El nieto y heredero de aquel
poderoso multimillonario John Dorcksetter, salió diferentísimo de su abuelo y
hasta de su padre. Había sido John un atleta, una especie de cíclope, que, en
vez de forjar hierro, forjaba millones con sus brazos vultuosos bíceps y su
manaza de gruesas venas negruzcas y pulpejos callosos. Atento sólo a la faena
incesante, no quiso John distraerse ni aun en pegar un mordisco de través a la
colosal fortuna que amontonaba. Ningún goce, ningún lujo se permitió. Tostadas
de pan moreno con salada manteca, cerveza amarga y fuerte, le mantenían. Sus
muebles eran sólidos, feos y sencillos. Su esposa vestía de alpaca y revisaba
las provisiones. El oro envolvía a John; pero John no necesitaba del oro, y lo
ganaba únicamente por el viril placer de desarrollar la energía de ganarlo.
Marck, el hijo, sin desatender
completamente los negocios, gastó un boato fastuoso y principesco. No se
arruinó, porque eso no entraba en sus principios; se limitó a derrochar, como
derrochan todos sus congéneres: yates, coches (no existían automóviles aún),
caballos, palacios, quintas, festines, viajes con séquito, adquisición de
obras de arte más o menos auténticas, fundaciones benéficas e instructivas,
más o menos útiles; entre ellas, la de la fuente continua de agua de la Florida , donde se
perfumaban gratuitamente los moradores de Kentápolis, ciudad dominada por la
opulencia de la dinastía Dorcksetter.
La mujer de Marek, muy hermosa,
ayudó gentilmente al marido en la tarea de despabilar dinero: sus trajes, sus
joyas, sus fiestas, fundían con soberano garbo aquellos lingotes de precioso
metal forjados por el musculoso John, a golpe de martillo. Decíase que estaba
la señora de Dorcksetter un poco detraquée,
palabra que no sé si traducir por chiflada
o por de la jícara. A la verdad,
no me satisface ninguna de las dos formas, porque el detraquément no es propiamente la chifladura. Estar detraquée no es sólo tener los sesos
barajados, sino algo peor: albergar un germen de perversión en el alma, un
germencito, que se desarrolla vivaz e invasor a la primera ocasión favorable.
Edgard se llamó el hijo menor de
Marck, y nació endeble; con todo eso, se podía considerar dichoso, pues el
mayor, Charlie, era raquítico y tenía en la cabeza una bolsa de agua: vivió
poco, y todo el mimo y cariño se reconcentraron en el superviviente. Los
disparates que se hicieron con motivo de aquella criatura, llenarían un libro.
Nunca hubo soberano fabuloso ni príncipe hereditario más cuidado, más halagado;
más defendido contra los roces y desacatos de la realidad. Plumas de colibrí
mulleron su nido, y hojas, no de rosas, sino de raras orquídeas, fueron tapiz
de sus piececillos cuando intentaban andar, como todas las criaturas. El temor
de que pudiera caerse cohibió sus travesuras, y la excesiva idolatría de su
madre le encerró en una especie de santuario, del cual no salió hasta que el
azar le hizo doblemente huérfanó: en un choque de trenes murieron juntos sus
padres.
Al asomarse Edgard libremente al
vasto mundo, recibió impresiones singulares, que al pronto no supo definir.
Fueron más bien penosas, y a la vuelta de algún tiempo se graduaron y constituyeron
positivo tormento para el joven plutócrata. Se le había rodeado de un ambiente
tan artísticamente refinado y quintaesenciado, que no concebía respirar otro;
y el aire exterior era bravo y duro, ya glacial, ya sofocante, y traía entre
sus oleadas partículas de polvo, átomos de todas las pestilencias, y vaho de
sudor exhalalado en todos los trabajos recios y viles. Edgard desdeñó la
ignominia: de un aire tan impuro, y se recluyó otra vez en sus magnas residencias,
en sus mansiones, donde a placer se le ofrecían las beatitudes de una
existencia inimitable, y donde nunca se alzaba el telón de encaje bordado de
perlas, para descubrir el espectáculo de la miseria y el dolor. Para Edgard no
existían, puesto que no llegaban a afectar sus. sentidos, aquellos sentidos
delicadísimos, exigentes, que reclamaban sólo la impresión placentera, la
delicia y la miel del goce humano...
Para sus sentidos, atesoró Edgard
los colores combinados en seductora armonía, los sonidos que se funden abrazándose
y encadenándose, los sabores raros y exquisitos, los perfumes que hacen
desvanecerse de ventura, y la euritmia de las formas artísticas en que la línea
es un himno. Y todo lo tuvo, porque el oro proporciona a manos llenas sonidos,
sabores, aromas, formas y matices divinos, de los que hermosean artificialmente
el cuadro de la creación; y le envidiaron los que no podían comprar esas
felicidades, no porque Edgard las ostentase con alarde de mal gusto, sino
porque justa-mente, al esconderlas con celoso cuidado, las hacía suponer
infinitas, misteriosas y distintas de la Tierra.
Un día, Edgard llamó
apresuradamente a su doctor, el sapientísimo médico encargado de velar por la
salud tan preciosa, y se quejó de un mal extraño. Era éste tan pronto una
especie de saturación y embotamiento de los sentidos, como una irritabilidadd
furiosa de los sentidos también; y los dos sintomas constituían uno solo: la
imposibilidad de encontrar cosa, que los satisficiese ni lisonjease. Cuanto
Edgard veía, oía, tocaba, olía y gustaba, le parecia feo, inarmónico, áspero o
fofo, apestoso, desabrido y, en suma, repugnante y odiable en grado suma. Al
principio (confesaba Edgard) los colores y formas: eran bellos; la música,
selecta y sublime; las fragancias, embriagadoras; la cocina y bodega, inauditas,
y cada cosa de por sí y todas juntas, admirable y únicas por su delicadeza y
primor. Y ahora, todo debía de continuar siendo igualmente perfecto y
maravilloso en su género; pero, no obstante, Edgard percibía en sus sonidos,
formas, sabores y olores tales deficiencias, tales desafinaciones, tales
faltas, mermas y pelillos, que en vez de recrearse, sufría horriblemente, y
venía a solicitar del doctor un remedio heroico, radical y eficaz: la
supresión de los fatales sentidos; el cierre de las puertas por donde entraba
en su espíritu la noción de lo incompleto, de lo mezquino y miserable del
humano existir...
Otro médico se hubiera negado; pero
ya sabéis que en estos países nuevos, jóvenes y caducos a la vez, pasan muy
extrañas cosas; y a cada cual se le considera árbitro de sí mismo y dueño de
su piel y de su persona, omnímodamente. Se presume, no obstante, que haría el
doctor las debidas objeoiones; y se sabe; que al cabo accedió. Con una cera
especial, adherentísima y, penetrante, cerró los ojos de Edgardo. Una poción
cuya receta procedía de los indios pieles rojas, que la usan para
insensibilizarse cuando les torturan, suprimió el tacto y abolió el olfato y
el gusto del millonario mozo. Tapones hábilmente colocados interceptaron los
ruidos y le produjeron completa sordera. Y así quedó Edgardo, a oscuras y en
silencio absoluto.
No podía el doctor ni preguntar a
su cliente si quería ser destaponado, vuelto a la vida sensual. ¿Cómo hacer
que entendiese la pregunta?
Pero el joven millonario,
paseándose apoyado en el brazo del médico por los jardines admirables de su
quinta, en los cuales los árboles eran; altos y, regios, los estanques
profundos, los cisnes bogadores y deslizadores, las cascadas rumorosas y
argentinas, los templetes de alabastro rancio, traído de Grecia y las flores
singulares, pálidas como rostros o rojas como labios, murmuraba:
-No me restablezca usted en el
uso de los sentidos, doctor... Ahora es cuando, sola y libre mi fantasía, me
finge la hermosura cabal y sin tacha, la sensibilidad inagotable, las formas
celestes y la música digna de los serafines... En mí encuentro lo que no había
podido darme el oro... Quiero que-darme así toda la vida. ¡Toda la vida!
Y, sentándose fatigado ya,
añadió:
-Toda la vida... de mi capricho.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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