(Revolución del sur: 1839)
I
En una estancia situada entre los pueblos de Chascomús
y Dolores, se hallaban, una noche de Octubre de 1839, diez o doce hombres,
estancieros del Sur y algunos militares, sentados alrededor de una mesa
cubierta de planos, mapas y otros diversos papeles. Hablaban en voz baja, como
temerosos de que los oyeran de afuera.
-Ya que estamos todos reunidos -dijo el
comandante don Manuel Rico, infórmenos, señor Martínez Castro, de las
noticias que ha recibido.
El señor Martínez Castro, dueño de casa, sacó del
bolsillo una cantidad de papeles y hojeándolos separó una carta de la que dio
lectura. Era del general don Juan Lavalle, y en ella manifestaba su constante
disposición de desem-barcar la Legión Libertadora en el puerto del Tuyú para
auxiliar a los que en el Sur de Buenos Aires organizaban la revolución contra
el tirano Juan Manuel de Rosas.
-Según esto -observó el comandante Rico -podremos
esperar al general de aquí a un mes.
-Eso nos da tiempo -añadió un señor Ezeiza- para
terminar nuestros preparativos. El pueblo de la campaña está dispuesto y
podremos, en el momento dado, contar con tres mil hombres por lo menos, bien
armados y montados. Falta reunirlos y organizarlos, y eso se está haciendo
activa-mente.
-Tengo aquí una lista de los recursos disponibles
-dijo el coronel Cramer, oficial que había estado a las órdenes de San Martín
en el Ejército de los Andes.
-Oigamos -exclamó el comandante.
-Tenemos -continuó Grame, consultando la lista-
toda la peonada de las estancias de Dolores, Chascomús y Monsalvo, que no baja
de 1.500 hombres. El señor Castelli ha puesto a nuestra disposición su
fortuna. El juez de paz de Dolores, que es de los nuestros, ofrece cien
fusiles. El señor Burgos, de Monsalvo, ha donado 5.000 pesos. Y no debemos
olvidar ál joven Luis Aguirre...
Al pronunciar este nombre, pasó por los ojos
graves del coronel una expresión cariñosa.
-Sí, -dijo el mayor Castelli, hijo del prócer de
la independencia, -ese joven nos es indispensable: entre la gente de la campaña
su influencia es inmensa.
-Ahora que el coronel ha leído la lista y yo la
carta del general -observó Martínez Castro, -comuníquenos usted, señor
comandante, lo que sepa del Azul.
-Traigo muy buenas noticias -contestó Rico.
-He
hablado con varios oficiales del regimiento de caballería y me han prometido
sublevar sus soldados. Eso nos asegura tina fuerza considerable y al mismo
tiempo nos libra de un gran peligro, pues de otra manera tendríamos en contra y
muy cerca de nosotros un regimiento entero de soldados veteranos.
-En verdad -dijo el dueño de casa, -podemos
felicitarnos. Ahora falta saber lo que sucede en Buenos Aires y si los trabajos
de nuestro amigo Ramón Maza están adelantados. Luis Aguirre debe llegar en
estos días y sabremos por él lo que se dice y lo que hacen por allá...
Se interrumpió porque afuera los perros comenzaron
a ladrar furiosa-mente. Se sintió el galopar de caballos. Momentos después
entraron en la habitación dos hombres, uno vestido de gaucho y el otro
envuelto en una gran capa negra y con el sombrero calado hasta los ojos. Al
desembozarse, los presentes vieron a un joven hermoso, intensamente pálido y al
parecer en un estado de excitación terrible.
-¡Aguirre! -exclamaron todos sobresaltados.
-¿Qué trae, Luis? -preguntó el coronel.
El joven no pudo contestar al momento: le acometió
un violento temblor nervioso. El gaucho que había venido con él, le sostuvo; le
hicieron sentar, diéronle una copa de vino y al cabo de algunos minutos, ya
repuesto, contestó al coronel en pocas palabras, terribles, claras, concisas:
-¿Qué noticias traigo? ¡Qué se acabó todo!
Hubo un instante de silencio absoluto; el
silencio elocuente del espanto. Luego se entrecruzaron las exclamaciones, las
preguntas, los lamentos.
-Lavalle nos abandona -explicó Luis.
-En vez de
venir al Sur ha desembarcado en Entre Ríos. Descubrieron la conspiración de
Ramón Maza. Lo fusilaron, y su padre ha sido asesinado. Rosas ha dado orden a
los jueces de paz de la campaña de tomar presos a los principales estancieros
unitarios. Esto lo he sabido por el juez de paz de Chascomús, cuando pasé esta
mañana. De suerte que todo está perdido.
-No, no puede ser -dijo Rico, el único que en
medio de la consternación general mantenía su firmeza; si Lavalle nos abandona
a nuestra suerte, él sabrá por qué. Nosotros no conocemos sus móviles. Habrá
tenido sus razones, y muy poderosas. No nos acobardemos. Si no podemos cóntar
con él, y el pobre amigo Maza ha muerto, quedamos nosotros y queda la campaña
de Buenos Aires para hacer la guerra justa al tirano. Conservemos el valor y la
serenidad necesaria, para no cometer -imprudencias ni injusticias.
-Habla bien el señor -repuso el hombre que había
venido con Aguirre, un gaucho alto, robusto, de cabello y barba entrecanos,
curtido por la intemperie, con ojos negros de águila, y, a pesar de sus
sesenta años, derecho como un álamo y flexible como un junco.
-Habla bien el
señor, y es lo que yo le dije también a mi patroncito;
pero él se dejó aplastar por la desgracia.
-No, Juan, -protestó el joven; me he desalentado
al ver estériles todos nuestros esfuerzos.
- Estériles no, mi joven amigo, -observó el
comandante, poniendo su mano en el hombro de Aguirre, quien fatigado por su
largo viaje y descorazonado por la adversidad, había dejado caer la cabeza
sobre sus brazos cruzados en la mesa. -¡Cómo! usted, el más animoso y alegre de
todos, que siempre tenía una palabra de aliento cuando desmayábamos, ¿usted ha
perdido la esperanza? No se diga eso de Luis Aguirre. No; seguiremos hasta el
fin el camino trazado; y en el último caso, aunque no triunfemos, se dirá de
nosotros que supimos cumplir con un deber sagrado. ¡Animo, amigos!
Y todos estrecharon la mano al valiente comandante.
II
Los conspiradores tuvieron poco tiempo para
prepararse; debían obrar pronto si no querían exponerse a perderlo todo, puesto
que Rosas estaba sobre aviso. En la precipitación, no pudieron organizar
debidamente ningún plan.
En la mañana del 29 de Octubre de 1839, el
comandante don Manuel Rico se presentó en la plaza del pueblo de Dolores con
unos cien hombres, y proclamó el alzamiento de los pueblos del Sur contra Juan
Manuel de Rosas. Su gente ostentaba la escarapela celeste y blanca que el
tirano había abolido para reemplazarla por la banda roja. Al lado del
comandante, el joven Aguirre llevaba la bandera que Belgrano hiciera flotar en
Salta y Tucumán, que aclamaron los libres de Chile y del Perú, y cuyos colores
habían sido, siempre y en todas partes, emblema de gloria. Inmenso fue el
entusiasmo de la tropa al verla flamear en el asta de una lanza, brillando al
sol, con sus pliegues al viento.
La revolución había estallado, al mismo tiempo
que en Dolores, en Chas-comús organizada por Cramer, y en Monsalvo dirigida
por el mayor Castelli. De todas partes acudieron los habitantes de la campaña,
para agruparse alrededor de la bandera. Contaban con aquel regimiento de
caballería del Azul, que en un momento dado debía venir en ayuda de la
revolución, y cuando los diferentes grupos estuvieron concentrados esperando a
cada momento la noticia de la sublevación del regimiento, cundió de pronto el
rumor de que esa misma tropa marchaba contra ellos. Los oficiales habían
traicionado su palabra.
En la noche del 6 de Noviembre los revolucionarios
tuvieron noticias de que Prudencio Rosas, el hermano de don Juan Manuel, se
acercaba con sus tropas a Chascomús. La batalla era inminente. Los jefes se
reunieron por última vez en un rancho que servía de alojamiento a Aguirre,
quien tenía el mando de un escuadrón de caballería. Todo estaba dispuesto. El
momento supremo se acercaba. Los amigos se separaron en silencio, con un
apretón de manos, diciéndose con él cuanto tenían que decirse.
Tendido en un catre, Luis Aguirre trató de conciliar
el sueño. La noche era fresca. Desde lejos, muy quedo, llegaba el murmullo de
las aguas de la laguna.
Cantaban las ranas su estribillo monótono y de
vez en cuando una lechuza pasaba veloz, lanzando su áspero grito.
El joven no podía dormir; estaba nervioso,
triste, preocupado. La con-fianza y el ánimo juvenil con que alentó mil veces a
sus compañeros cuando desfallecían en la tarea patriótica y penosa, le
abandonaban por completo. Faltábale más que el valor, la esperanza.
-¡Juan! -exclamó.
El viejo que fumaba afuera bajo el alero del
rancho, acudió inmediata-mente.
-¿Qué quería, niño?
-Ven, siéntate aquí a mi lado y conversaremos. No
puedo dormir; no sé lo que tengo; me parece que pronto voy a morir.
El gaucho lanzó una exclamación:
-¿Y por qué, patrón?
-Es un presentimiento. Ya sabes que no soy de
genio triste, ni acostumbro a cavilar; pero esta noche no sé lo que me pasa. Me
parece vivir en este instante mi vida entera; y en todas partes te veo. Desde
que quedé huérfano, muy niño, has sido mi amigo constante. Si valgo algo, a ti
te lo debo. Has estado conmigo cuando era feliz y no me has abandonado en
ningún peligro. Has sido más que un amigo, más que un hermano, un padre. Me has
servido con los consejos y los hechos; me has corregido cuando obraba mal y
consolado cuanto estaba triste. Has administrado mis estancias hasta hacerlas
producir el triple de antes; y si nunca me ha faltado dinero para mis estudios,
mis diversiones y luejo para mis planes revolucionarios, a ti lo debo.
El viejo estaba enternecido; pero como buen
campesino ocultó su emoción bajo una apariencia de mal humor, y preguntó en
tono brusco:
-¿Y para qué me cuenta todo eso?
-Yo mismo no lo sé, Juan. Quizá porque tengo
presentimientos tristes; y antes de que puedan realizarse, quiero manifestarte
mi gratitud.
-¡Vale la pena! -gruñó el viejo, secretamente
contento porque el patroncito no
podía ver la expresión afligida de su cara.
-Mira... -continuó Luis sin hacer caso de la
interrupción -si muero en la batalla, no dejes- mi cuerpo en manos de los enemigos,
para que no lo mutilen... ¿Harás todavía eso por mí?
Al paisano se le nubló la vista al imaginarse la
hermosa cabeza de su niño cortada del
cuerpo gallardo y enastada en una pica, como acostumbraban hacer los soldados
de Rosas.
Sintió un nudo en la garganta y una sensación extraña
de opresión en las sienes. Buscó en la oscuridad la mano del joven y la
estrechó entre sus dedos de hierro.
-Sé que eres fiel hasta la muerte -dijo Luis.
-¡Fiel hasta la muerte y más allá!... -repuso el
viejo, y luego, irritado consigo mismo por su debilidad, salió
precipitadamente.
III
Antes de rayar el alba sonaron los clarines y el
grito de "¡A las armas!" voló de extremo a extremo a través del
campamento. Era el 7 de Noviembre de 1839.
Los revolucionarios, en número aproximado de tres
mil, mandados por Cramer, Castelli, Rico y otros patriotas, resistieron
valerosamente a las tropas federales. La batalla tuvo lugar en Chascomús, y a
pesar del heroísmo desplegado por los unitarios, fueron éstos batidos. No hubo
cuartel. Los oficiales prisioneros fueron degollados y sus cabezas cortadas
para ser expuestas en picas en la plaza del pueblo. Así murieron Castelli y
Cramer, y sus cuerpos, espantosa-mente mutilados, quedaron tendidos en el
campo.
Luis se batió al lado de Juan, y aun desangrado
por varias heridas, su espada hizo estragos. De pronto cayó del caballo
mortalmente herido, el viejo amigo pudo justamente recibirle en brazos, y oír
sus últimas palabras: "No les dejes mi cuerpo..." Atravesólo delante
de la montura y espoleando su caballo huyó a través de los campos. Una
terrible gritería se levantó y veinte hombres se lanzaron en persecución. Juan
llevábales una ventaja bastante grande; pero el caballo, con la doble carga del
vivo y del muerto, a poco rato comenzó a cansarse, y fue fácil ver que no
podría conservar su velocidad por mucho tiempo; sus flancos iban cubiertos de
espuma y sangre.
De pronto algo brilló con reflejo argentino.
Allá, ante el perseguido, se extendía la laguna de Chascomús, de aguas frescas
y profundas; los rayos del sol convertían su centro en una placa de plata con
marco de terciopelo azul celeste, alrededor del cual las orillas trazaban su
línea verde. Exigiendo un último y supremo esfuerzo a su caballo alazán, voló
hacia la laguna para alcanzar un vado que conocía a algunas cuadras de
distancia. Tendría que nadar; pero "fiel hasta la muerte y más allá",
entró resueltamente en el agua para salvar el cuerpo de su niño.
-Entregue el cadáver y le damos cuartel -le gritó
un soldado.
El gaucho contestó con una imprecación y sacando
la pistola del cinto le hirió de muerte.
El suelo de la laguna bajaba gradualmente hasta
que el caballo perdió pie y tuvo que nadar. Extenuado como estaba, avanzó muy
lentamente. En la orilla los federales aprontaron fusiles y pistolas...
Para aliviar al caballo, Juan quiso deslizarse al
agua sujetándole el cadáver en el lomo; pero la operación difícil dio tiempo a
los perseguidores a acercarse.
Cuando poco le faltaba para alcanzar el vado, se
oyeron varios tiros; el caballo dio un brinco, luchó un instante y se hundió; y
al mismo tiempo el gaucho, asiendo convulsivamente el cadáver de Luis,
desapareció arrastrado por el remolino.
Los federales prorrumpieron en gritos y trataron
de apoderarse de los cuerpos; pero la laguna, más misericordiosa que los
hombres, dio sepultura, en el silencio de sus aguas, al joven patriota y a su
fiel amigo.
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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