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domingo, 2 de febrero de 2014

Lumbrarada

En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.
A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.
-Entonces, ¿viene por rama? -preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.
-¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?
-¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.
-¿Paseando con la macheta?
-Bueno, cada persona tiene su gusto...
Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?
-¿Tienes la casa muy lejos?
-¿Por qué me lo pregunta? -articuló ella súbitamente recelosa. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!
-Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.
-Ayudando Dios, bien lo carretaré hasta la era del tío Miñobre.
-¿El tío Miñobre? ¿El zapatero? ¡Qué de medias suelas me echó a los zapatos siendo yo chiquillo, mujer! ¿Y qué eres tú del tío Miñobre?
-Su hija, ¡vaya! ¿Qué había de ser?
El mozo, asombrado, se quedó pensativo. Su figura esbelta, bien plantada, lucía con el traje de marinero, que le descubría el cuello robusto, atezado, hendido en la nuca por enérgica expresión. Al fin castañeó los dedos triunfalmente.
-¡Camila! ¡Camila! ¿No te alcuerdas de mí?
Soltó la rapaza el hacha de leñadora y juntando las manos en señal de admiración, exclamó placentera:
-¡Félise! ¡Ya lo estaba cavilando: este, o es Félise o es el mismo demonio en su figura!
-¡Vaya, mujer! ¡Conque Camila!
-¡Vaya, hombre! ¡Conque Félise! ¡Tantos años que largaste de aquí! Y luego, ¿viéneste a quedar en la aldea?
-A eso vengo. Serví, cumplí, traigo unos pesos y hay salú. Mientras mi madre viviere, aquí me ha de sostener la tierra.
-Por muchos años... -deseó ella, bajando la vista, con el dulce mohín vergonzoso de las vírgenes aldeanas.
-Y entonces, ahora que nos conocemos, ¿cortamos la ramalla de una vez? Porque yo falto de la aldea desde que era pequeño como un botón, y tengo ganas de armar la lumbrarada, como en aquel tiempo, ¿oyes, mujer?
Cada uno de los dos interlocutores rompió a esgrimir con ánimo el hacha. Había, en el movimiento de cortas ramas y hasta pinos menudos, una especie de porfía de vigor y de fanfarronada juvenil; tratábase de reunir pronto más leña, para avergonzar al compañero. Era ese pugilato de fuerzas físicas entre el varón y la hembra, que es uno de los atavismos de la raza, en la cual las hembras no han sido vencidas por los hombres, ni en caletre ni en musculatura. Y aunque Camila Moñobre tuviese poco de virago, y sintiese que el sudor brotaba de cada onda de su pelo negro, alisado con agua e indómito ya, se daba prisa, incansable, apilando madera verde, envuelta en el vaho de resina y cubierta por el espesiallo de finas púas, que caía a cada golpe. Las mariposas forestales de alas de terciopelo castaño huían despavoridas; los pájaros monteses se disparaban revolando, alarmados ante aquel estropicio; una liebre salió por pies de entre las uces. Félix sintió una compasión irónica.
-Deja, mujer, que ya tienes ahí para dos fogueras. ¿De qué te vale tanto cortar? Luego no puedes cargarlo a lomos.
-Si puedo o no puedo, se verá... ¿Tú cortaste ya lo que te cumplía?
-Paréceme que sí
-Pues ¡hala!
Y, con resolución furibunda, atropelladamente, la moza, desciñéndose una cuerda que llevaba arrollada al talle, empezó a liar el haz. Otro tanto hizo Félix, también provisto de soga. Después, galantemente, se ofreció a erguir y cargar el haz de Camila: él ya se las arreglaría para echarse a cuestas el suyo. Y lo hizo, apoyándose en el vallado, hinchándosele un poco las venas del cuello. Los haces eran enormes; el ramaje barría el suelo y cubría a los portadores que, al romper a andar trabajosamente, agobiados, parecían un matorral ambulante. Avanzaban dando traspiés, cegados, y del fondo del matorral salía a veces una risada, violenta por la fatiga y el esfuerzo.
Ninguno de los dos, ni por el valor de una onza de oro, hubiese confesado que aquello pesaba de más. Al resistir el peso significaban, con bizarra vanidad, ella: «Soy hembra de labor, capaz de ayudar a mi hombre», y él «Aunque me ves de marinero, sigo siendo un mozo de aldea, y lo que otro haga, a fe, hágolo yo». Y continuaban, habiendo salido ya a la carretera vecinal, que ocupaban de cuneta a cuneta, con el desbordamiento del fajo reventón. De pronto, el haz de Camila pareció aplastarse en tierra: era que la rapaza se había caído de rodillas. No podía Félix ayudarla... Se irguió como supo, y de entre las ramas tupidas brotó una protesta.
-Fue que di contra un croyo... Velo ahí, ¿ves?
Félix desvió con el pie la piedra, y siguieron marchando, mudos, jadeantes. La tarde caía, y el lucero tembloroso como una perla colgaba en pendentivo, titilaba en el cielo pálido. En la revuelta, el crucero abría sus brazos de piedra ruda donde, toscamente esculpido, moría el Redentor. El sol no quería acabar de ocultarse: estaba quieto, rendido de tanto haber bailado al salir en la mañana mañanera del señor San Juan. El crepúsculo era infinitamente largo y dulce. Los dos mozos se habían detenido a la vez, soltando el haz y pasándose la mano por la frente inundada, en que latían las arterias.
-¿Aquí? -murmuró él, transigiendo.
-Bueno, aquí... -contestó ella, hipócrita, como quien se deja obligar.
Emprendieron a desliar el fajo, y él, echando de soslayo una ojeada a la rapaza sofocadísima, propuso:
-¿Armamos dos lumbraradas..., o una sola, Camiliña de azúcar?
-Según sea tu gusto, Félise.
Sin más, autorizado, juntó el marinero los dos haces en enorme pira y, restallando un fósforo, les prendió fuego. Camila ayudaba, soplaba, activaba. Chasquearon las ramas, se alzó humo denso, y el olor a manzanilla y saúco que venía del prado vecino quedó ahogado entre el vaho a trementina del pino frescal... Félix, con agilidad de marino, saltó la hoguera, alzando torbellinos de centellas menudas, y al tomar vuelo fue a caer contra Camila, que reía otra vez y que le amparó.
Y como la hoguera iba terminando -¡qué pronto arde tanta rama!- se miraron, y enganchados del dedo meñique alejáronse lentamente del crucero, entre la apacible penumbra del crepúsculo, que no terminaba nunca. Félix, a la oreja de Camila susurraba:
-Buena lumbrarada la que hemos armado, mujer.

«El Liberal», 5 agosto, 1907.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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