende-doras. Esta
preocupación aumentó al pasar al gabinete donde Nina, radiante,
enseñaba a sus amigas regalos y alhajas.
De los abiertos
estuches, donde centelleaba la pedrería; de los reflejos lisos y
fulgurantes de la plata; del sutil y elegante contorno de los abanicos abiertos,
mostrando el incrustado varillaje y las artísticas pinturas del país; de los
brazaletes que han de ceñir la muñeca; de las cadenas que han de rodear el
cuello, se desprendía, se elevaba el concepto de algo definitivo, consumado,
irreparable. Cayo pensaba oír cómo le decían los objetos: "Tonto, pero ¿tú
crees que no te has casado ya? Reflexiona.
Tanto como la
bendición del cura, tanto
como las fórmulas
de la ley,
y antes que todo
ello, casamos nosotros.
Las vistas son ya
el matrimonio hecho y
derecho; las cifras bordadas y
entrelazadas de tu nombre y el de
tu futura no
permiten que separéis vuestros destinos.
No sueñes con
romper lo que unieron modistas,
sastres, diamantistas y bordadoras. Te acordaste tarde. Eres marido, eres
consorte; se han realizado tus nupcias."
Y Cayo, pensativo, oprimido el corazón, hizo un
movimiento de hombros,
como quien dice: "Al
agua", y, resuelto
al consorcio, se acercó al grupo, donde Nina le sonreía lo
mismo que acababa de sonreír a los demás.
"Blanco y Negro", núm. 554, 1901.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario