Las aguas cargadas y espumosas del
Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde San Ignacio al ingenio San
Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en el canal, y nueve al
caer del lomo de las restingas.
Desde abril yo estaba a la espera
de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa por el Paraná, exhausto de agua,
habían concluido por fastidiar al griego. Es éste un viejo marinero de la
Marina de guerra inglesa, que probablemente había sido antes pirata en el
Egeo, su patria, y que con más certidumbre había sido antes contrabandista de
caña en San Ignacio, desde quince años atrás. Era, pues, mi maestro de río.
-Está bien -me dijo al ver el río
grueso. Usted puede pasar ahora por un medio, medio regular marinero. Pero le
falta una cosa, y es saber lo que es el Paraná cuando está bien crecido. ¿Ve
esa piedraza -me señaló- sobre la corredera` del Greco? Pues bien; cuando el
agua llegue hasta allí y no se vea una piedra de la restinga, váyase entonces
a abrir la boca ante el Teyucuaré por los cuatro lados, y cuando vuelva podrá
decir que sus puños sirven para algo. Lleve otro remo también, porque con
seguridad va a romper uno o dos. Y traiga de su casa una de sus mil latas de
kerosene, bien tapada con cera. Y así y todo es posible que se ahogue.
Con un remo de más, en
consecuencia, me dejé tranquilamente llevar hasta el Teyucuaré.
La mitad, por lo menos, de los
troncos, pajas podridas, espumas y animales muertos, que bajan con una gran
crecida, quedan en esa profunda ensenada. Espesan el agua, cobran aspecto de
tierra firme, remontan lentamente la costa, deslizándose contra ella como si
fueran una porción desintegrada de la playa, porque ese inmenso remanso es un
verdadero mar de sargazos. Poco a poco, aumentando la elipse de traslación, los
troncos son cogidos por la corriente y bajan por fin velozmente girando sobre
sí mismos, para cruzar dando tumbos frente a la restinga final del Teyucuaré,
erguida hasta ochenta metros de altura.
Estos acantilados de piedra cortan
perpendicularmente el río, avanzan en él hasta reducir su cauce a la tercera
parte. El Paraná entero tropieza con ellos, busca salida, formando una serie de
rápidos casi insalvables aun con aguas bajas, por poco que el remero no esté
alerta. Y tampoco hay manera de evitarlos, porque la corriente central del río
se precipita por la angostura formada, abriéndose desde la restinga en una
curva tumultuosa que rasa el remanso inferior y se delimita de él por una larga
fila de espumas fijas.
A mi vez me dejé coger por la corriente. Pasé
como una exhalación sobre los mismos rápidos y caí en las aguas agitadas del
canal, que me arrastraron de popa y de proa, debiendo tener mucho juicio con
los remos que apoyaba alternativamente en el agua para restablecer el
equilibrio, en razón de que mi canoa medía sesenta centímetros de ancho, pesaba
treinta kilos y tenía tan sólo dos milímetros de espesor en toda su obra; de
modo que un firme golpe de dedo podía perjudicarla seriamente. Pero de sus inconvenientes
derivaba una velocidad fantástica, que me permitía forzar el río de sur a norte
y de oeste a este, siempre, claro está, que no olvidara un instante la
inestabilidad del aparato.
En fin, siempre a la deriva,
mezclado con palos y semillas, que parecían tan inmóviles como yo, aunque
bajábamos velozmente sobre el agua lisa, pasé frente a la isla del Toro, dejé
atrás la boca del Yabebirí, el puerto de Santa Ana, y llegué al ingenio, de
donde regresé en seguida, pues deseaba volver a San Ignacio en la misma tarde.
Pero en Santa Ana me detuve,
titubeando. El griego tenía razón: una cosa es el Paraná bajo o normal, y otra
muy distinta con las aguas hinchadas. Aun con mi canoa, los rápidos salvados
al remontar el río me habían preocupado, no por el esfuerzo para vencerlos,
sino por la posibilidad de volcar. Toda restinga, sabido es, ocasiona un rápido
y un remanso adyacente; y el peligro está en esto precisamente: en salir de un
agua muerta, para chocar, a veces en ángulo recto, contra una correntada que
pasa como un infierno. Si la embarcación es estable, nada hay que temer; pero
con la mía nada más fácil que ir a sondar el rápido cabeza abajo, por poco que
la luz me faltara. Y como la noche caía ya, me disponía a sacar la canoa a
tierra y esperar el día siguiente, cuando vi a un hombre y una mujer que
bajaban lá barranca y se aproximaban.
Parecían marido y mujer;
extranjeros, a ojos vistas, aunque familiarizados con la ropa del país. El
traía la camisa arremangada hasta el codo, pero no se notaba en los pliegues
del remango la menor mancha de trabajo. Ella llevaba un delantal enterizo y un
cinturón de hule que la ceñía muy bien. Pulcros burgueses, en suma, pues de
tales era el aire de satisfacción y bienestar, asegurados a expensas del
trabajo de cualquier otro.
Ambos, tras un familiar saludo,
examinaron con gran curiosidad la canoa de juguete, y después examinaron el
río.
-El señor hace muy bien en quedarse
-dijo él- Con el río así, no se anda de noche.
Ella ajustó su cintura.
-A veces -sonrió coqueteando.
¡Es claro! -replicó él-. Esto no
reza con nosotros... Lo digo por el señor.
Y a mí:
-Si el señor se piensa quedar, le
podemos ofrecer buena comodidad. Hace dos años que tenemos un negocio; poca
cosa, pero uno hace lo que puede... ¿Verdad, señor?
Asentí de buen grado, yendo con
ellos hasta el boliche aludido, pues no de otra cosa se trataba. Cené, sin
embargo, mucho mejor que en mi propia casa, atendido con una porción de
detalles de confort, que parecían un sueño en aquel lugar. Eran unos excelentes
tipos mis burgueses, alegres y limpios, porque nada hacían.
Después de un excelente café, me
acompañaron a la playa, donde interné aún más mi canoa, dado que el Paraná,
cuando las aguas llegan rojas y cribadas de remolinos, sube dos metros en una
noche. Ambos consideraron de nuevo la invisible masa del río.
-Hace muy bien en quedarse, señor
-repitió el hombre. El Teyucuaré no se puede pasar así como así de noche,
como está ahora. No hay nadie que sea capaz de pasarlo... con excepción de mi
mujer.
Yo me volví bruscamente a ella, que
conqueteó de nuevo con el cinturón.
-Usted ha pasado el Teyucuaré de
noche? -le pregunté.
Oh, sí señor!... Pero una sola
vez... y sin ningún deseo de hacerlo. Entonces éramos un par de locos.
-¿Pero el río...? -insistí.
¿El río? -cortó él- Estaba hecho un
loco, también. ¿El señor conoce los arrecifes de la isla del Toro, no? Ahora
están descubiertos por la
mitad. Entonces no se veía nada... Todo era agua, y el agua
pasaba por encima bramando, y la oíamos de aquí. ¡Aquél era otro tiempo, señor!
Y aquí tiene un recuerdo de aquel tiempo... ¿El señor quiere encender un
fósforo?
El hombre se levantó el pantalón
hasta la corva, y en la parte interna de la pantorrilla vi una profunda
cicatriz, cruzada como un mapa de costurones duros y plateados.
¿Vio, señor? Es un recuerdo de
aquella noche. Una raya... y no muy, grande, tampoco...
Entonces recordé una historia,
vagamente entreoída, de una mujer
que había remado un día y una noche
enteros, llevando a su marido moribundo. ¿Y era ésa la mujer, aquella
burguesita arrobada de éxito y de pulcritud?
-Sí, señor, era yo -se echó a reír,
ante mi asombro, que no Necesitaba palabras-. Pero ahora me moriría cien veces
antes que intentarlo siquiera. Eran otros tiempos; ¡eso ya pasó!
-¡Para siempre! -apoyó él-. Cuando
me acuerdo... ¡Estábamos locos, señor! Los desengaños, la miseria si no nos
movíamos... ¡Eran otros tiempos, sí!
¡Ya lo creo! Eran otros los
tiempos, si habían hecho eso. Pero no quería dormirme sin conocer algún
pormenor; y allí, en la oscuridad y ante el mismo río del cual no veíamos a
nuestros pies sino la orilla tibia, pero que sentíamos subir y subir hasta la
otra costa, me di cuenta de lo que había sido aquella epopeya nocturna.
Engañados respecto de los recursos
del país, habiendo agotado en yerros de colono recién llegado el escaso
capital que trajeran, el matrimonio se encontró un día al extremo de sus
recursos. Pero como eran animosos, emplearon los últimos pesos en una chalana
inservible, cuyas cuadernas recompusieron con infinita fatiga, y con ella
emprendieron un tráfico ribereño, comprando a los pobladores diseminados en la
costa, miel, naranjas, tacuaras, pajas -todo en pequeña escala-, que iban a
vender a la playa de Posadas, malbaratando casi siempre su mercancía, pues ignorantes
al principio del pulso del mercado, llevaban litros de miel de caña cuando
habían llegado barriles de ella el día anterior, y naranjas, cuando la costa
amarilleaba.
Vida muy dura y fracasos diarios,
que alejaban de su espíritu toda otra preocupación que no fuera llegar de
madrugada a Posadas y remontar en seguida el Paraná a fuerza de puño. La mujer
acompañaba siempre al marido, y remaba con él.
En uno de los tantos días de
tráfico, llegó un 23 de diciembre, y la mujer dijo:
-Podríamos llevar a Posadas el
tabaco que tenemos, y las bananas de Francés-cué . De vuelta traeremos tortas
de Navidad y velitas de color. Pasado mañana es Navidad, y las venderemos muy
bien en los boliches.
A lo que el hombre contestó:
-En Santa Ana no venderemos muchas;
pero en San Ignacio podremos vender el resto.
Con lo cual descendieron la misma
tarde hasta Posadas; para remontar a la madrugada siguiente, de noche aún.
Ahora bien; el Paraná estaba
hinchado con sucias aguas de crecientes que se alzaban por minutos. Y cuando
las lluvias tropicales se han descargado simultáneamente en toda la cuenca
superior, se borran los largos remansos, que son los más fieles amigos del
remero. En todas partes el agua se desliza hacia abajo, todo el inmenso volumen
del río es una huyente masa líquida que corre en una sola pieza. Y si a la
distancia el río aparece en el canal terso y estirado en rayas luminosas, de
cerca, sobre él mismo, se ve el agua revuelta en pesado moaré de remolinos.
El matrimonio, sin embargo, no
titubeó un instante en remontar tal río en un trayecto de sesenta kilómetros,
sin otro aliciente que el de ganar unos cuantos pesos. El amor nativo al
centavo que ya llevaban en sus entrañas se había exasperado ante la miseria
entrevista, y aunque estuvieran ya próximos a su sueño dorado -que habían de
realizar después-, en aquellos momentos hubieran afrontado el Amazonas entero,
ante la perspectiva de aumentar en cinco pesos sus ahorros.
Emprendieron, pues, el viaje de
regreso, la mujer en los remos y el hombre a la pala en popa. Subían apenas,
aunque ponían en ello su esfuerzo sostenido, que debían duplicar cada veinte
minutos en las restingas, donde los remos de la mujer adquirían una velocidad
desesperada, y el hombre se doblaba en dos con lento y profundo esfuerzo sobre
su pala hundida un metro en el agua.
Pasaron así diez, quince horas,
todas iguales. Lamiendo el bosque o las pajas del litoral, la canoa remontaba
imperceptiblemente la inmensa y luciente avenida de agua, en la cual la
diminuta embarcación, rasando la costa, parecía bien pobre cosa.
El matrimonio estaba en perfecto
tren, y no eran remeros a quienes catorce o dieciséis horas de remo podían
abatir. Pero cuando ya a la vista de Santa Ana se disponían a atracar para
pasar la noche, al pisar el barro el hombre lanzó un juramento y saltó a la
canoa: más arriba del talón, sobre el tendón de Aquiles, un agujero negruzco,
de bordes lívidos y ya abultados, denunciaba el aguijón de la raya.
La mujer sofocó un grito.
-¿Qué...? ¿Una raya?
El hombre se había cogido el pie
entre las manos y lo apretaba con fuerza convulsiva.
-Sí...
-¿Te duele mucho? -agregó ella, al
ver su gesto. Y él, con los dientes apretados:
-De un modo bárbaro...
En esa áspera lucha que había
endurecido sus manos y sus semblantes, habían eliminado de su conversación
cuanto no propendiera a sostener su energía. Ambos buscaron vertiginosamente un
remedio. ¿Qué? No recordaba nada. La mujer de pronto recordó: aplicaciones de
ají macho, quemado.
-¡Pronto, Andrés! -exclamó
recogiendo los remos-. Acuéstate en popa: voy a remar hasta Santa Ana.
Y mientras el hombre, con la mano
siempre aferrada al tobillo, se tendía en popa, la mujer comenzó a remar.
Durante tres horas remó en
silencio, concentrando su sombría angustia en un mutismo desesperado, aboliendo
de su mente cuanto pudiera restarle fuerzas. En popa, el hombre devoraba a su
vez su tortura, pues nada hay comparable al atroz dolor que ocasiona la
picadura de una raya, sin excluir el raspaje de un hueso tuberculoso. Sólo de
vez en cuando dejaba escapar un suspiro que a despecho suyo se arrastraba al
final en bramido. Pero ella no lo oía o no quería oírlo, sin otra señal de
vida que las miradas atrás para apreciar la distancia que faltaba aún.
Llegaron por fin a Santa Ana;
ninguno de los pobladores de la costa tenía ají macho. ¿Qué hacer? Ni soñar
siquiera en ir hasta el pueblo. En su ansiedad la mujer recordó de pronto que
en el fondo del Teyucuaré, al pie del bananal de Blosset y sobre el agua misma,
vivía desde meses atrás un naturalista alemán de origen, pero al servicio del
Museo de París. Recordaba también que había curado a dos vecinos de mordeduras
de víbora, y era, por tanto, más que probable que pudiera curar a su marido.
Reanudó, pues, la marcha, y tuvo
lugar entonces la lucha más vigorosa que pueda entablar un pobre ser humano
-¡una mujer!- contra la voluntad implacable de la Naturaleza.
Todo: el río creciendo y el
espejismo nocturno que volcaba el bosque litoral sobre la canoa, cuando en
realidad ésta trabajaba en plena corriente a diez brazas; la extenuación de la
mujer y sus manos, que mojaban el puño del remo de sangre y agua serosa; todo:
río, noche y miseria la empujaban hacia atrás.
Hasta la boca del Yabebirí pudo aún
ahorrar alguna fuerza; pero en la interminable cancha desde el Yabebirí hasta
los primeros cantiles del Teyucuaré, no tuvo un instante de tregua, porque el
agua corría por entre las pajas como en el canal, y cada tres golpes de remo
levantaban camalotes en vez de agua; los cuales cruzaban sobre la proa sus tallos
nudosos y seguían a la rastra, por lo cual la mujer debía ir a arrancarlos
bajo el agua. Y cuando tornaba a caer en el banco, su cuerpo, desde los pies a
las manos, pasando por la cintura y los brazos era un único y prolongado
sufrimiento.
Por fin, al norte, el cielo
nocturno se entenebrecía ya hasta el cenit por los cerros del Teyucuaré, cuando
el hombre, que desde hacía un rato había abandonado su tobillo para asirse con
las dos manos a la borda, dejó escapar un grito.
La mujer se detuvo. -¿Te duele
mucho?
-Sí... -respondió él, sorprendido a
su vez y jadeando-. Pero no quise gritar. Se me escapó.
Y agregó más bajo, como si temiera
sollozar si alzaba la voz:
-No lo voy a hacer más...
Sabía muy bien lo que era en
aquellas circunstancias y ante su pobre mujer realizando lo imposible, perder
el ánimo. El grito se le había escapado, sin duda, por más que allá abajo, en
el pie y el tobillo, el atroz dolor se exasperaba en punzadas fulgurantes que
lo enloquecían.
Pero ya habían caído bajo la sombra
del primer acantilado, rasando y golpeando con el remo de babor la dura mole
que ascendía a pico hasta cien metros. Desde allí hasta la restinga sur del
Teyucuaré el agua está muerta y hay remanso a trechos. Inmenso desahogo del que
la mujer no pudo disfrutar, porque de popa se había alzado otro grito. La
mujer no volvió la vista. Pero el herido, empapado en sudor frío y temblando
hasta los mismos dedos adheridos al listón de la borda, no tenía ya fuerza para
contenerse, y lanzaba un nuevo grito.
Durante largo rato el marido
conservó un resto de energía, de valor, de conmiseración por aquella otra
miseria humana, a la que robaba de ese modo sus últimas fuerzas, y sus lamentos
rompían de largo en largo. Pero al fin toda su resistencia quedó deshecha en
una papilla de nervios destrozados, y desvariado de tortura, sin darse él
mismo cuenta, con la boca entreabierta para no perder tiempo, sus gritos se
repitieron a intervalos regulares y acompasados en un ¡ay! de supremo
sufrimiento.
La mujer, entretanto, el cuello
doblado, no apartaba los ojos de la costa para conservar la distancia. No
pensaba, no oía, no sentía: remaba. Sólo cuando un grito más alto, un verdadero
clamor de tortura rompía la noche, las manos de la mujer se desprendían a
medias del remo.
Hasta que por fin soltó los remos y
echó los brazos sobre la borda.
-No grites... -murmuró.
-¡No puedo! -clamó él-. Es
demasiado sufrimiento. Ella sollozaba:
-¡Ya sé...! ¡Comprendo...! Pero no
grites... ¡No puedo remar!
-Comprendo también... ¡Pero no
puedo! ¡Ay...!
Y enloquecido de dolor y cada vez
más alto:
-¡No puedo! ¡No puedo! ¡No puedo!
La mujer quedó largo rato aplastada
sobre los brazos, inmóvil, muerta. Al fin se incorporó y reanudó muda la
marcha.
Lo que la mujer realizó entonces,
esa misma mujercita que llevaba ya dieciocho horas de remo en las manos, y que
en el fondo de la canoa llevaba a su marido moribundo, es una de esas cosas que
no se tornan a hacer en la
vida. Tuvo que afrontar en las tinieblas el rápido sur del Teyucuaré,
que la lanzó diez veces a los remolinos del canal. Intentó otras
diez veces sujetarse al peñón para
doblarlo con la canoa a la rastra, y fracasó. Tornó al rápido, que logró por
fin incidir con el ángulo debido, y ya en él se mantuvo sobre su lomo treinta y
cinco minutos remando vertiginosamente para no derivar. Remó todo ese tiempo
con los ojos escocidos por el sudor que la cegaba, y sin poder soltar un solo
instante los remos. Durante esos treinta y cinco minutos tuvo a la vista, a
tres metros, el peñón que no podía doblar, ganando apenas centímetros cada cinco
minutos, y con la desesperante sensación de batir el aire con los remos, pues
el agua huía velozmente.
Con qué fuerzas, que estaban
agotadas; con qué increíble tensión de sus últimos nervios vitales pudo
sostener aquella lucha de pesadilla, ella menos que nadie podría decirlo. Y
sobre todo si se piensa que por único estimulante, la lamentable mujercita no
tuvo más que el acompasado alarido de su marido en popa.
El resto del viaje -dos rápidos más
en el fondo del golfo y uno final al costear el último cerro, pero sumamente
largo- no requirió un esfuerzo superior a aquél. Pero cuando la canoa embicó
por fin sobre la arcilla del puerto de Blosset, y la mujer pretendió bajar para
asegurar la embarcación, se encontró de repente sin brazos, sin piernas y sin
cabeza -nada sentía de sí misma, sino el cerro que se volcaba sobre ella; y
cayó desmayada.
-¡Así fue, señor! Estuve dos meses
en cama, y ya vio cómo me quedó la pierna. ¡Pero el dolor, señor! Si no es por
ésta, no hubiera podido contarle el cuento, señor -concluyó poniéndole la mano
en el hombro a su mujer.
La mujercita dejó hacer, riendo.
Ambos sonreían, por lo demás, tranquilos, limpios y establecidos por fin con
un boliche lucrativo, que había sido su ideal.
Y mientras quedábamos de nuevo
mirando el río oscuro y tibio que pasaba creciendo, me pregunté qué cantidad de
ideal hay en la entraña misma de la acción, cuando prescinde en un todo del
móvil que la ha encendido, pues allí, tal cual, desconocido de ellos mismos,
estaba el heroísmo a la espalda de los míseros comerciantes.
1.044. Quiroga (Horacio)
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