En el mismo
lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se
conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.
A la extrañeza
iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio
dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio
llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día
tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de
encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el
pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de
paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los
dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.
Mientras tocaban
estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad,
creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos
color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras?
¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida,
infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?
-¿Por qué me lo
pregunta? -articuló ella súbitamente recelosa. ¡Hay tanto pillo capaz de
burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando
no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa
viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!
-¿El tío
Miñobre? ¿El zapatero? ¡Qué de medias suelas me echó a los zapatos siendo yo
chiquillo, mujer! ¿Y qué eres tú del tío Miñobre?
El mozo,
asombrado, se quedó pensativo. Su figura esbelta, bien plantada, lucía con el
traje de marinero, que le descubría el cuello robusto, atezado, hendido en la
nuca por enérgica expresión. Al fin castañeó los dedos triunfalmente.
Soltó la rapaza
el hacha de leñadora y juntando las manos en señal de admiración, exclamó
placentera:
-¡Vaya, hombre!
¡Conque Félise! ¡Tantos años que largaste de aquí! Y luego, ¿viéneste a quedar
en la aldea?
-A eso vengo.
Serví, cumplí, traigo unos pesos y hay salú. Mientras mi madre viviere, aquí me
ha de sostener la tierra.
-Por muchos
años... -deseó ella, bajando la vista, con el dulce mohín vergonzoso de las
vírgenes aldeanas.
-Y entonces,
ahora que nos conocemos, ¿cortamos la ramalla de una vez? Porque yo
falto de la aldea desde que era pequeño como un botón, y tengo ganas de armar
la lumbrarada, como en aquel tiempo, ¿oyes, mujer?
Cada uno de los
dos interlocutores rompió a esgrimir con ánimo el hacha. Había, en el
movimiento de cortas ramas y hasta pinos menudos, una especie de porfía de vigor
y de fanfarronada juvenil; tratábase de reunir pronto más leña, para avergonzar
al compañero. Era ese pugilato de fuerzas físicas entre el varón y la hembra,
que es uno de los atavismos de la raza, en la cual las hembras no han sido
vencidas por los hombres, ni en caletre ni en musculatura. Y aunque Camila
Moñobre tuviese poco de virago, y sintiese que el sudor brotaba de cada onda de
su pelo negro, alisado con agua e indómito ya, se daba prisa, incansable,
apilando madera verde, envuelta en el vaho de resina y cubierta por el
espesiallo de finas púas, que caía a cada golpe. Las mariposas forestales de
alas de terciopelo castaño huían despavoridas; los pájaros monteses se
disparaban revolando, alarmados ante aquel estropicio; una liebre salió por
pies de entre las uces. Félix sintió una compasión irónica.
-Deja, mujer,
que ya tienes ahí para dos fogueras. ¿De qué te vale tanto cortar? Luego no
puedes cargarlo a lomos.
Y, con
resolución furibunda, atropelladamente, la moza, desciñéndose una cuerda que
llevaba arrollada al talle, empezó a liar el haz. Otro tanto hizo Félix,
también provisto de soga. Después, galantemente, se ofreció a erguir y cargar
el haz de Camila: él ya se las arreglaría para echarse a cuestas el suyo. Y lo
hizo, apoyándose en el vallado, hinchándosele un poco las venas del cuello. Los
haces eran enormes; el ramaje barría el suelo y cubría a los portadores que, al
romper a andar trabajosamente, agobiados, parecían un matorral ambulante.
Avanzaban dando traspiés, cegados, y del fondo del matorral salía a veces una
risada, violenta por la fatiga y el esfuerzo.
Ninguno de los
dos, ni por el valor de una onza de oro, hubiese confesado que aquello pesaba
de más. Al resistir el peso significaban, con bizarra vanidad, ella: «Soy
hembra de labor, capaz de ayudar a mi hombre», y él «Aunque me ves de marinero,
sigo siendo un mozo de aldea, y lo que otro haga, a fe, hágolo yo». Y
continuaban, habiendo salido ya a la carretera vecinal, que ocupaban de cuneta
a cuneta, con el desbordamiento del fajo reventón. De pronto, el haz de Camila
pareció aplastarse en tierra: era que la rapaza se había caído de rodillas. No
podía Félix ayudarla... Se irguió como supo, y de entre las ramas tupidas brotó
una protesta.
Félix desvió con
el pie la piedra, y siguieron marchando, mudos, jadeantes. La tarde caía, y el
lucero tembloroso como una perla colgaba en pendentivo, titilaba en el cielo
pálido. En la revuelta, el crucero abría sus brazos de piedra ruda donde,
toscamente esculpido, moría el Redentor. El sol no quería acabar de ocultarse:
estaba quieto, rendido de tanto haber bailado al salir en la mañana mañanera
del señor San Juan. El crepúsculo era infinitamente largo y dulce. Los dos
mozos se habían detenido a la vez, soltando el haz y pasándose la mano por la
frente inundada, en que latían las arterias.
Emprendieron a
desliar el fajo, y él, echando de soslayo una ojeada a la rapaza sofocadísima,
propuso:
Sin más, autorizado,
juntó el marinero los dos haces en enorme pira y, restallando un fósforo, les
prendió fuego. Camila ayudaba, soplaba, activaba. Chasquearon las ramas, se
alzó humo denso, y el olor a manzanilla y saúco que venía del prado vecino
quedó ahogado entre el vaho a trementina del pino frescal... Félix, con
agilidad de marino, saltó la hoguera, alzando torbellinos de centellas menudas,
y al tomar vuelo fue a caer contra Camila, que reía otra vez y que le amparó.
Y como la
hoguera iba terminando -¡qué pronto arde tanta rama!- se miraron, y enganchados
del dedo meñique alejáronse lentamente del crucero, entre la apacible penumbra
del crepúsculo, que no terminaba nunca. Félix, a la oreja de Camila susurraba:
«El Liberal», 5 agosto, 1907.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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