El 20 de marzo de este año,
los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron a un hombre rabioso
que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un peón
que cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como
una fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y
aullando de un modo horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.
Marzo 9.
Hoy hace treinta y nueve días,
hora por hora, que el perro rabioso entró de noche en nuestro cuarto. Si un
recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el de las dos horas que siguieron a
aquel momento.
La casa no tenía puertas sino
en la pieza que habitaba mamá, pues como había dado desde el principio en tener
miedo, no hice otra cosa, en los primeros días de urgente instalación, que
aserrar tablas para las puertas y ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a la
espera de mayor desahogo de trabajo, mi mujer se había contentado -verdad que
bajo un poco de presión por mi parte-con magníficas puertas de arpillera. Como
estábamos en verano, este detalle de riguroso ornamento no dañaba nuestra salud
ni nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la que da al corredor central,
fue por donde entró y me mordió el perro rabioso.
Yo no sé si el alarido de un
epiléptico da a los demás la sensación de clamor bestial y fuera de toda
humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido de un perro
rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará en todos
la misma fúnebre angustia. Es un grito corto, estrangulado, de agonía, como si
el animal boqueara ya, y todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un
animal rabioso.
Era un perro negro, grande,
con las orejas cortadas. Y para mayor contrariedad, desde que llegáramos no
había hecho más que llover. El monte cerrado por el agua, las tardes rápidas y
tristísimas; apenas salíamos de casa, mientras la desolación del campo, en un
temporal sin tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.
Con esto, los perros
rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa había andado uno la noche
anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches antes, un perro barcino había
aullado feo en el monte. Había muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos mayor
importancia al asunto, pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente
desamparada nuestra casa a medio hacer. A cada momento salía al corredor para
mirar el camino.
Sin embargo, cuando nuestro
chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó aquello. Había explotado una
fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de perseguir a un perro
en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un machetazo en la
oreja, y el animal, al trote, el hocico en tierra y el rabo entre las patas
delanteras, había cruzado por nuestro camino, mordiendo a un potrillo y a un
chancho que halló en el trayecto.
Más noticias aún. En la
chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada, otro perro había tratado
inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un inmenso perro flaco había
corrido a un muchacho a caballo, por la picada del puerto viejo. Todavía de
tarde se sentía dentro del monte el aullido agónico del perro. Como dato final,
a las nueve llegaron al galope dos agentes a darnos la filiación de los perros
rabiosos vistos, y a recomendarnos sumo cuidado.
Había de sobra para que mamá
perdiera el resto de valor que le quedaba. Aunque de una serenidad a toda
prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta cosa horrible que
presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente
encapotado y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que
entraban al trote por la portera.
Había un motivo real para
este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene muchos más
perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas por
perros hambrientos, a que los peligros del oficio -un tiro o una mala pedrada-han
dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos
flojos. No se siente jamás su marcha. Roban -si la palabra tiene sentido aquí-cuanto
le exige su atroz hambre. Al menor rumor, no huyen porque esto haría ruido,
sino se alejan al paso, doblando las patas. Al llegar al pasto se agazapan, y esperan
así tranquilamente media o una hora, para avanzar de nuevo.
De aquí la ansiedad de mamá,
pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas, estábamos desde luego
amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían el camino
nocturno.
En efecto, esa misma tarde,
mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio hacia la portera, oí su
grito:
-¡Federico! ¡Un perro
rabioso!
Un perro barcino, con el lomo
arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme llegar se detuvo, erizando
el lomo. Retrocedí sin volver el cuerpo para ir a buscar la escopeta, pero el
animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.
Pasaron dos días. El campo
continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número de perros rabiosos
aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible tropiezo en los
caminos infestados, la escuela se cerró; y la carretera, ya sin tráfico,
privada de este modo de la bulla escolar que animaba su soledad a las siete y a
las doce, adquirió lúgubre silencio.
Mamá no se atrevía a dar un
paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada hacia la portera, y
apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes.
Concluida la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético
aullido.
Hasta que la tercera noche me
desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído un grito, pero no
podía precisar la
sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido corto,
metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.
-¡Federico! -oí la voz
traspasada de emoción de mamá -¿sentiste?
-Sí -respondí, deslizándome
de la cama. Pero
ella oyó el ruido.
-¡Por Dios, es un perro
rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡Dile a tu marido que no
salga! -clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.
Otro aullido explotó, esta
vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima
lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que
haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora.
Subía tras él la voz desesperada de mamá.
-¡Federico! ¡Va a entrar en
tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡Dile a tu marido!...
-¡Federico! -se cogió mi
mujer a mi brazo.
Pero la situación podía
tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo la
lámpara descolgué la
escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi
más que el negro triángulo de la profunda niebla de afuera. Tuve apenas tiempo
de avanzar una pierna, cuando sentía que alga firma y tibio me rozaba el muslo:
el perro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la
cabeza de un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló,
en un claro golpe de dientes. Pero un instante después sentía un dolor agudo.
Ni mi mujer ni mi madre se
dieron cuenta de que me había mordido.
-¡Federico! ¿Qué fue eso?-gritó
mamá que había oído mi detención ante la dentellada al aire.
-Nada: quería entrar.
-¡Oh!...
De nuevo, y esta vez detrás
del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.
-¡Federico! ¡Está rabioso!
¡No salgas! -clamó enloquecida, sintiendo al animal tras la pared de madera, a
un metro de ella.
Hay cosas absurdas que tienen
toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí afuera con la lámpara en
una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar a una rata
aterrorizada, que me daba perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y
matarla en el extremo de un horcón.
Recorrí los corredores. No se
oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la tremenda angustia de
mamá y mi mujer que esperaban el estampido.
El perro se había ido.
-¡Federico! exclamó mamá al
sentirme volver por fin. ¿Se fue el perro?
-Creo que sí; no lo veo. Me
parece haber oído un trote cuando salí.
-Sí, yo también sentí...
Federico: ¿no estará en tu cuarto?... ¡No tiene puerta, mi Dios! ¡Quédate
adentro! ¡Puede volver!
En efecto, podía volver. Eran
las dos y veinte de la
mañana. Y juro que fueron fuertes las dos horas que pasamos
mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció, ella acostada, yo
sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.
Antes me había curado. La
mordedura era nítida: dos agujeros violetas, que oprimí con todas mis fuerzas,
y lavé con permanganato.
Yo creía muy restrictivamente
en la rabia del animal. Desde el día anterior se había empezado a envenenar
perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en pro de la estricnina. Quedaban
el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a lo
primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con la herida.
Llegó por fin el día. A las
ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un tiro de revólver al
perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida lo supimos,
teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y mi mujer
para no bajar a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido
bien oprimida, y lavada con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los
cinco minutos de la mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa corrección
higiénica? En casa concluyeron por tranquilizarse, y como la epidemia -provocada
por una crisis de llover sin tregua como jamás se viera aquí había cesado casi
de golpe, la vida recobró su línea habitual.
Pero no por ello mamá y mi
mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo. Los clásicos
cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con treinta y
nueve transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana
para echar de su espíritu, en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que
guarda de aquella noche.
El único fastidio acaso que
para mí ha tenido esto, es recordar, punto por punto, lo que ha pasado. Confío
en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia que mantiene
fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi
expresión el primer indicio de enfermedad.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
Marzo 10.
¡Por fin! Espero que de aquí
en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no tiene suspendida sobre
su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos cuarenta días, y la
ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí
pasaron también para siempre.
Mi mujer y mi madre han
festejado el fausto acontecimiento de un modo particular: contándome, punto por
punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El más
insignificante desgano mío las sumía en mortal angustia: ¡Es la rabia que
comienza! -gemían. Si alguna mañana me levanté tarde, durante horas no vivieron,
esperando otro síntoma. La fastidiosa infección en un dedo que me tuvo tres
días febril e impaciente, fue para ellas una absoluta prueba de la rabia que
comenzaba, de donde su consternación, más angustiosa por furtiva.
Y así, el menor cambio de
humor, el más leve abatimiento, provocáronles, durante cuarenta días, otras
tantas horas de inquietud.
No obstante esas confesiones
retrospectivas, desagradables siempre para el que ha vivido engañado, aun con
la más arcangélica buena voluntad, con todo me he reído buenamente.
-¡Ah, mi
hijo! ¡No puedes figurarte lo horrible que es para una madre el pensamiento de
que su hijo pueda estar rabioso! Cualquier otra cosa... ¡pero rabioso, rabioso!
...
Mi mujer, aunque más sensata,
ha divagado también bastante más de lo que confiesa. ¡Pero ya se acabó, por
suerte! Esta situación de mártir, de bebé vigilado segundo a segundo contra tal
disparatada amenaza de muerte, no es seductora, a pesar de todo. ¡Por fin, de
nuevo! Viviremos en paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca con dolor de
cabeza, para resurrección de las locuras.
Hubiera querido estar
absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya más, creo, posibilidad de
que esto concluya. Miradas de soslayo todo el día, cuchicheos incesantes, que
cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión
cuando estamos en la mesa, todo esto se va haciendo intolerable. -¡Pero qué
tienen, por favor! -acabo de decirles. -¿Me hallan algo anormal, no estoy
exactamente como siempre? ¡Ya es un poco cansadora esta historia del perro
rabioso!
-¡Pero Federico! -me han respondido, mirándome con sorpresa. ¡Si no te
decimos nada, ni nos hemos acordado de eso!
¡Y no hacen, sin embargo,
otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y noche, a ver si la estúpida rabia
de su perro se ha infiltrado en mí!
Marzo 18.
Hace tres días que vivo como debería y desearía
hacerlo toda la vida. ¡Me han dejado en paz, por fin, por fin, por fin!
Marzo 19.
¡Otra vez! ¡Otra vez han
comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima, como si sucediera lo que parecen
desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible tanta estupidez en dos personas
sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan precipitadamente en voz alta de mí;
pero, no sé por qué, no puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan de
golpe, y apenas me alejo un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he
podido contenerme y me he vuelto con rabia:
-¡Pero hablen, hablen delante, que
es menos cobarde!
No he querido oír lo que han
dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!
8 p.m.
¡Quieren irse! ¡Quieren que
nos vayamos!
¡Ah, yo sé por qué quieren
dejarme!...
Marzo 20. - (6 a .m.).
¡Aullidos, aullidos! ¡Toda la noche no he oído más
que aullidos! ¡He pasado toda la noche despertándome a cada momento! ¡Perros,
nada más que perros ha habido anoche alrededor de case! ¡Y mi mujer y mi madre
han fingido el más plácido sueño, para que yo solo absorbiera por los ojos los
aullidos de todos los perros que me miraban!...
¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras!
¡Al lavarme había tres enroscadas en la palangana! ¡En el forro del saco había
muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras cosas! ¡Mi mujer me ha llenado la casa de
víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que me persiguen! ¡Ahora comprendo
por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora
comprendo todo! ¡Quería irse por eso!
¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un
paso! ¡No, no!... Socorro! ...
¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han
asesinado!... ¡Ah, la escopeta!... ¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero
no importa...
¡Qué grito ha dado! Le
erré... ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!... ¡Ay! ¡¡Socorro,
socorro!!
¡Todos me quieren matar! ¡Las
han mandado contra mí, todas! ¡El monte está lleno de arañas! ¡Me han seguido desde casa!...
Ahí viene otro asesino... ¡Las trae en la mano!
¡Viene echando víboras en el suelo! ¡Viene sacando víboras de la boca y las
echa en el suelo contra mí! ¡Ah! pero ése no vivirá mucho... ¡Le pegué! ¡Murió
con todas las víboras!... ¡Las
arañas! ¡Ay! ¡¡Socorro!!
¡Ahí vienen, vienen todos!... ¡Me buscan, me
buscan!... ¡Han lanzado contra mí un millón de víboras! ¡Todos las ponen en el
suelo! ¡Y yo no tango más cartuchos!... ¡Me han visto!... Uno me está apuntando...
Cuento de la selva
1.044. Quiroga (Horacio)
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