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domingo, 2 de febrero de 2014

Los cinco sentidos

El nieto y heredero de aquel podero­so multimillonario John Dorcksetter, salió diferentísimo de su abuelo y hasta de su padre. Había sido John un atleta, una especie de cíclope, que, en vez de forjar hierro, forjaba millones con sus brazos vultuosos bíceps y su manaza de gruesas venas negruzcas y pulpejos callosos. Atento sólo a la faena ince­sante, no quiso John distraerse ni aun en pegar un mordisco de través a la colosal fortuna que amontonaba. Nin­gún goce, ningún lujo se permitió. Tos­tadas de pan moreno con salada man­teca, cerveza amarga y fuerte, le man­tenían. Sus muebles eran sólidos, feos y sencillos. Su esposa vestía de alpaca y revisaba las provisiones. El oro en­volvía a John; pero John no necesitaba del oro, y lo ganaba únicamente por el viril placer de desarrollar la energía de ganarlo.
Marck, el hijo, sin desatender com­pletamente los negocios, gastó un boato fastuoso y principesco. No se arruinó, porque eso no entraba en sus princi­pios; se limitó a derrochar, como de­rrochan todos sus congéneres: yates, coches (no existían automóviles aún), caballos, palacios, quintas, festines, via­jes con séquito, adquisición de obras de arte más o menos auténticas, fundacio­nes benéficas e instructivas, más o me­nos útiles; entre ellas, la de la fuente continua de agua de la Florida, donde se perfumaban gratuitamente los mora­dores de Kentápolis, ciudad dominada por la opulencia de la dinastía Dorck­setter.
La mujer de Marek, muy hermosa, ayudó gentilmente al marido en la ta­rea de despabilar dinero: sus trajes, sus joyas, sus fiestas, fundían con so­berano garbo aquellos lingotes de pre­cioso metal forjados por el musculoso John, a golpe de martillo. Decíase que estaba la señora de Dorcksetter un poco detraquée, palabra que no sé si tra­ducir por chiflada o por de la jícara. A la verdad, no me satisface ninguna de las dos formas, porque el detraqué­ment no es propiamente la chifladura. Estar detraquée no es sólo tener los sesos barajados, sino algo peor: alber­gar un germen de perversión en el al­ma, un germencito, que se desarrolla vivaz e invasor a la primera ocasión favorable.
Edgard se llamó el hijo menor de Marck, y nació endeble; con todo eso, se podía considerar dichoso, pues el mayor, Charlie, era raquítico y tenía en la cabeza una bolsa de agua: vivió poco, y todo el mimo y cariño se re­concentraron en el superviviente. Los disparates que se hicieron con motivo de aquella criatura, llenarían un libro. Nunca hubo soberano fabuloso ni prín­cipe hereditario más cuidado, más hala­gado; más defendido contra los roces y desacatos de la realidad. Plumas de co­librí mulleron su nido, y hojas, no de rosas, sino de raras orquídeas, fueron tapiz de sus piececillos cuando inten­taban andar, como todas las criaturas. El temor de que pudiera caerse cohibió sus travesuras, y la excesiva idolatría de su madre le encerró en una especie de santuario, del cual no salió hasta que el azar le hizo doblemente huérfa­nó: en un choque de trenes murieron juntos sus padres.
Al asomarse Edgard libremente al vasto mundo, recibió impresiones sin­gulares, que al pronto no supo definir. Fueron más bien penosas, y a la vuelta de algún tiempo se graduaron y consti­tuyeron positivo tormento para el jo­ven plutócrata. Se le había rodeado de un ambiente tan artísticamente refina­do y quintaesenciado, que no concebía respirar otro; y el aire exterior era bravo y duro, ya glacial, ya sofocante, y traía entre sus oleadas partículas de polvo, átomos de todas las pestilencias, y vaho de sudor exhalalado en todos los trabajos recios y viles. Edgard desdeñó la ignominia: de un aire tan impuro, y se recluyó otra vez en sus magnas re­sidencias, en sus mansiones, donde a placer se le ofrecían las beatitudes de una existencia inimitable, y donde nun­ca se alzaba el telón de encaje bordado de perlas, para descubrir el espectáculo de la miseria y el dolor. Para Edgard no existían, puesto que no llegaban a afectar sus. sentidos, aquellos sentidos delicadísimos, exigentes, que reclama­ban sólo la impresión placentera, la delicia y la miel del goce humano...
Para sus sentidos, atesoró Edgard los colores combinados en seductora armo­nía, los sonidos que se funden abrazán­dose y encadenándose, los sabores raros y exquisitos, los perfumes que hacen desvanecerse de ventura, y la euritmia de las formas artísticas en que la línea es un himno. Y todo lo tuvo, porque el oro proporciona a manos llenas soni­dos, sabores, aromas, formas y mati­ces divinos, de los que hermosean ar­tificialmente el cuadro de la creación; y le envidiaron los que no podían com­prar esas felicidades, no porque Edgard las ostentase con alarde de mal gusto, sino porque justa-mente, al esconderlas con celoso cuidado, las hacía suponer infinitas, misteriosas y distintas de la Tierra.
Un día, Edgard llamó apresuradamente a su doctor, el sapientísimo mé­dico encargado de velar por la salud tan preciosa, y se quejó de un mal ex­traño. Era éste tan pronto una especie de saturación y embotamiento de los sentidos, como una irritabilidadd furiosa de los sentidos también; y los dos sin­tomas constituían uno solo: la impo­sibilidad de encontrar cosa, que los sa­tisficiese ni lisonjease. Cuanto Edgard veía, oía, tocaba, olía y gustaba, le pa­recia feo, inarmónico, áspero o fofo, apestoso, desabrido y, en suma, repug­nante y odiable en grado suma. Al principio (confesaba Edgard) los colo­res y formas: eran bellos; la música, selecta y sublime; las fragancias, em­briagadoras; la cocina y bodega, inau­ditas, y cada cosa de por sí y todas jun­tas, admirable y únicas por su delica­deza y primor. Y ahora, todo debía de continuar siendo igualmente perfecto y maravilloso en su género; pero, no obs­tante, Edgard percibía en sus sonidos, formas, sabores y olores tales deficien­cias, tales desafinaciones, tales faltas, mermas y pelillos, que en vez de re­crearse, sufría horriblemente, y venía a solicitar del doctor un remedio heroi­co, radical y eficaz: la supresión de los fatales sentidos; el cierre de las puer­tas por donde entraba en su espíritu la noción de lo incompleto, de lo mezqui­no y miserable del humano existir...
Otro médico se hubiera negado; pe­ro ya sabéis que en estos países nue­vos, jóvenes y caducos a la vez, pasan muy extrañas cosas; y a cada cual se le considera árbitro de sí mismo y due­ño de su piel y de su persona, omní­modamente. Se presume, no obstante, que haría el doctor las debidas obje­oiones; y se sabe; que al cabo accedió. Con una cera especial, adherentísima y, penetrante, cerró los ojos de Edgar­do. Una poción cuya receta procedía de los indios pieles rojas, que la usan para insensibilizarse cuando les tortu­ran, suprimió el tacto y abolió el olfato y el gusto del millonario mozo. Tapo­nes hábilmente colocados intercepta­ron los ruidos y le produjeron comple­ta sordera. Y así quedó Edgardo, a os­curas y en silencio absoluto.
No podía el doctor ni preguntar a su cliente si quería ser destaponado, vuel­to a la vida sensual. ¿Cómo hacer que entendiese la pregunta?
Pero el joven millonario, paseándose apoyado en el brazo del médico por los jardines admirables de su quinta, en los cuales los árboles eran; altos y, re­gios, los estanques profundos, los cis­nes bogadores y deslizadores, las cascadas rumorosas y argentinas, los tem­pletes de alabastro rancio, traído de Grecia y las flores singulares, pálidas como rostros o rojas como labios, mur­muraba:
-No me restablezca usted en el uso de los sentidos, doctor... Ahora es cuando, sola y libre mi fantasía, me finge la hermosura cabal y sin tacha, la sensibilidad inagotable, las formas celestes y la música digna de los sera­fines... En mí encuentro lo que no ha­bía podido darme el oro... Quiero que-darme así toda la vida. ¡Toda la vida!
Y, sentándose fatigado ya, añadió:
-Toda la vida... de mi capricho.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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