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sábado, 22 de junio de 2013

Promesa sagrada

(Revolución del sur: 1839)

I

En una estancia situada entre los pueblos de Chas­comús y Dolores, se hallaban, una noche de Octubre de 1839, diez o doce hombres, estancieros del Sur y algunos militares, sentados alrededor de una mesa cubierta de planos, mapas y otros diversos papeles. Hablaban en voz baja, como temerosos de que los oyeran de afuera.
-Ya que estamos todos reunidos -dijo el comandante don Manuel Rico, infórmenos, señor Martínez Castro, de las noticias que ha recibido.
El señor Martínez Castro, dueño de casa, sacó del bolsillo una cantidad de papeles y hojeándolos separó una carta de la que dio lectura. Era del general don Juan Lavalle, y en ella manifestaba su constante disposición de desem-barcar la Legión Libertadora en el puerto del Tuyú para auxiliar a los que en el Sur de Buenos Aires organizaban la revo­lución contra el tirano Juan Manuel de Rosas.
-Según esto -observó el comandante Rico -podremos esperar al general de aquí a un mes.
-Eso nos da tiempo -añadió un señor Ezeiza- para terminar nuestros preparativos. El pueblo de la campaña está dispuesto y podremos, en el momento dado, contar con tres mil hombres por lo menos, bien armados y montados. Falta reunirlos y organizarlos, y eso se está haciendo activa-mente.
-Tengo aquí una lista de los recursos dispo­nibles -dijo el coronel Cramer, oficial que había estado a las órdenes de San Martín en el Ejército de los Andes.
-Oigamos -exclamó el comandante.
-Tenemos -continuó Grame, consultando la lista- toda la peonada de las estancias de Dolores, Chascomús y Monsalvo, que no baja de 1.500 hom­bres. El señor Castelli ha puesto a nuestra disposi­ción su fortuna. El juez de paz de Dolores, que es de los nuestros, ofrece cien fusiles. El señor Burgos, de Monsalvo, ha donado 5.000 pesos. Y no debemos olvidar ál joven Luis Aguirre...
Al pronunciar este nombre, pasó por los ojos graves del coronel una expresión cariñosa.
-Sí, -dijo el mayor Castelli, hijo del prócer de la independencia, -ese joven nos es indispensable: entre la gente de la campaña su influencia es inmensa.
-Ahora que el coronel ha leído la lista y yo la carta del general -observó Martínez Castro, -comuníquenos usted, señor comandante, lo que sepa del Azul.
-Traigo muy buenas noticias -contestó Rico. 
-He hablado con varios oficiales del regimiento de caballería y me han prometido sublevar sus soldados. Eso nos asegura tina fuerza considerable y al mismo tiempo nos libra de un gran peligro, pues de otra manera tendríamos en contra y muy cerca de noso­tros un regimiento entero de soldados veteranos.
-En verdad -dijo el dueño de casa, -podemos felicitarnos. Ahora falta saber lo que sucede en Buenos Aires y si los trabajos de nuestro amigo Ramón Maza están adelantados. Luis Aguirre debe llegar en estos días y sabremos por él lo que se dice y lo que hacen por allá...
Se interrumpió porque afuera los perros comen­zaron a ladrar furiosa-mente. Se sintió el galopar de caballos. Momentos después entraron en la habita­ción dos hombres, uno vestido de gaucho y el otro envuelto en una gran capa negra y con el sombrero calado hasta los ojos. Al desembozarse, los presentes vieron a un joven hermoso, intensamente pálido y al parecer en un estado de excitación terrible.
-¡Aguirre! -exclamaron todos sobresaltados.
-¿Qué trae, Luis? -preguntó el coronel.
El joven no pudo contestar al momento: le aco­metió un violento temblor nervioso. El gaucho que había venido con él, le sostuvo; le hicieron sentar, diéronle una copa de vino y al cabo de algunos minutos, ya repuesto, contestó al coronel en pocas palabras, terribles, claras, concisas:
-¿Qué noticias traigo? ¡Qué se acabó todo!
Hubo un instante de silencio absoluto; el silencio elocuente del espanto. Luego se entrecruzaron las exclamaciones, las preguntas, los lamentos.
-Lavalle nos abandona -explicó Luis. 
-En vez de venir al Sur ha desembarcado en Entre Ríos. Descubrieron la conspiración de Ramón Maza. Lo fusilaron, y su padre ha sido asesinado. Rosas ha dado orden a los jueces de paz de la campaña de tomar presos a los principales estancieros unitarios. Esto lo he sabido por el juez de paz de Chascomús, cuando pasé esta mañana. De suerte que todo está perdido.
-No, no puede ser -dijo Rico, el único que en medio de la consternación general mantenía su firmeza; si Lavalle nos abandona a nuestra suerte, él sabrá por qué. Nosotros no conocemos sus móvi­les. Habrá tenido sus razones, y muy poderosas. No nos acobardemos. Si no podemos cóntar con él, y el pobre amigo Maza ha muerto, quedamos nosotros y queda la campaña de Buenos Aires para hacer la guerra justa al tirano. Conservemos el valor y la sere­nidad necesaria, para no cometer -imprudencias ni injusticias.
-Habla bien el señor -repuso el hombre que había venido con Aguirre, un gaucho alto, robusto, de cabello y barba entrecanos, curtido por la intem­perie, con ojos negros de águila, y, a pesar de sus sesenta años, derecho como un álamo y flexible como un junco. 
-Habla bien el señor, y es lo que yo le dije también a mi patroncito; pero él se dejó aplastar por la desgracia.
-No, Juan, -protestó el joven; me he desalen­tado al ver estériles todos nuestros esfuerzos.
- Estériles no, mi joven amigo, -observó el comandante, poniendo su mano en el hombro de Aguirre, quien fatigado por su largo viaje y descora­zonado por la adversidad, había dejado caer la cabe­za sobre sus brazos cruzados en la mesa. -¡Cómo! usted, el más animoso y alegre de todos, que siempre tenía una palabra de aliento cuando desmayábamos, ¿usted ha perdido la esperanza? No se diga eso de Luis Aguirre. No; seguiremos hasta el fin el camino trazado; y en el último caso, aunque no triunfemos, se dirá de nosotros que supimos cumplir con un deber sagrado. ¡Animo, amigos!
Y todos estrecharon la mano al valiente coman­dante.

II

Los conspiradores tuvieron poco tiempo para prepararse; debían obrar pronto si no querían exponerse a perderlo todo, puesto que Rosas estaba sobre aviso. En la precipitación, no pudieron orga­nizar debidamente ningún plan.
En la mañana del 29 de Octubre de 1839, el comandante don Manuel Rico se presentó en la plaza del pueblo de Dolores con unos cien hombres, y proclamó el alzamiento de los pueblos del Sur contra Juan Manuel de Rosas. Su gente ostentaba la escarapela celeste y blanca que el tirano había abo­lido para reemplazarla por la banda roja. Al lado del comandante, el joven Aguirre llevaba la bandera que Belgrano hiciera flotar en Salta y Tucumán, que aclamaron los libres de Chile y del Perú, y cuyos colores habían sido, siempre y en todas partes, emblema de gloria. Inmenso fue el entusiasmo de la tropa al verla flamear en el asta de una lanza, brillando al sol, con sus pliegues al viento.
La revolución había estallado, al mismo tiempo que en Dolores, en Chas-comús organizada por Cra­mer, y en Monsalvo dirigida por el mayor Castelli. De todas partes acudieron los habitantes de la cam­paña, para agruparse alrededor de la bandera. Conta­ban con aquel regimiento de caballería del Azul, que en un momento dado debía venir en ayuda de la revolución, y cuando los diferentes grupos estu­vieron concentrados esperando a cada momento la noticia de la sublevación del regimiento, cundió de pronto el rumor de que esa misma tropa marcha­ba contra ellos. Los oficiales habían traicionado su palabra.
En la noche del 6 de Noviembre los revolucio­narios tuvieron noticias de que Prudencio Rosas, el hermano de don Juan Manuel, se acercaba con sus tropas a Chascomús. La batalla era inminente. Los jefes se reunieron por última vez en un rancho que servía de alojamiento a Aguirre, quien tenía el mando de un escuadrón de caballería. Todo estaba dispuesto. El momento supremo se acercaba. Los amigos se separaron en silencio, con un apretón de manos, diciéndose con él cuanto tenían que decirse.
Tendido en un catre, Luis Aguirre trató de conci­liar el sueño. La noche era fresca. Desde lejos, muy quedo, llegaba el murmullo de las aguas de la laguna.
Cantaban las ranas su estribillo monótono y de vez en cuando una lechuza pasaba veloz, lanzando su áspero grito.
El joven no podía dormir; estaba nervioso, triste, preocupado. La con-fianza y el ánimo juvenil con que alentó mil veces a sus compañeros cuando desfa­llecían en la tarea patriótica y penosa, le abandona­ban por completo. Faltábale más que el valor, la esperanza.
-¡Juan! -exclamó.
El viejo que fumaba afuera bajo el alero del rancho, acudió inmediata-mente.
-¿Qué quería, niño?
-Ven, siéntate aquí a mi lado y conversaremos. No puedo dormir; no sé lo que tengo; me parece que pronto voy a morir.
El gaucho lanzó una exclamación:
-¿Y por qué, patrón?
-Es un presentimiento. Ya sabes que no soy de genio triste, ni acostumbro a cavilar; pero esta noche no sé lo que me pasa. Me parece vivir en este instan­te mi vida entera; y en todas partes te veo. Desde que quedé huérfano, muy niño, has sido mi amigo constante. Si valgo algo, a ti te lo debo. Has estado conmigo cuando era feliz y no me has abandonado en ningún peligro. Has sido más que un amigo, más que un hermano, un padre. Me has servido con los consejos y los hechos; me has corregido cuando obraba mal y consolado cuanto estaba triste. Has administrado mis estancias hasta hacerlas producir el triple de antes; y si nunca me ha faltado dinero para mis estudios, mis diversiones y luejo para mis planes revolucionarios, a ti lo debo.
El viejo estaba enternecido; pero como buen campesino ocultó su emoción bajo una apariencia de mal humor, y preguntó en tono brusco:
-¿Y para qué me cuenta todo eso?
-Yo mismo no lo sé, Juan. Quizá porque tengo presentimientos tristes; y antes de que puedan realizarse, quiero manifestarte mi gratitud.
-¡Vale la pena! -gruñó el viejo, secretamente contento porque el patroncito no podía ver la expre­sión afligida de su cara.
-Mira... -continuó Luis sin hacer caso de la interrupción -si muero en la batalla, no dejes- mi cuerpo en manos de los enemigos, para que no lo mutilen... ¿Harás todavía eso por mí?
Al paisano se le nubló la vista al imaginarse la hermosa cabeza de su niño cortada del cuerpo gallardo y enastada en una pica, como acostum­braban hacer los soldados de Rosas.
Sintió un nudo en la garganta y una sensación extraña de opresión en las sienes. Buscó en la oscu­ridad la mano del joven y la estrechó entre sus dedos de hierro.
-Sé que eres fiel hasta la muerte -dijo Luis.
-¡Fiel hasta la muerte y más allá!... -repuso el viejo, y luego, irritado consigo mismo por su debi­lidad, salió precipitadamente.

III

Antes de rayar el alba sonaron los clarines y el grito de "¡A las armas!" voló de extremo a extremo a través del campamento. Era el 7 de Noviembre de 1839.
Los revolucionarios, en número aproximado de tres mil, mandados por Cramer, Castelli, Rico y otros patriotas, resistieron valerosamente a las tropas federales. La batalla tuvo lugar en Chascomús, y a pesar del heroísmo desplegado por los unitarios, fueron éstos batidos. No hubo cuartel. Los oficiales prisioneros fueron degollados y sus cabezas cortadas para ser expuestas en picas en la plaza del pueblo. Así murieron Castelli y Cramer, y sus cuerpos, espantosa-mente mutilados, quedaron tendidos en el campo.
Luis se batió al lado de Juan, y aun desangrado por varias heridas, su espada hizo estragos. De pronto cayó del caballo mortalmente herido, el viejo amigo pudo justamente recibirle en brazos, y oír sus últimas palabras: "No les dejes mi cuerpo..." Atra­vesólo delante de la montura y espoleando su caba­llo huyó a través de los campos. Una terrible gritería se levantó y veinte hombres se lanzaron en perse­cución. Juan llevábales una ventaja bastante grande; pero el caballo, con la doble carga del vivo y del muerto, a poco rato comenzó a cansarse, y fue fácil ver que no podría conservar su velocidad por mucho tiempo; sus flancos iban cubiertos de espuma y sangre.
De pronto algo brilló con reflejo argentino. Allá, ante el perseguido, se extendía la laguna de Chas­comús, de aguas frescas y profundas; los rayos del sol convertían su centro en una placa de plata con marco de terciopelo azul celeste, alrededor del cual las orillas trazaban su línea verde. Exigiendo un último y supremo esfuerzo a su caballo alazán, voló hacia la laguna para alcanzar un vado que conocía a algunas cuadras de distancia. Tendría que nadar; pero "fiel hasta la muerte y más allá", entró resuel­tamente en el agua para salvar el cuerpo de su niño.
-Entregue el cadáver y le damos cuartel -le gritó un soldado.
El gaucho contestó con una imprecación y sacan­do la pistola del cinto le hirió de muerte.
El suelo de la laguna bajaba gradualmente hasta que el caballo perdió pie y tuvo que nadar. Exte­nuado como estaba, avanzó muy lentamente. En la orilla los federales aprontaron fusiles y pistolas...
Para aliviar al caballo, Juan quiso deslizarse al agua sujetándole el cadáver en el lomo; pero la ope­ración difícil dio tiempo a los perseguidores a acer­carse.
Cuando poco le faltaba para alcanzar el vado, se oyeron varios tiros; el caballo dio un brinco, luchó un instante y se hundió; y al mismo tiempo el gaucho, asiendo convulsivamente el cadáver de Luis, desapareció arrastrado por el remolino.
Los federales prorrumpieron en gritos y trataron de apoderarse de los cuerpos; pero la laguna, más misericordiosa que los hombres, dio sepultura, en el silencio de sus aguas, al joven patriota y a su fiel amigo.

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

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